Antes de iniciar un largo viaje, vale la pena pararse para revisar el mapa y comprobar que la brújula efectivamente marca el norte del territorio. Un pequeño error de grado al inicio puede ser catastrófico a medio o largo plazo. En este sentido, adoptar una práctica de Yoga sin saber qué es lo que podemos desplegar, y qué no, puede llevarnos a una cierta incoherencia o a un elevado desorden de vida. No en vano, la tradición más profunda del Yoga, antes de proponer ninguna técnica, habla del sentido del Yoga, de los objetivos deseables, de las bases de una práctica sólida y de los obstáculos que nos podemos encontrar en el camino. Nos alecciona acerca de lo que es el Yoga y de lo que podemos esperar por si decidimos no emprender ningún camino. La elección de un camino debería implicar metafóricamente cerebro, corazón y entrañas. Dicho con otras palabras, en el caso que nos sintamos impelidos a recorrer este camino necesitamos una brújula en el Yoga para estar bien orientados y no perdernos aunque los caminos serpenteen por territorios, en principio, desconcertantes. La aguja magnetizada nos asegurará llegar a buen puerto. Veamos pues adonde puede apuntar la aguja de la brújula del Yoga y cuál es su más profundo sentido.
Visión
Definir el Yoga es un poco arriesgado porque lleva a sus espaldas varios milenios de vida, muchas culturas que han sido alumbradas por él y otras tantas filosofías que han crecido en el mismo suelo haciendo una simbiosis inseparable, muchas de las cuales divergen en sus visiones. No obstante, sí podemos destilar los puntos que tienen en común, apartar aquéllo que parece anecdótico o que responde a formas culturales muy particulares y extraer una sabiduría contrastada por gran número de sabios. Definir un Yoga no sólo en base a la tradición de la cual vale la pena no perderla de vista, definirla también desde nuestra perspectiva actual, desde el punto común donde nos encontramos ahora. Es lo que hace el caminante, interpreta la brújula desde el preciso recodo del camino donde se encuentra, y no meramente desde un lugar ya recorrido.
El Yoga es uno de los seis darshanas o sistemas filosóficos ortodoxos hindúes, muy relacionado con el Samkhya. Juntos conjugan metafísica y práctica, indagación sobre la realidad y mística en la contemplación. La función de estos sistemas es la de apoyarnos para ver con más nitidez la realidad. Nos proveen de una perspectiva nueva y diferente acerca de lo que nos rodea y de lo que vivimos en cada situación.
Todo este entramado filosófico nos sirve como una especie de espejo que nos da muchos más detalles de la realidad cuando nos miramos detenidamente en él. Así, podemos decir que el Yoga es un espejo donde mirarnos en profundidad. Cuando practicamos un âsana (postura), cuando hacemos un pr?n?y?ma (respiración) o cuando hacemos dhyana (meditación), nos damos cuenta de la tensión del músculo, de la ansiedad emocional o de la dispersión mental. El Yoga es como una lupa que amplifica a través de sus conocimientos el momento presente pero también son unos prismáticos para ver con mayor amplitud nuestro horizonte vital.
Es necesario ir más allá de la información que nos dan nuestros sentidos y más allá del corsé de nuestra moral. El Yoga rompe con esa visión estrecha y nos acerca, aunque todavía tengamos los ojos vendados, a percibir el olor de lo sagrado. Y con ello nos preguntamos ¿qué hay dentro de esa visión?
Unión
Una manera de entender otro significado de la palabra Yoga es a través de una metáfora tradicional muy fecunda, la imagen del carromato. La función de un carromato es la de transportarnos o llevar nuestros enseres, pero para que cumpla dicha función las ruedas tienen que estar insertas en los ejes del carromato, y éste a los caballos o bueyes a través de un enganche; los bueyes atados entre sí y ambos sujetos a unas riendas que maneja el cochero. Basta que una de las piezas esté ausente o mal colocada para que el carromato quede inmóvil indefinidamente. Para que nuestro medio de transporte esté a punto, las ruedas tienen que estar bien engrasadas, los ejes alineados, los bueyes alimentados, el equipaje bien sujeto, entre otras funciones.
