Podría parecer que las Viejas Costumbres ya no pueden aportar un medio de supervivencia espiritual en el mundo blanco viciosamente desarmónico. Se podría creer que las Viejas Costumbres son una débil defensa frente al ataque de las prácticas ajenas al “mundo natural”. La mayoría de entre nosotros considera el asalto cultural y espiritual de los Blancos como una fuerza diluyente o debilitante. Nosotros creemos preferible proteger las Costumbres a dejar que ellas nos protejan.
Es cierto que las Viejas Costumbres han sido legadas para una época que nuestros antepasados no habrían podido imaginar. Así, cuando se las integra completamente, cuando uno se conforma completamente a ellas, las Viejas Costumbres nos hacen invulnerables. Gracias a ellas, no nos limitaremos a sobrevivir en el mundo blanco, sino que lo comprenderemos mejor que los mismos Blancos. No sólo debemos buscar la aplicación de las Viejas Costumbres en el “mundo moderno”, sino también comprender este mundo en su contexto.
Nos abrimos como el aire, y el mundo fluye en nosotros como el viento. El mundo forma parte de nosotros como el viento forma parte del aire. No tenemos fronteras —somos todo lo que experimentamos, sabemos, sentimos— y ello entra en interacción con todo, haciéndonos pertenecer a la tierra entera. No intentamos determinar nuestra forma, pero la podemos dejar moldearse a través del ritmo particular de la conciencia tribal que crea nuestra percepción, que nos crea a nosotros mismos.
Nuestros cuerpos no crecen por el efecto de una elección o de una decisión, como tampoco nuestros espíritus. En condiciones trastornadas, nacen automáticamente actos inarmónicos y destructivos. A través de las Viejas Costumbres, estamos en armonía con todas las circunstancias; el desarrollo correcto y armonioso de una acción puede ser siempre descubierto en nosotros mismos mientras estemos en contacto con nuestra interioridad. Toda existencia nos impregna pues conocemos la dimensión sagrada de todo ser. Es un conocimiento que no se puede expresar con claridad, nos es inherente. Es algo sagrado que no se puede analizar ni definir, absoluto en sí mismo, sin significación más allá de sí mismo.
Todo está situado en el centro del universo. Tú eres el centro, el punto de mira, de convergencia de la Tierra que fluye en ti, tanto física como espiritualmente: el aire, el agua, los seres vivos que te nutren, que se funden en tu existencia. Todo se define en relación a ti.
La luna está en su propio centro, así como el pino, el peñasco, el alce o el trueno. El uno no es el otro, ni siquiera otro de la misma especie. Cada pino particular tiene su propia disposición única y sagrada de agujas, ramas y corteza. El sol, el agua, el suelo y el viento crean la forma de todos los pinos. Pero la forma de cada pino no se define ni por su similitud ni por su diferencia respecto a los otros pinos: es absoluta, no es una cosa, sino un proceso; como nosotros.
El Gran Espíritu no está ni en nosotros ni fuera de nosotros. Las Viejas Costumbres no son ni impuestas desde el exterior ni creadas en el interior, sino que son un ritmo tribal particular que nos preserva en la corriente de la Vida.
Como el aire que se desplaza con el viento, aquél que sigue las Viejas Costumbres recibe un gran poder que él o ella no contiene ni puede crear.
LA TIERRA MADRE
Los americanos no originarios de este continente —pese a estar en su mayor parte tan desequilibrados espiritualmente— están también obligados a actuar según las leyes del Gran Espíritu. Incluso para construir con hormigón sobre nuestra Madre y hacer sus edificios, han de seguir las “leyes de la naturaleza” en cierta manera, y si no lo hacen sus edificios seguirán esas “leyes” cayéndose.
Nadie puede apartarse del Gran Espíritu, y si se actúa sin reverencia y sin conciencia, se llega a ser una ruina espiritual (y quizás física) a causa del desequilibrio creado; así, echarse a un lado mientras se anda al borde de un alto acantilado no viola la Naturaleza, pero puede conducir a la muerte.
La mayoría de los americanos no originarios de este continente se hallan atrapados en procesos que no comprenden, a los cuales no se pueden adaptar, y que les destruye espiritual y físicamente. Se niegan a comprender que el intentar controlar la Máquina que les contiene totalmente no es más que una ilusión. Y, como miembros de nuestra especie, sirven para advertirnos de lo que nosotros podríamos también llegar a ser.
