Un paseo por la evolución (segunda parte)

Los lunes por la mañana son maravillosos. Sobre todo durante las vacaciones. No sé por qué será pero hay algo nuevo y fresco a punto de desplegarse, como si la caja de sorpresas que es cada semana empezara a revelar sus secretos poquito a poco. Bien pensado, no deja de ser un cuento como cualquier otro, pues los días son días y el hecho de agruparlos en conjuntos de siete no deja de ser otra de las maravillosas cotidianidades que los humanos nos hemos impuesto en esta época que transitamos. Imagino el lunes como un paquete de café recién abierto, ese instante en el que cortas la puntita del sobre con las tijeras, se rompe el vacío y el aroma es tan intenso que cierras los ojos y te imaginas a Juan Valdés con su burrito trajinando esos sacos enormes a través de la espesura colombiana.

Es buen momento para dejar volar la imaginación y hablar de la vida. Algunos libros de la Nueva Era nos hablan de ella como de algo que nos sostiene, nos penetra, nos alimenta y nos cuida. A veces, caemos en la tentación (o en el acierto, vaya usted a saber) de darle atributos humanos a ese ente misterioso, pues decimos que la vida nos da lo que necesitamos, nos pone delante aquello que debemos trabajar como personas, nos da lecciones, nos indica el camino. La llamamos nuestra madre, nuestro guía y le atribuimos un poder más allá de lo que podemos concebir.

Cada uno de nosotros tiene una representación mental más o menos cambiante de lo que es esa vida, seguramente influenciada por cómo la susodicha nos vaya tratando, así que prefiero no meterme en esos jardines so pena de ser acribillado por los mosquitos. Como alternativa, me gustaría dejarme llevar por el buen humor y que soñemos juntos sobre qué significa estar vivo, simplemente para cuestionar los límites que nosotros mismos imponemos a este concepto tan particular y para darnos el placer inofensivo de flotar por otros mundos, otras ideas, otras maneras de ver. Y para acabar este preámbulo, me gustaría citar al gran maestro Bruce Lee, que dijo “pensar que la vida te tratará bien porque eres buena persona es como pensar que un tigre no te comerá porque eres vegetariano”. Ahí queda eso.

¿Qué entendemos por ser vivo? Sin duda hay mil definiciones, algunas fuera de nuestra comprensión por lo técnico de los términos y otras demasiado simples para satisfacer nuestra curiosidad, así que podemos buscar juntos una respuesta adecuada. Hay varios atributos que relacionamos con aquello que está vivo; el primero es el movimiento; los seres vivos, en mayor o menor medida, se mueven: trota el mamut tras el hombre prehistórico que corre tras la gacela que salta para buscar el arbusto en el que guarecerse. Se mueven los fluidos en el interior de los árboles y las bacterias en los fondos abisales. La vida, en definitiva, está ligada al movimiento. Sin embargo, no todo lo que se mueve está vivo (¿o sí?): se mueven los glaciares y el agua en su ciclo a través de las nubes, se agita el viento y la lava en el interior de la Tierra. Incluso se mueven los planetas, las estrellas y las galaxias (y con ellas todo lo que contienen) alrededor de agujeros negros y espacios infinitos. Así pues, parece que el movimiento es algo común a toda la materia y de ningún modo es exclusivo de la vida.

El segundo es la capacidad de reproducirse. Los seres vivos, mediante diferentes métodos, buscan con afán transmitir su legado hacia esa dimensión tan curiosa que los humanos llamamos futuro y que el resto de animales no sabría decir si tienen la suerte y la desgracia de conocer. Cabe destacar que el hecho de buscar la reproducción no implica ningún tipo de conciencia en el proceso; la bacteria se duplica sin deseo de hacerlo, el champiñón deja volar sus esporas sin deseo de hacerlo, el ratón corteja a la ratona sin deseo de… bueno, en cierto punto deja de estar tan claro que haya deseo o no, ¿verdad? Si el movimiento parecía algo ubicuo en la naturaleza, la capacidad de reproducción tiene más opciones de ser propiedad exclusiva de la vida. ¿O quizá tampoco sea el caso?

