La tarde de otoño se escurre entre las luces de los coches afuera en la calle, disfrazada de paseante que encoge los hombros y aprieta el paso bajo el pesado manto de humo y gasolina de la ciudad. Algunas gotas de lluvia sobre los toldos de las tiendas, algunas ráfagas de viento sobre las mentes apresuradas de los transeúntes. Se hace tarde y el maestro de yoga se apresura a preparar su mochila para ir a clase. Recoge la esterilla sobre la que ha vivido tanto, sobre la que ha soñado tanto; esa alfombra mágica a lomos de la que ha recorrido los senderos sin nombre y con la que ha explorado la inercia de la carne y el suspiro del infinito vuelo de las golondrinas. Con acostumbrada y silenciosa liturgia repasa sus notas y reproduce en el cinematógrafo de su jardín secreto la secuencia de movimientos que propondrá hoy a sus alumnos. Sentado en la única butaca del cine, la danza del cuerpo se presenta nítida a los ojos de su mente, que se toman un respiro para abandonar la contundencia de la realidad cotidiana y beber en las aguas de ese lago interior en el que el cangrejo espera pacientemente el fin de los tiempos. Al abrigo del mundo, paladea la cadencia, el ritmo y la armonía de los trazos que cobran vida sobre el papel, cisnes que despliegan las alas, guerreros que afrontan con arrojo la gallardía de la cobra, árboles impasibles que se enraízan en el sueño de niños durmientes mecidos a la luz de la vela. Duda en ciertos enlaces, matices que decide resolverá cuando el baile entre almas y cuerpos se despliegue, cuando la música suene y la rigidez de la conducta y de los miembros se disuelva al son del espíritu.
Como buen marinero, el maestro ha aprendido a sentir en el hocico el rolar de los vientos, la tempestad después de la calma, a experimentar en sus carnes el mensaje arcano del vuelo de los pájaros y la imperturbable calma de las estrellas. El casco de su barco muestra las marcas inclementes de mil batallas, de cañonazos a quemarropa cargados con pólvora de miradas torcidas, de las mareas infestadas de chispas que barren los siete mares contenidos entre las paredes del estudio donde administra su ritual a medio camino entre el cielo y la tierra. Cierra su mochila y sale a la calle.
Recorre el camino una y mil veces transitado, entre la gente que sale de las oficinas y se apresura en todas direcciones. A veces, el maestro siente el impulso irrefrenable de enlazar el ritmo de sus pies al frenesí circundante y de trotar por las calles ajeno a todo, dejándose llevar por el río tumultuoso de los cuerpos sin cara. A veces, echa de menos la vivacidad del movimiento alocado, del ruido y de la expectativa que ofrecen los neones, los maquillajes y los trajes caros. A veces, siente el impulso de dejar de buscar el cofre del tesoro en el desierto y de beber las aguas del Olvido para unirse al espejismo seguro del banco de peces que pasta su vida alegre en los campos de hormigón. A veces espía el comportamiento impredecible de los seres anónimos por el ojo de la cerradura de la puerta de su castillo y ve afuera la balanza incorpórea, siempre ella. En un platillo, la envidia; en el otro, la gran pregunta:¿quiénes son?
Un frenazo. Un pitido. Un carácter que se inflama. De pronto, el maestro sube a la superficie a coger aire y se da cuenta de que ha cruzado en rojo. Piensas demasiado, se dice a sí mismo mientras apresura el paso y alcanza la otra orilla. Siempre igual, y esboza la sonrisa benevolente del padre que reprende a su hijo tras una travesura graciosa. Mira el reloj, toma aliento y hunde la cabeza de nuevo para bucear rumbo a su destino.
Gerard Oncins