Toda nuestra existencia está hecha de reverencia. Nuestros rituales renuevan la armonía sagrada que hay en nosotros. Cada uno de nuestros actos —comer, dormir, respirar, hacer el amor— es una ceremonia que recuerda nuestra dependencia de la Madre Tierra y nuestro parentesco con todos sus hijos. Los cristianos separan lo espiritual de lo físico, ponen a la religión en su casilla y juzgan al mundo físico como maligno, malo y como la preparación vulgar de un mundo venidero.
EL SENTIDO DE LO SAGRADO
Por el contrario, para nosotros lo espiritual y lo físico son uno. Lejos de las dicotomías occidentales entre Dios y la humanidad, Dios y la naturaleza, la naturaleza y la humanidad, nosotros estamos junto a la Madre Tierra y al Gran Espíritu, por la intimidad y el calor del corazón. A diferencia del dogma cristiano que afirma que el hombre es a la vez malo por naturaleza, y promovido a dueño de la tierra por derecho divino, nosotros sabemos que por pertenecer a nuestra sagrada Madre la Tierra, somos también sagrados.
Conformarse a las Viejas Costumbres significa vivir con el sentido de lo sagrado, mantenerse y andar derecho, respetar a nuestros hermanos y hermanas de las diferentes naciones y especies. Es abrirnos como el aire, como el cielo, a fin de conocer las montañas, las aguas, el viento, las luces del cielo, las plantas y los animales de cuatro patas, de seis patas, sin patas y los seres alados. Es respetar los comportamientos sagrados cuando se tiene que matar, cuando se ha de ahorrar sufrimiento, cuando se conocen amor, aflicción, cólera y alegría, y cuando es preciso morir.
Todo lo que nos da el Gran Espíritu es sagrado: la vida, la muerte, el deseo de evitar la muerte y el deseo de recibirla, la pena, el hambre, la cólera, el crecimiento. Para vivir en armonía con la Tierra y con toda vida, no se recurre a los juicios de valor de los occidentales, que aíslan lo que es etiquetado “bueno” (como la vida, el amor o lo que es agradable) y evitan lo “malo” o la dificultad (la obscuridad, la cólera, la incomodidad, el sufrimiento o la muerte). Estar en armonía con la muerte de un ser querido, por ejemplo, es conocer el sufrimiento; no suprimirlo, regarlo o escapar a él, sino fluir y crecer con él, sumergirse en él y celebrarlo.
Los modos de vida de cada nación permiten la expresión de lo “negativo” de modo que cada uno puede mantener constantemente su equilibrio y armonía. “¡Es un buen día para morir!” gritó el Dakota en una batalla; para morir a la altura de la vida y la muerte en una pureza exquisita. Lo mismo que la extrema coacción de sí mismo en la Danza del Sol representa una liberación y una revelación, el éxtasis se halla en el encuentro explosivo de la vida y la muerte, del dolor y el placer.
LA VIDA NACE DE LA MUERTE
La muerte forma parte de la vida, y toda vida nace de la muerte. Nosotros matamos y morimos con la conciencia de lo sagrado y el respeto por lo sagrado. Cuando hemos de matar animales y plantas se hace con reverencia, respeto, gratitud y amor; y con la conciencia de que les pagaremos con nuestros propios cuerpos. Nuestros cuerpos no son nuestros sino de la Madre Tierra; ella nos permite vivir gracias a otros hijos suyos, se introduce constantemente en nosotros cuando observamos sus cuerpos y cuando, a nuestra vez, nos damos a ellos. Al morir, nuestros cuerpos vuelven a nuestra Madre y a sus hijos, que nos han prestado la vida; y nuestros espíritus se funden en la corriente de conciencia-energía, como una ola que refluye hacia el río. Todos los seres vivos se pertenecen mutuamente pues no somos seres separados, sino dinamismos, o las etapas de un proceso. No hay muerte, sólo una transformación.
Se puede trazar una gran diferencia entre las concepciones occidentales y las concepciones indias sobre el tiempo. La percepción occidental del tiempo es lineal y progresiva: os desplazáis a lo largo de una línea, como el pasado detrás de vosotros y el futuro delante, y esperáis avanzar, progresar (“tienes seis años, deja de actuar como un niño de dos años”). (“Nos ha hecho falta un millón de años para salir del fango, y ahora hemos logrado ir a la luna”). Cada momento es considerado como una etapa con respecto a las otras; cada momento es superior a los momentos precedentes, pero no tan agradable como el que seguirá.
