Quería hacer una cartita para despedir este año que arrastra un nuevo siglo que da su bienvenida a su vez a un gran milenio, entonces me alcé a las estrellas para decir cosas muy grandes o muy majestuosas y me di cuenta que ya me había perdido otra vez nada más empezar. Queriendo abarcar la inmensidad del universo me olvidé que yo era un ser minúsculo plantado sobre dos temblorosos pies y tuve que aceptar la pequeña huella de mi pie descalzo.
Me olvidé que cuando veo rara vez miro y que cuando oigo difícilmente escucho, tal vez porque mirar y escuchar requieren de una atención consciente y mi corazón infantil todavía se entretiene en el tiovivo de los colores y los sonidos. La vida pasa y ese pasar a veces hipnotiza, atonta o nos duerme.
Me di cuenta que la mitad de mis sueños recrean el vientre cálido y fusional de la madre (sí, volver al líquido tibio, a los ecos lejanos, a la ingravidez invertida), la otra mitad fantasea parajes inéditos, dimensiones desconocidas (proyectarse al infinito, conocer lo que conoce Dios). Podría decir que aquella fuerza grávida me tira hacia abajo mientras esta otra liviana reacciona hacia arriba. Es como si mi ser deambulara entre hacerse infinitamente pequeño en el vientre de la madre o infinitamente grande en la soledad de Dios.
Pero normalmente me quedo a medio camino. Aún así me doy cuenta que soy simultáneamente dos, siempre uno más uno, a veces uno detrás del otro, arriba o abajo, dentro o fuera pero siempre dos. Y de esta dualidad me doy cuenta porque lo que pienso y lo que digo no son lo mismo como si dos personas dentro de mí tuvieran poderosas razones para pensar o decir lo que dicen. También hay diferencia entre lo que digo y lo que hago, entre lo que hago y el por qué lo hago. Se abre entonces una brecha entre mis convicciones fuertemente arraigadas y mi manera de ser, entre lo que yo creo ser y lo que realmente soy; es como si estuvieran peleados el corazón y la cabeza.
Por ejemplo, cuando mi corazón se calienta con bellos sentimientos, mi cabeza se enfría con poderosas razones, y al revés, cuando mi cabeza se calienta en oposiciones irreconciliables, mi corazón se desacompasa, pierde ritmo y se resfría. Casi nunca van al unísono.
Ahora bien, no es nada fácil la tarea del corazón a medio camino entre las altas filosofías y los bajos instintos. Cuando el deseo empuja el corazón lo desmiente creyendo que no estará a la altura de las circunstancias. Cuando el corazón se inflama, el deseo por el contrario se deshincha, decae o se desorienta sin decir por qué. Cuando el corazón ha recreado una situación en armonía va el deseo buscando riesgo, caos y aventura.
Llega un momento, lo entenderéis que me siento dos, o tres, o cuatro, y no sé a quién hacerle caso. Pienso pero también tengo sentimientos, intuyo pero también percibo. Amo, actúo pero también reflexiono, ¿puedo hacerlo todo a la vez?.
A veces creo que soy un centauro pues troto como un caballo, oteo el horizonte cual humano y disparo mis flechas queriendo alcanzar lo más divino. El animal que hay dentro de mí ruge y reclama, el dios que me habita me envía señales de humo a través del alma, de los sueños y de los disparates con los que tropiezo en la vida, ¿y yo?. A veces aullo, otras canto y también rezo.
Diría que estoy hecho de tierra y agua, de aire y fuego, que soy un trozo de montaña, una flor que germina, un animal que se despereza, una persona que conoce signos y símbolos con los cuales se comunica. Con esos mismos signos me pregunto ¿quién soy yo?. Me digo que soy también un niño, un viejo, un loco, un salvaje, un extranjero. Soy hombre y mujer, soy amante y amigo. He cruzado mares, he atravesado desiertos, he subido cumbres, he dormido bajo las estrellas, como todos vosotros. Podría ser un nómada, un indígena, un campesino. Podría navegar por la red informática, podría retirarme en el silencio del bosque.
No atino a encontrar señales de identidad que me reconforten, ser de un país, ser patriota, ser de tal o cual partido. Y es que, como decía, no soy uno sino muchos. Sin ser uno, me parece que el egoísmo no es más que un temor infantil. El etnocentrismo una falta de miras. La xenofobia o el racismo pesadillas colectivas de la razón. Me gusta pensar que las fronteras que ponemos los humanos no se divisan desde las alturas donde el planeta silencioso intercambia luces y sombras, mareas que van y vienen, bandadas de pájaros que atraviesan todas las nacionalidades sin pasar aduanas.
Cuando mi yo se empeña en una bandera, en un partido, en una familia y en una tierra, mi ser se siente exiliado. Pero sí, estas navidades, como todos vosotros, estaré con mi familia, en mi casa, en mi tierra, y comeré las recetas de la abuela, pero también me gustaría estar con vosotros, y cantar con todos aquellos que canten, y estar con todos aquellos que no puedan comer las recetas de ninguna abuela que son la mayoría en este mundo.
También sé que esto lo dice uno de mis yoes y otro dice que son meras palabras bonitas, y otro más que la realidad es como es, y aún otro habla de no caer en ilusiones. Quería daros un mensaje unitario y me ha salido una multiplicidad de intenciones. Quizá sea posible vivir en paz con la pluralidad que nos rodea por dentro y por fuera.
Julián Peragón