La imagen que utilizamos es adecuada en tanto que podemos simbolizar, tal como hace la tradición, los elementos del carromato como la globalidad de la que formamos parte. El carromato podría ser nuestro cuerpo mientras que los bueyes la parte instintiva que a menudo hay que ponerle unas anteojeras porque fácilmente es tentada por los sentidos. Las riendas son nuestra mente que tiene capacidad de dirigir esa fuerza instintiva y el cochero el yo, el pequeño yo que organiza y dirige el camino a emprender. No nos olvidemos que en el interior del carruaje vamos nosotros mismos, nuestro Ser profundo, sin el cual no tendría sentido, ni carromato ni viaje alguno.
Es evidente que si el carromato tiene el freno echado, los bueyes desenganchados, el cochero no encuentra las riendas y nosotros estamos confusos, la posibilidad de hacer un viaje queda descartada. El Yoga nos ayuda a transformar el caos inicial en orden y a dialogar con los elementos opuestos para crear una nueva armonía.
Una de las raíces de la palabra Yoga viene de yug que significa, entre otros, atar, uncir, unión, medio, magia y un largo etcétera, y también está emparentada con la palabra yugo, precisamente el yugo que hay que poner a los bueyes para que sigan unidos por el camino. Yoga, en este sentido, es claramente unión.
Buscamos unión pero parece ser que en ese mismo camino de vida que recorremos nos encontramos, sin quererlo, mucha desunión. Les pasa a las parejas que aunque se quieran no se entienden, a los grupos religiosos que aunque persigan un mismo objetivo se ignoran, a muchas naciones vecinas que, aunque compartan gran parte de su historia, se odian. La desunión se da entre la humanidad y la naturaleza, a la cual necesitamos pero no dejamos sorprendentemente de explotarla y de aniquilarla; desunión también entre hombres y mujeres que, aunque seamos compañeros de vida, no cejamos en el control y a veces en el maltrato. Maltrato que también se da con los animales, con los niños o con las personas mayores, es decir, con los más débiles. Esta desunión se agrava cuando somos insensibles ante el sufrimiento ajeno, cuando desconfiamos del vecino, cuando marginamos a un otro simplemente por ser diferente a nosotros. Esa fragmentación que se da en el mundo nos afecta, nos envenena y nos aliena, y no se sabe bien si es el mundo el que nos disecciona a su imagen y semejanza o somos nosotros los que sembramos las semillas que después vemos crecer allá fuera.
En todo caso, la desunión más evidente la sufrimos en nuestras carnes. El cuerpo pierde sensibilidad y nuestra mente la capacidad de atención; decimos por la boca lo que después el cuerpo desmiente, somatizamos en un plano lo que no es integrado en otro. En definitiva, nuestras corazas corporales, nuestras emociones desbocadas y nuestros complejos insidiosos nos hablan de aquélla falta de armonía y de la necesidad de la unión que propone el Yoga.
La posibilidad de trabajar globalmente, en cuerpo, mente y alma utilizando herramientas posturales, respiratorias y energéticas, favoreciendo la concentración, la meditación y la relajación, posibilita un mejor encaje de todo lo que somos y profundiza en una mayor armonía. Qué duda cabe de la urgencia en buscar esta unión.
Trascendencia
A veces es útil utilizar el simbolismo para clarificar muchas situaciones de las que vivimos, el símbolo de la cruz puede ser muy fecundo para hablar de trascendencia. Si pudiéramos simbolizar mediante líneas simples nuestra trayectoria de vida, diríamos que las experiencias que vivimos transcurren a lo largo de una línea horizontal hilvanando circunstancia tras circunstancia desde el nacimiento hasta la muerte. Sobre este horizonte sería necesario elevarnos para alcanzar con la mirada toda su extensión. La línea vertical nos daría profundidad sobre el eje de la experiencia, nos enseñaría el dibujo ondulado o rectilíneo, sólido o endeble que los innumerables actos han dejado sobre el terreno vital, y con ello, extraeríamos consecuencias.
Si pusiéramos voz a esta cruz, la línea horizontal vendría a decir: “la mesa está servida. Hay que vivir, y hay que vivir con intensidad. Tenemos un cuerpo y una mente aptos para experimentar y retirarse de la vida o vivir a medio gas es una especie de locura”. Sin embargo, la línea vertical añadiría: “no basta con experimentar. Es vano estar atado a la rueda de la vida que gira sin parar buscando las experiencias placenteras o huyendo de las dolorosas. No basta con dejar una huella indeleble a través de la experiencia, hay que saber adónde apunta lo vivido. Hay que exprimir la experiencia y sacar el jugo de la sabiduría para que el vivir sea un arte, una oportunidad de crecimiento y un espacio de asombro”.