Esta progresión del tiempo lleva a la mayoría de los no-Americanos a negar al Gran Espíritu no progresista y a la Madre Tierra. Y provoca el comportamiento tiránico pero pretendidamente racional de los adultos con respecto a sus hijos (y recordad que, como eufemismo de “salvajes”, nos llaman “niños”), y trae consigo la manera ciega y frenética con la que acostumbran a perseguir a las especies “inferiores” y su tentativa de destruir a los pueblos tribales.
La palabra “primitivo”, derivada de la misma raíz que “primero”, significa un estado primero, anterior, por oposición al estado “avanzado”, desarrollado. Así, un pueblo tribal es juzgado en función de lo que los occidentales creen que debería llegar a ser finalmente; “pero esta evolución necesita ayuda”, suspiran brincando de impaciencia ante la lentitud con la que estos seres atrasados aceptan el necesario Progreso.
A pesar de la existencia de estructuras sociales y económicas primitivas, Occidente define “primitivo” y “desarrollado” en términos de tecnología. Y la utilización intercambiable de los términos “primitivo” y “tribal” origina la afirmación implícita de que si la tecnología se hace más compleja, las formas tribales desaparecerán. Como Occidente se ha servido de estas premisas para justificar la explotación colonial y el imperialismo cultural, esta afirmación se ha convertido en una profecía verificada.
UNA PERCEPCIÓN ESFÉRICA
Nuestra percepción del tiempo es, por el contrario, esférica —no hay ni pasado ni futuro, ya que ambos forman uno con el presente. Cada momento del tiempo se pertenece a sí mismo —la única interacción de acontecimientos infinitos desde el principio de los tiempos— y tiene consecuencias infinitas. Del mismo modo que cada punto del espacio es el centro del universo, cada momento es el centro del tiempo, el único y precioso instante para el cual la Tierra se ha preparado desde su origen. Nada progresa, avanza, ni mejora. Todo está en lo que ha sido y será. Un árbol de tres pies de altura no es ni superior ni inferior a un árbol de treinta pies. No es nunca ni superior ni inferior a lo que era, ni a lo que será. Ha de estar siempre en armonía consigo mismo. Si los europeos hubiesen llegado aquí cientos de miles de años más tarde, habrían encontrado una tecnología más compleja, pero no seríamos superiores a lo que éramos.
LAS VIEJAS COSTUMBRES
La tecnología es una forma muy superficial de crecimiento. Un pueblo tribal, para el cual la espiritualidad prevalece sobre todo, experimenta cada cosa nueva o vieja en función de una armonía espiritual y social; a su propio paso este pueblo le asimilará o rechazará de acuerdo con su ritmo espiritual.
Todo eso no es nuestras culturas. Es la base a partir de la cual se desarrollan nuestras culturas. No creamos nuestras naciones por nosotros mismos; ni tampoco nos llegan del exterior. Se modelan a partir de la forma bruta de nuestro éxtasis, es decir, proceden del Gran Espíritu.
Ser consciente de la existencia es aterrador y sagrado. Nuestra conciencia reflexiona sobre sí misma: las palabras nos son dadas. El verbo ha de ser tratado con respeto, si no su poder se vuelve incontrolado y obra para el mal. Mentir era impensable según las Viejas Costumbres, pues abusar de la palabra es poner en peligro la nación. Las personas que no respetan a la palabra permiten que las palabras creen mundos que los encierran y en los que viven permanentemente. Esta es la manera en la que la mayoría de los no-americanos de origen llegan a pretender que su especie es el ombligo y finalidad del mundo y que todo el resto está subordinado y es insignificante.
La palabra no contiene la vida de lo que refleja, la palabra es como el cristal que concentra el rayo de luz. Yo oriento el cristal hacia alguna cosa y a través de él podéis ver lo que señalo. Pero la extensión de la palabra es limitada, y por eso nos ha sido dado el canto, nacido como una ola que fluye en nosotros, individual o colectivamente, en un precioso momento de consciencia unificada. Por el canto, resonamos con el pulso de la tierra. El canto es eterno, pero como una superficie plana, por eso la ceremonia nos es dada por la sacralidad que nos rodea, extendiéndose por todas partes para siempre.
