Palabras. Las herramientas con las que construimos nuestro saber. Con las que nos relacionamos con nuestros semejantes. Con las que clasificamos, pensamos y, a veces, soñamos. Las palabras nos han dado alas para poder subirnos a las espaldas de los gigantes del pasado y construir nuestro mundo aprovechando la experiencia pretérita, la sabiduría condensada en sonidos o en letras. Nadie duda del poder de la palabra, de su aura casi mística para poder dar razón de todo.
Palabras. Esos símbolos que nos dan la seguridad que necesitamos para convertir nuestro entorno en algo comprensible que se adecue a nuestras estructuras mentales. Palabras. El eslabón perdido entre el interior y el exterior, entre arriba y abajo, entre ser y no ser. Nuestra mente extiende sus tentáculos de trazos y ondas más allá de las fronteras de nuestro cuerpo para buscar la explicación última y nadar en el mar de la materia y la energía que la envuelve.
Desde niños aprendemos la palabra como si aprendiéramos a respirar, hinchando nuestras mentes con bocanadas de conceptos y espirando ideas. Juicios. Proyectos. Nada entra ni nada sale si no es a través de ellas, de ahí el refinamiento y sutileza del lenguaje; buscamos expresar con precisión, con detalle, traducir el mundo en definitiva en lineas de símbolos, en renglones de aparente seguridad. Sin embargo, como tantas otras veces, no nos damos cuenta de la Torre de Babel que construimos entre todos; el deseo de llegar a lo más alto nos impide ver que hemos convertido en divinidad aquello que simplemente es un reflejo de ella.
Sorolla vivió en la fascinación de atrapar el mar y la brisa en sus lienzos, el aroma de la tarde y el gusto salobre de las olas en cada brochazo de actividad febril y locura consentida. ¿Lo consiguió? Solamente él lo supo. Me gusta fantasear con la idea de que, después de dejarse la piel frente al caballete durante toda su vida, en su último aliento rió a carcajadas pensando que su intento había sido tan vano como alargar el brazo y descolgar la Luna del firmamento. Y que en eso consistía precisamente su vida de espuma y gaviota, de tiempo suspendido en la linea del horizonte: simplemente, en caminar hacia donde no llegan las palabras.
Ni los pinceles.
Ni los sonidos.
Ni tan siquiera el contacto de la piel amada.
Hay algo en el artista que huye de lo literal. Porque las palabras también pueden ser el camino hacia lo que no puede ser expresado a través de ellas, como la mano del padre que sostiene la bicicleta permite que un día podamos recorrer el mundo solos. Detrás de cualquier cuadro, novela o canción espera lo desconocido para el que mira, lee o escucha más allá de lo permitido. ¿Qué importa saber lo que pretendía decir el creador? ¿Qué importa querer transcribir en palabras la experiencia de vivir?
Seguramente tan poco como pretender que, fuera de nosotros, hay un camino esperando ser descubierto.
Gerard Oncins