Imaginemos una mota de arcilla en el fondo de un río. La arcilla es un material cristalino, es decir, tiene una estructura atómica perfectamente regular, de manera que todos sus átomos ocupan posiciones concretas en el espacio, como en un mecano. Si pudiéramos observarla aumentada millones de veces, veríamos que esa pequeña mota de arcilla está formada por hileras e hileras de átomos apilados unos sobre otros, algo así como las montañas de hueveras perfectamente colocadas que vemos en el supermercado. Supongamos que, por avatares del clima, el río se seca y su fondo queda expuesto al sol y a los elementos. Supongamos que nuestra mota de arcilla, que yace en el lecho polvoriento, es arrastrada por el viento y que se parte en dos. Por cosas del azar, las dos mitades van a parar al lecho de otro río, o mejor aún, a dos ríos diferentes. Dentro de la corriente, cada una de las partes seguirá creciendo a medida que los átomos adecuados se acerquen a ellas empujados por el flujo de las aguas. El primer capítulo de esta epopeya arcillesca concluye pasados muchos años, tras los cuales tendremos dos motas de arcilla absolutamente iguales donde antes solamente teníamos una, esto es, el cristal se habrá reproducido. Lo gracioso del caso es que los cristales de arcilla tienen defectos en su estructura, y es posible que alguno de los mismos aparezca en las motas de arcilla «hijas» (o nietas, pues este proceso se puede repetir infinidad de veces). Estos defectos consisten en fallos a la hora de apilar los átomos: a veces donde tenía que haber un átomo queda un espacio vacío, algo así como meter una docena de huevos distraídamente en el carro de la compra y comprobar ya en casa que en el paquete solamente hay once. Este defecto atómico acaba cambiando ligeramente la estructura de toda la mota de arcilla de manera que, si ésta se divide y crea dos motas «hijas», éstas conservarán el defecto de la progenitora. Exactamente lo mismo que ocurre cuando se produce una mutación en un animal, planta o bacteria. Si Dios nos hizo de barro, igual fue por alguna razón.

Otro bonito ejemplo de reproducción y mutación fuera del ámbito de lo que consideramos estrictamente biológico es la replicación mecánica. Una de las propuestas más factibles para desarrollar la exploración y colonización del Universo por parte de la raza humana es buscar planetas que sean compatibles con nuestras necesidades o, si no lo son, que al menos cumplan ciertos requisitos para poder ser transformados en hábitats adecuados tras un proceso de terraformación. La exploración espacial debe superar el escollo de las enormes distancias y tiempos de viaje entre planetas. Una solución consiste en enviar vuelos en los que la tripulación sea un pequeño número de máquinas. Estas máquinas, una vez llegadas a destino, serán capaces de extraer recursos del planeta para construir máquinas iguales a ellas mismas (replicadores) y factorías para crear máquinas mineras, constructoras, productoras de oxígeno, etc., con el objetivo de preparar el planeta para la llegada de los humanos. Imaginemos por un momento estos replicadores diversos que llegan a un mundo inhóspito y empiezan su labor. Durante el viaje, que ha durado centenares de años, la raza humana ha desaparecido de la Tierra por un despiste nuclear y, oh sorpresa, las cucarachas se han convertido en la feliz especie dominante. Supongamos que pasan mil años. Cien mil años. Un millón de años. En la Tierra, las cucarachas han desarrollado la capacidad de abastecerse de los recursos profundos del núcleo del planeta y no están interesadas, al menos de momento, en la exploración espacial. Además, el hecho de no tener ningún depredador importante las ha llevado por un camino evolutivo en el que aquello que conocemos como inteligencia no se ha dado en la floreciente población de cucarachas. Un cerebro desarrollado supone un gasto energético enorme y solamente es útil cuando es necesario eludir a los depredadores o bien aprender a manipular a tus camaradas, dos necesidades que estos insectos no han tenido en su viaje hacia el interior del planeta. A lo largo de todo este tiempo, los replicadores han seguido su tarea, transformando un mundo para unos amos que nunca van a llegar. ¿Tendrán algo en común estas máquinas del futuro con los replicadores primigenios? Habrán evolucionado de algún modo? ¿Los errores y cambios azarosos acumulados a lo largo de generaciones y generaciones de copias ininterrumpidas habrán generado algo nuevo? Para responder a la pregunta, solamente hay que echar un vistazo a la cantidad de errores que se acumulan en los sistema operativos de nuestros ordenadores a lo largo de unos pocos años, a la aparición de ficheros corruptos debido a la acumulación de «mutaciones» de información. Si algún día los replicadores adquieren un cierto grado de conciencia, ¿recordarán que fueron creados para un fin concreto? Me fascina imaginar que, millones de años después, la civilización de replicadores acabe desarrollando el viaje estelar y que, por puro azar, acabe llegando a un planeta que un día contuvo agua, oxígeno y que ahora se ha convertido en una roca inerte cerca de una estrella en proceso de descomposición. El replicador baja de su nave y escanea el planeta en busca de vida. Tras varios análisis, concluye que lo más parecido a la vida que se desarrolló nunca en ese planeta fue una versión muy primitiva de la misma, basada en el carbono. Nada que ver con la vida tal y como él la concibe, basada en las aleaciones metálicas ligeras y el silicio. Sin más, sube de nuevo a la nave para proseguir su camino en busca de algo más interesante.

Imagina la cantidad de tiempo que ha necesitado la vida para desarrollarse y cambiar hasta el punto actual en nuestro planeta: miles de millones de años. ¿Qué pasaría con nuestras máquinas replicadores si tuvieran tal cantidad de tiempo? ¿Serían seres vivos? Y lo que es más intrigante, ¿nos considerarían a nosotros como tales?