Alzarse sobre la contundencia de lo vivido como el águila que divisa la globalidad del horizonte, no parece de entrada fácil. Requiere de un esfuerzo, requiere reflexión, discriminación y ecuanimidad, requiere de una cierta distancia y de un desapego de los frutos de la acción para no sucumbir bajo el peso de lo experimentado.
Volviendo a la imagen del carro, de poco serviría todo el esfuerzo de poner a punto el carruaje sólo para dar vueltas alrededor de nuestro jardín. Con el carromato pretendemos hacer un largo viaje. Este largo viaje se llama en Yoga samâdhi, es el octavo miembro que enumera Patañjali (del cual hablaremos en profundidad más adelante) e implica un cultivo de la atención extraordinario para ver nítidamente la realidad. Tal vez podríamos sintetizar lo que significa el Yoga como un aterrizaje en la realidad y no, como muchos piensan, un despegar de la realidad hacia mundos “insondables”.
Es evidente que el Yoga no reescribe su filosofía sobre el posible desierto de lo humano sino sobre un anhelo, que a menudo pasa desapercibido, de trascendencia. Trascendencia entendida como la capacidad de vivir e integrar dimensiones de vida que nos abren a nuevas capacidades más sutiles y más globales, menos lastradas por la supervivencia o la subjetividad.
Resumiendo, el Yoga es unión de lo todo lo que nos habita para impulsarnos como un trampolín hacia las profundidades del Ser.
Transformación
Señalar en el mapa la cumbre a la que queremos llegar es relativamente fácil, más difícil será escalar la montaña con nuestros pies y nuestras manos. El yogui (y la yoguini) es ante todo un caminante, no carga con los libros eruditos, prefiere conocer la realidad de primera mano, saber lo que es caer y levantarse, perderse y reencontrase, pasar frío y desesperanza por los caminos.
Cierto que el Yoga es un estado especial de unión y de trascendencia tal como apuntábamos unos párrafos atrás, pero no nos olvidemos, Yoga también es el camino que nos lleva a ese estado, con sus etapas, con sus avances y sus dificultades.
En la metáfora del camino el paisaje cambia porque nosotros nos movemos en una dirección determinada. Si siempre pasáramos por el mismo sitio nos daríamos cuenta que estamos en un bucle, o sea, que hemos perdido la dirección del camino. Es lo que pasa en la práctica del Yoga, si no avanzas es que te has topado con un obstáculo muy serio puesto que el Yoga es transformación e implica un avance en nuestro conocimiento de la realidad y en nuestro desarrollo personal. Avance que aparentemente puede ser muy lento porque estamos enraizándonos en capas muy profundas de nuestra psique poco visibles a la luz de los comportamientos sociales.
Lo inaudito del mensaje del Yoga es que nos dice: nada es imposible, siempre y cuando vayas etapa por etapa respetando los límites. No importa lo que tardes, lo importante es la marcha, el paso uno detrás del otro, ahora un estiramiento y después una respiración, más tarde un centramiento o la comprensión de la naturaleza de una cualidad de la mente. Lo importante es entender que partimos de un punto, nuestro momento actual, y que, en ese punto, hay una potencialidad que podemos desplegar. Somos, por así decir, la mariposa dentro del gusano, y el Yoga es el proceso de la crisálida por el que inevitablemente tenemos que pasar.
Un viaje de tal envergadura requiere voluntad, ecuanimidad, capacidad de dominar nuestros sentidos y extrema concentración. Ahora tenemos que preguntarnos si nuestro carromato, y nosotros con él, estamos preparados para ello.
Purificación
Sin embargo, un largo viaje es complejo y necesitamos llevar en las alforjas otros elementos complementarios, la intensidad es uno de ellos. El Yoga necesita intensidad para lograr sus objetivos, la misma intensidad y el mismo esfuerzo que necesita un montañista para alcanzar una cumbre alta. Podemos simbolizar esa intensidad como un gran fuego que va quemando las impurezas que encuentra a su paso. En la base del Yoga está la purificación de las tensiones del cuerpo y de las resistencias de la mente, purificación de todo lo que impide el paso de la energía y la amplitud de la conciencia. En este sentido nos encontramos con una dimensión terapéutica, casi imprescindible, para avanzar en el camino del Yoga.