Por medio de ella, lo sagrado toma forma. Pero la ceremonia está limitada en el tiempo, por eso tenemos nuestra conciencia individual, que nos permite sentir, adquirir experiencia y conocimientos; y como individuos, somos de toda la tierra y de todos los tiempos. Poco importa si una nación tiene una antigüedad de varios milenios; es nueva, se crea, crece. El lenguaje, los mitos, las leyendas, los cantos, las ceremonias, el arte, son en un momento dado manifestaciones de la conciencia tribal e instrumentos de la creatividad. En nuestros mitos y leyendas no hay distinción entre la historia física y la historia espiritual, porque no tendría sentido.
Si hemos creado mitos y tradiciones que, por ejemplo, le atribuyen la vida a un río, si actuamos y pensamos con esta mentalidad no nos oponemos a la realidad. Igual que esculpir un ciervo en un trozo de madera, no es imponerle a la madera una forma ajena: el trabajo de escultor, en función de las características especiales de la madera, crea una vida que existe en su mente y es, efectivamente, muy real. Poco importa el grado de “realismo” con el que se ve una cosa, su imagen no existe más que en el observador, lo cual no la hace menos real y verdadera. Los occidentales se esfuerzan en ver las cosas como “realistas” y por consiguiente confunden sus percepciones con la realidad. Así pues, como ven tan poco y comprenden aún menos, se han visto llevados a crear el ridículo concepto de ”sobrenatural” —literalmente, por encima de la naturaleza— y luego han tenido la audacia de aplicar esta palabra a las religiones de los pueblos que saben que la naturaleza lo engloba todo.
LAS VOCES DE LA CIUDAD
Nuestra adversidad no es sólo la nuestra sino la de nuestra Madre y la de todos sus hijos, incluido el bípedo blanco. Lo que ahora importa es la solidaridad en el seno de toda la especie humana, no sólo la solidaridad inter-tribal. No podemos proteger las Viejas Costumbres acurrucándonos mezquinamente, aislados en nuestra indianidad. Las Viejas Costumbres no pueden ni siquiera ser circunscritas —las formas exteriores de nuestra religión son simples instrumentos. Las Viejas Costumbres son los medios de realizar una total ósmosis con la tierra, y no podemos abandonarla ahora.
Estamos oprimidos sobre todo en el plano espiritual. Replicar en armonía con nuestras condiciones físicas actuales consiste en ofrecer ciertas formas de resistencia física. Hemos de consolidar nuestros corazones, nuestros espíritus y nuestras almas y ello significa negarnos a ser sometidos a los medios de la opresión: la privación material, la tiranía burocrática, la degradación y el desposeimiento de nosotros mismos fuera de nuestra Madre la Tierra.
Pero reconstruir las naciones indias exige mucho más que la resistencia a estos medios. Sólo los que seguirán fieles a las Viejas Costumbres —que comprenden que éstas son la evolución, que las “nuevas maneras” proceden también del Gran Espíritu y que por consiguiente están incluidas en las Viejas Costumbres— sólo los que evitan acentuar o temer automáticamente las “nuevas maneras”; sólo ellos sobrevivirán como naciones. Cada uno de nosotros ha de conocer su nación, su lenguaje, sus mitos, su historia, sus ceremonias y sus costumbres para la vida de la nación.
Las viejas religiones y las costumbres tribales constituyen el marco de referencia que nos permite absorber las nuevas. Desde nuestro fuero interno creamos los profetas y los jefes espirituales que guiarán a cada nación para que siga su propio camino a través de estas circunstancias nuevas. Pueblo mío, no hay mundo “moderno”. Ni hay siquiera mundo blanco; hay el mundo del Gran Espíritu y el mundo de la Madre Tierra. Por las antiguas costumbres sagradas hemos sabido esto, y sólo a través de ellas podremos sobrevivir en cuanto pueblos y en cuanto naciones.
Pueblo mío, en la ciudad oigo estas voces. Me llegan no sólo por la lluvia o los pequeños crujidos de la capa de cemento. Se expresan también en las grietas de los pilares de cemento que tienen la forma de los árboles en invierno, y por los arco-iris en los charcos de aceite de la calle. He hablado.
Jefe Gayle High Pine
Publicado en Cielo y Tierra. Primavera 82, núm.1