En nuestro vuelo imaginativo, vale la pena abrir el horizonte un poco más. De entrada, consideramos que aquello que está vivo tiene un cuerpo material que implica que puede “morir”. Si ahondamos un poco en aquello que entendemos por muerte, también descubrimos que es más ambiguo de lo que parece y que, como cualquier otro concepto, no es más que una aproximación a la realidad, que no es más que otro concepto. Cuando dejamos de respirar y de comer, decimos que morimos. De hecho, en lo que llamamos muerte los seres vivos dejamos de consumir recursos. Puesto en otros términos, el ser vivo sigue vivo mientras mantiene un desequilibrio entre él mismo y lo que hay alrededor, esto es, mientras sigue creando orden en su interior a expensas de crear desorden en el exterior. Esto, que suena bastante extraño, queda más claro si introducimos el término de entropía.

La materia y la energía pueden estar más o menos ordenadas, más o menos estructuradas. Decimos que la entropía baja cuando creamos orden y que aumenta cuando creamos desorden. Pues bien, los seres vivos siguen estándolo mientras perseveran en el acuciante proceso de crear orden en su interior a expensas de crear desorden en el exterior. Pongamos un ejemplo; una manzana es un objeto con una entropía bastante baja, pues tiene una cantidad de organización notable: está formada por células vegetales que contienen una gran variedad de proteinas, vitaminas, minerales, específicamente distribuidas y estructuradas. Cuando comemos la manzana, nuestro cuerpo asimila esas sustancias y las convierte en tejidos propios, de manera que nuestro cuerpo reduce su entropía y aumenta su grado de organización. Sin embargo, no todo el monte es orégano porque ese aumento de orden tiene su contrapartida: la pérdida de orden en la manzana una vez nuestro cuerpo la ha digerido y expulsado. Los seres vivos creamos orden interior a expensas de consumir el orden de nuestro medio. Somos, puestos a dar un titular con un cierto dramatismo, “Devoradores de Orden”. La mala noticia de este ciclo es que no puede mantenerse indefinidamente. Esta conclusión está recogida en lo que se llama la segunda y tercera ley de la termodinámica: en cualquier proceso, la entropía final será mayor que la entropía inicial. Esto significa que, si nos comemos la manzana, creamos orden en nuestro interior pero que este incremento de orden es menor que el desorden que hemos creado transformando la manzana en excrementos. A medida que un cuerpo va ganando entropía se degrada hasta perder su estructura. Lo mismo le pasa a la energía: a medida que se va transformando va perdiendo estructura hasta convertirse puramente en calor, su forma más degradada.

La conclusión es que la vida sale cara y agota, irremisiblemente, los recursos del universo. O al menos la vida tal y como la concebimos.

Vivir, desde un punto de vista termodinámico, es una causa perdida. Somos hijos del desequilibrio, entes que batallan por mantener el calor dentro y el frío fuera, objetos puntuales de maravillosa complejidad destinados a devolver parte de ese orden al medio que nos rodea. En este sentido, es gracioso pensar que la muerte es una necesidad básica de la vida, una realidad ineludible dentro del universo que habitamos pues, incluso llegado el momento en el que pudiéramos acariciar la inmortalidad, la finitud de recursos nos acabaría matando cuando hubiéramos consumido todo el orden del cosmos. Este argumento, que puede parecer desproporcionado, no lo es tanto si se aplica de manera poética a las estrellas; ellas nacen de la acumulación de átomos de hidrógeno en un punto del espacio, átomos que ganan más y más estructura a medida que la cantidad de materia aumenta. La gravedad que se crea debido a la masa creciente hace que la presión aumente, lo mismo que la temperatura. En cierto momento, esta es tan elevada que los átomos de hidrógeno se fusionan y forman helio, liberando una gran cantidad de energía en forma de calor. La estrella, como buen ser vivo, empieza a consumir el orden presente en los átomos que la alimentan para subsistir a la vez que desecha calor, la forma de energía más degradada. La estrella vive, lucha contra el frío estelar manteniendo una diferencia de temperatura de millones de grados entre el interior y el exterior. Evoluciona, creando átomos más pesados, consumiendo más recursos, creando más estructura. Carbono, azufre, silicio, el horno estelar desencadena su magia para seguir subsistiendo mientras consume más y más recursos. Su final puede ser variado y a veces se convierte en una roca yerma y estéril pero en ciertos casos estalla enviando semillas de sí misma a todos los confines del universo, semillas que pueden volver a germinar dando a luz a una nueva generación de estrellas que sigan creando orden a expensas de crear desorden. Y así hasta que la última estrella se apague y el universo pueda, por fin, descansar en paz.

Sí, realmente los lunes son maravillosos. Nos alientan a dejar flotar las ideas hasta territorios desconocidos, nos animan a explorar los territorios que nunca hemos pisado previamente. De camino al trabajo, al supermercado o a la escuela siempre podemos echar mano de esa maravillosa máquina de creación que somos para agradecer al mundo que nos preste su orden para seguir viviendo y soñando.
Gerard Oncins

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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