El pintor pinta sobre el lienzo blanco y el cocinero cocina sobre ollas limpias, y es seguro que podemos hacer obras de arte sobre el margen de un periódico antiguo y medio roto pero, sin duda, la purificación de nuestras estructuras facilita el trabajo interior. Nos movemos torpemente a causa de nuestras tensiones musculares, resoplamos lo que el tifón de nuestras emociones no puede retener y bailamos al son de nuestros pensamientos inestables.
El segundo sutra del primer libro de los yogas?tras de Patañjali habla de esos pensamientos inestables, el tan nombrado yogah citta-vrtti-nirodhah define el Yoga como el aquietamiento de las oscilaciones mentales o como la restricción de los automatismos del pensamiento. De alguna manera el sutra nos sugiere controlar la dispersión de nuestra mente y sortear la conciencia ordinaria reactiva, plegada a la información sensorial, arrastrada por las identificaciones en el pasado, por la volubilidad de la memoria, por la insaciabilidad del deseo o por la interpretación literal de las circunstancias. Hemos de purificar el cuerpo a través de la intensidad de la práctica, pero también hemos de purificar la mente a través del cultivo de la atención.
En definitiva, somos prisioneros de nuestros condicionamientos, automatismos corporales y fijaciones mentales. Parte del trabajo que hacemos en Yoga consiste en esta purificación ya sea a través de posturas, respiraciones, ejercicios de concentración, higiene en profundidad y alimentación frugal y saludable. No queda otra que coger la escoba del Yoga y ponerse a barrer.
Intuición
Con el cuerpo y la mente purificados la mirada sobre la realidad se empieza a aclarar. Dicen que la realidad se esconde detrás de numerosos velos pero no es verdad, somos nosotros los que necesitamos revestirla para amortiguar su contundencia y para acomodarla a nuestras idealidades; la realidad está siempre aquí dentro y allá fuera sin pestañear un sólo segundo. Vivimos, no obstante, en la periferia de la realidad y para desentrañarla es preciso apartar las tendencias de nuestro temperamento, los entresijos de nuestro carácter o los dobleces de nuestra personalidad. Y no lo hacemos porque nosotros mismos estamos enmarañados en sus hilos y no nos es fácil escapar. Lo sabe cualquier niño que sin saber cómo, simplemente jugando, se le enredan las cuerdas o los ovillos y después, deshacer los nudos pasa por la impotencia y la rabieta.
Querer saber de la realidad no es ninguna veleidad pues saber lo que existe fuera o dentro es imprescindible para que nuestros actos sean certeros y no dejen rastros indeseables. A nivel práctico lo tenemos claro. Si quieres deleitarte con el paisaje debes limpiar pulcramente el cristal del ventanal. Pero claro, las adherencias internas de nuestra mente son más difícil de desincrustar que la grasa en el cristal. Aunque nada es imposible si hay clara conciencia de ello.
En primer lugar, para ver nítidamente la realidad, hay que discriminar, hacer lo mismo que hacemos cuando queremos producir harina para nuestro pan, separar el grano de la paja ya sea de forma manual o con instrumentos adecuados antes de llevarlo al molino.
Con el tiempo la mente, ya purificada, se convierte en un perfecto bisturí y puede discernir los actos aparentemente contingentes del hilo delgado que une las acciones vinculadas a los procesos internos. El bisturí mental desenmascara los soportes donde arraigan nuestros deseos mostrando el impulso profundo que los sostienen; o simplemente, la discriminación nos ayuda a reconocer que detrás del calidoscopio de las formas que vemos con nuestros ojos se esconden las esencias de las cosas. En todo caso, discriminar requiere de una concentración extrema, de mucha paciencia y de una extraordinaria tranquilidad. No en vano es lo que le decimos al niño cuando quiere deshacer aquel nudo que hemos dejado párrafos atrás: sigue el hilo, no te pongas nervioso y ves poco a poco para deshacerlos.
Cualquier elemento puede ser objeto de nuestra discriminación pero, especialmente, aquellos hitos nucleares que van desde la vida a la muerte. Desde el mismo proceso de hominización el ser humano ha quedado consternado ante la muerte de sus congéneres porque aquel cuerpo que había manifestado vitalidad ahora yace inmóvil y sin ninguna expresión. Y ese cuerpo otrora vivito y coleando, ahora empieza a corromperse hasta quedarse en los huesos. ¿Hay algo que trasciende la muerte, algo insustancial que no podemos asir, una esencia que no está contenida en el espacio o encerrada en el tiempo? Discriminar nos permite extraer las esencias para no engañarnos con las formas, siempre cambiantes, raramente simples y a menudo ilusorias.
La vía del conocimiento intuitivo despeja este camino de trampas. Nos dice, observa con detenimiento, mira detrás de la vida los patrones energéticos que se activan, observa como hay una lógica precisa en su interior, detecta el momento sensible donde se producen los cambios y amplía la visión hasta comprender el entramado de la realidad. Sólo entonces podrás fluir con los cambios sin resistencias y activar alguno de ellos para inducir una mayor armonía en la vida. Así de fácil y también, así de difícil.
Fundamentalmente el Yoga es una manera precisa y pautada de desnudar la realidad, primero purificando nuestro cuerpo y nuestra mente para darle después una estocada a lo ilusorio a través de la discriminación.
Con lo dicho, y siguiendo la metáfora, nos encontramos de viaje con nuestro carromato y con toda seguridad en el camino nos encontraremos con encrucijadas que hay que dilucidar y con obstáculos que hay que sortear. Sólo nuestro anhelo profundo de alcanzar la meta y una buena discriminación nos hará encontrar el camino adecuado. Con otras palabras, el Yoga nos ayuda a desarrollar nuestra intuición, a confiar en nuestra fe, a extremar nuestra atención para reencontrarnos con la realidad y comprenderla en sus más profundos secretos. ¿Pero esta profunda intuición es suficiente?
Sincronía
Ahora bien, esa visión iluminada de la realidad bien podría ser eso, una visión exquisita pero, al fin y al cabo, una visión sin más. ¿Cómo sabemos que es bien real? ¿Cómo sabemos que no es una visión descarnada, parcial o fantasiosa? ¿Cómo sabemos que la persona sabia que la describe con vehemencia, o nosotros mismos, no es un loco, un charlatán, un embaucador o un aficionado? Evidentemente lo sabemos cuando las visiones se plasman en la realidad, es entonces cuando vemos los errores de perspectiva y las miopías de sus argumentos. No basta con la visión grandilocuente de la realidad, hay que practicarla, hay que transitarla sobre el terreno y hay que ponernos a prueba a ver si estamos a la altura de sus verdades.
Así pues, el Yoga podría ser también un Yoga de la acción. Un Yoga bastante difícil puesto que nuestras acciones están teñidas del estado anímico con el que las realizamos. Qué duda cabe que nuestros actos pueden ser interesados o desinteresados, libres o condicionados, adecuados o inadecuados.
El Yoga de la acción nos coloca delante de una verdad incontestable: estamos atados a la gran rueda de las acciones que no para de girar. Queramos o no, las acciones son inevitables aunque nos quedemos quietos, maniatados y con los ojos vendados que, evidentemente, son también acciones.
En la superficie, las acciones parecen simples y compactas; chutamos el balón o apretamos el botón que tenemos delante, pero, en el fondo, las acciones se ramifican y ramifican en una red de consecuencias ad infinitum. Si la pelota que chutamos entra o no dentro de la portería puede, en determinados casos que todos conocemos bien, hacer que todo un país salte de alegría o se frustre porque es evidente que, los actos, de entrada, son neutros pero se comportan como esponjas que absorben un universo de significados.
Si es cierto que es ilusorio sustraerse de las acciones, al menos, sí podemos ponernos en una posición en la que poder amortiguar sus efectos, de entrada, los más indeseables. No en vano, la Bhagavad Gita, texto épico fundamental en el hinduismo, define el Yoga, entre otras definiciones, como la habilidad en la acción. ¿Por qué habilidad? precisamente por aquella complejidad que toda acción tiene más allá de su impacto inmediato. Y es que las acciones no siempre son lo que parecen. No seamos ilusos, cada acción deja un rastro infinito de consecuencias y sólo vemos algunas estelas de aquéllas, apenas la punta de un iceberg.
Muchas de nuestras acciones tienen efectos inmediatos pero parecen reverberar en el tiempo. Uno cosecha lo que siembra pero sería mas preciso decir que la naturaleza de nuestros actos refuerza la intención con la que los hemos hecho formando un bucle que se retroalimenta. En la física, la ley de causa y efecto está muy bien estudiada, pero el mundo interno también tiene su gravedad que actúa inexorablemente, las compensaciones de las emociones, las atracciones del amor, las equivalencias de las razones o las sincronías de las intuiciones.
La agresividad que empleamos sobre el objeto (o sujeto) que nos estorba o amenaza explota fuera pero también implosiona dentro en forma de frustración, negatividad o culpabilidad. No podemos lavarnos las manos de las acciones irresponsablemente, cada acto deja una impronta en forma de semilla que si la regamos a menudo no tarda en florecer. Es cierto que una gota que cae no produce una tormenta, pero una secuencia repetida de actos conforma un hábito y a la postre un carácter. Y, ya sabemos, somos la mayoría de las veces víctimas (y cómplices) de nuestras estructuras mentales y emocionales.
El Yoga nos propone lo siguiente: si somos hábiles en la acción, si nuestra acción está libre de precipitación, egoísmo y apego seremos libres, libres de aquellos posos que toda acción va dejando en su arremetida contra la realidad. Los imponentes egos que hemos construido se han destilado con pequeños y casi insignificantes actos en obra y pensamiento, tal como las enormes estalactitas se han formado pacientemente con el residuo que deja una gota tras otra.
Si nuestra acción estuviera sintonizada con el momento presente, en su justa medida, desharíamos el nudo que nos aprieta. Si las acciones no estuvieran hechas desde la confusión, necesidad de afirmación, búsqueda de placer o rechazo del dolor, o simplemente, si nuestras acciones no dejaran un rastro de miedo a lo desconocido o al vacío de la desaparición, nuestras acciones caerían como una gota de lluvia sobre la amplitud del océano sin dejar la más mínima huella. Entonces sería, valga la paradoja, una inacción en la acción, una acción que no está empujada o retenida por nadie porque, sólo entonces, no habría el artífice del yo manipulando aquí y allá, sino la acción alineada con lo que reclama la vida. Pura sincronía.
Esta sincronía la tiene que hacer todo músico dentro de una orquesta. No piensa en la nota que tiene que tocar, simplemente fluye con la música y la nota surge espontáneamente sin esfuerzo, arrastrada por la armonía del conjunto. ¿No será el yogui o la yoguini un músico de la vida? ¿No será cada acción una nota más dentro de una sinfonía mayor? Forzar cada acción reclamando la propia autoría y, por tanto, el interés de los resultados es la manera de crear una sutil cárcel de apegos.
La palabra que ha utilizado la tradición para hablar de la ley de causa y efecto es Karman. Viene de la raíz kri que significa hacer, y por supuesto, no habla sólo del baile de formas que comportan las acciones sino de la acción dentro de la acción, es decir, de nuestras intenciones. Es como el efecto que tiene la pelota cuando la golpeamos: rebotará de diferente manera dependiendo del ángulo y de la intensidad del golpe. Fijarse, por poner otro ejemplo, en el objeto del regalo que nos hacen, y no tanto, en la intención que hay detrás puede ser una fuente de malentendidos. Nos movemos siempre en un universo de significados personales, grupales y sociales. Hacemos lo que hacemos porque nuestros actos significan lo que significan. Vale la pena convertirse cuando actuamos, como insinuaba Lao Tse, en un sabio tan cauteloso como quien cruza un arroyo helado. Aunque nos metamos debajo de la cama por temor a las consecuencia de las acciones no nos protege de nada, seguimos estando dentro del río de la vida de causas y efectos. El Yoga es un compromiso inteligente con la vida.
La acción tiene que estar libre, tal como decíamos, de ego, de apego y de miedo, pero las acciones no aparecen y desaparecen de forma aislada. Son como los músculos, siempre se activan en una sinergia con otros y estiran, al mismo tiempo, los antagonistas. Funcionan solidariamente en cadenas que serpentean por todo el cuerpo. Y esto, en el caso de las acciones lo complica un poco más porque, un acto meditado y plenamente consciente de sus resultados, no requiere tanta destreza, pero las acciones en medio de otras acciones en situaciones complejas reclama no sólo pericia sino nuestra más alta sabiduría. Estamos hablando de la sincronía en las acciones. No cuentan sólo nuestros actos sino también los de los demás. Cuenta el momento del día y el momento del año, cuenta, por así decir, lo que decimos y lo que callamos, lo que deseamos, lo que sentimos y lo que intuimos, cuenta todo porque todo es real y tiene su peso en cada momento. Sincronizar nuestras acciones no es como sincronizar nuestras agendas con el ordenador, requiere de una escucha muy fina y de un corazón muy grande.
El Yoga nos propone, en primer lugar, simplificar, hacer una criba con las acciones después de desarmar nuestra codicia y nuestra avaricia. De esta manera cada acción no está perseguida ni por la anterior ni por la siguiente, dando tiempo al tiempo, y ritmo a los procesos. Pero sobretodo, el Yoga nos invita a pensar globalmente y actuar en lo cercano, nos dice que no seamos prisioneros de los extremos y que miremos lo infinitamente pequeño sin descuidar lo infinitamente grande. Con otras palabras, el Yoga de la acción requiere un dominio del análisis y también de la síntesis, desmenuzar lo concreto sin perder de vista lo global. ¿Sabremos realizar este malabarismo?
Celebración
La lección es ésta, entrar en el mercado de la vida con sus tentaciones y su algarabía, con sus productos y su especulación y no quedar enredado en sus trifulcas. Retirarse del mundo es una solución fácil aunque, bien es cierto que la muerte social es la muerte más difícil de todas y no es de extrañar que, en el sosiego de nuestras solitarias reflexiones, tengamos que ir lamiendo las heridas. Hay, no obstante, otra solución, decir que sí al mundo pero a través de una acción sin acción; conseguir la implosión de nuestro egoísmo a través del gesto desinteresado y el desenmascaramiento de la hipócrita piedad que la sociedad y a menudo nosotros mismos hacemos gala ya sea para camuflar nuestro interés o para confundir a nuestros enemigos. Mastodóntica tarea ésta.
Lo cierto es que, lo más probable, acabaremos tarde o temprano atrapados en la telaraña que el mundo teje alrededor de nuestras motivaciones no revisadas. Necesitaríamos para salir de ese laberinto unas alas tal como el hijo de Dédalo construyó con las plumas de los pájaros y la cera de las abejas para remontarse por encima de sus muros. Necesitaríamos unas alas, es cierto, pero no artificiales como las de Ícaro que cayó al abismo como nos reprende el mito. Necesitaríamos unas alas para remontarnos por encima de la contundencia de las cosas, por encima de las insignificancias de sus consecuencias, por encima también de la competencia feroz donde se gana y, más a menudo, se pierde. Estas alas sólo pueden surgir del corazón, sólo el amor entendido como ampliación del yo puede liberarnos del yugo de las acciones.
No es fácil hablar del amor porque hemos aprendido desde bien pequeños muchas ficciones que lo calcan a la perfección pero que son, a la postre, una especie de tragicomedia. Con una mano hemos señalado tiernamente el corazón, pero con la otra hemos sostenido detrás una balanza para hacer un cálculo y asegurarnos de no perder en el intercambio, y que, en la medida de lo posible, no vayamos a ser traicionados o abandonados.
El Yoga junto a las tradiciones profundas hablan de otro amor, un amor que no es estrictamente personal, que no es un intercambio de cromos románticos, sino un amor profundo a la existencia. La vida está empapada de una inteligencia tan profunda que nos desborda por todos los costados y a esa parte insondable que no comprendemos bien le llamamos misterio. Cuando el místico se adentra en el bosque no sólo toca la parte material y orgánica del bosque, roza, si es posible ponerle palabras, un aliento que no es de este mundo. Identifica aquella respiración externa que se da en cada estación con la propia interna, aquella presencia que acompaña la mezcla de olores con la presencia que siente en su propio interior. Se postra ante esa hondura que, por simplificar le llama divinidad, y se deja acariciar o desgarrar por ella. La Bhagavad Gita nos dirá que el Yoga es la disciplina de la devoción.
Cuando uno ha despegado de lo profano para aterrizar en lo sagrado difícilmente se enreda en las miserias humanas. Porque lo sagrado es una presencia que se cuela hasta el tétano y nos hace vislumbrar la majestuosidad de la creación, la interrelación profunda de todo lo que existe, la certeza de la impermanencia que nos ayuda a soltarnos de tantos y tantos asideros que prometen estabilidad y falsa seguridad.
El amor devocional no es sólo cantar, hacer ofrendas y repetir plegarias, es ante todo un diálogo entre mi pequeño yo y mi Ser, entre tú y la conciencia que despunta en tu horizonte vital, entre el universo que nos rodea y el reflejo de lo divino que encontramos en cada árbol, cada animal y cada piedra.
La respuesta ante esta relación íntima con lo sagrado se manifiesta en una actitud de celebración. La vida no se posee ni se manipula, la vida es otorgada y agradecer cada mañana, cada relación, cada situación la oportunidad de manifestar esa vida consciente que nos atraviesa es un gran don. Con eso nos basta.
Liberación
Siempre lo hemos intuido, el Yoga, en últimas, apunta a la liberación de todo condicionamiento. Si una gota no tuviera la atracción de la gravedad o el empuje del viento sería absolutamente esférica, si nosotros no estuviéramos constreñidos por la necesidad o el vértigo de la existencia probablemente seríamos espontáneos, desinhibidos y atentos. Seríamos fieles a nuestra esencia como lo es la esfericidad a la gota de agua.
¿Qué lo impide? En primer lugar, nuestra ignorancia (avidy?). Hemos confundido esencia por carácter; la presencia del eterno presente por el sueño omnipotente del yo; hemos confundido el ser por el tener y hemos antepuesto las apariencias por lo que verdaderamente somos. Somos ignorantes aunque nuestras estanterías estén llenas de libros y nuestras paredes de títulos, somos ignorantes de haber perdido la conexión con el alma de las cosas.
En segundo lugar, derivada de aquella ignorancia, nos encontramos con una excesiva identificación con lo que creemos que somos (asmit?). Hay un yo hipertrofiado que lo filtra todo por el tamiz de sus gustos y por el engranaje de sus razones, y lucha a brazo partido por tener siempre la razón y por salir ganando en cualquier intercambio. Un yo loco de cordura es impermeable al misterio.
Más allá de esa perspectiva egocéntrica, nos puede el deseo. Somos seres con un fondo de insatisfacción buscando una llave que hemos perdido en un lugar equivocado. Las experiencias placenteras prometen una felicidad de montaña rusa, te elevan momentáneamente a las alturas para dejarte caer sin previo aviso. Son experiencias sustitutorias de un anhelo profundo. Tristemente, queremos ver a Dios en el fondo de una copa de whisky o en la calada profunda de un pitillo y evidentemente, cosechamos adicciones que tienen difícil solución. Esto es r?ga, el siguiente hijo de la ignorancia y nos habla de esa zanahoria que perseguimos en nuestras experiencias, ese juego claroscuro del deseo que nos seduce con una mano mientras nos frustra con la otra.
En cuarto lugar nos encontramos con dvesha, precisamente lo contrario de r?ga, una aversión irracional a experiencias dolorosas o traumáticas que no queremos ver ni en pintura. Inconscientemente evitamos situaciones donde nos sentimos amenazados o vulnerables, situaciones que nos confrontan con un otro o donde podemos perder nuestro excesivo control. Evitamos situaciones que en su momento fueron dolorosas pero que, hoy en día, sólo son fantasmas de un pasado irresuelto. Nos vamos limitando y limitando hasta aceptar vivir al filo de lo no existencia.
Por último, abhinivesha tiene que ver con el miedo que se ha instalado en todos los rincones de nuestro ser. Tenemos miedo a perder nuestra estabilidad, miedo a que las cosas cambien, miedo a envejecer, a enfermarnos, a ser marginados, a dejar nuestra pareja que no amamos y nuestro trabajo insufrible. Miedo a todo pero, especialmente, miedo a morir. Tememos vivir intensamente porque tanta intensidad nos obliga a asumir un riesgo que traiciona nuestra fidelidad al confort y la seguridad. Vivimos a medio gas mirando a otro lado cuando mueren los otros, como si fuera algo que no va con nosotros, como si secretamente tuviéramos en la guantera un seguro de vida para sortear la muerte, o al menos, para postergarla.
El Yoga habla de todo esto porque el Yoga es una respuesta al sufrimiento. Dukha es sufrimiento, es un sinvivir, una restricción a la vida, una limitación de nuestras potencialidades. Esta restricción es el resultado de aquella ignorancia ante la vida, de la excesiva identificación con nuestro yo, y de su polarización hacia el placer o huida del dolor. Dukha es ante todo miedo, un añadido emocional al hecho consustancial de vivir. Atravesarlo puede ser tan sencillo como aceptar que hay día y noche, aciertos y errores, encuentros y desencuentros, placeres y dolores, tan sencillo como aceptar que nacemos un día y que un día también hemos de morir.
El Yoga nos dice que hay una salida al sufrimiento psicológico y que, si somos capaces de desactivar el mecanismo automático que se activa ante situaciones emocionalmente cargadas, podremos liberarnos de esa rueda pesada que nos aplasta.
Moksha es esa liberación que está en la aguja que señala el norte del Yoga. Extinguir el fuego excesivo del deseo, liberarnos de nuestros condicionamientos, sustraernos de la actividad frenética de la mente hasta alcanzar la paz.
Casi tendría que pedir perdón por haber necesitado tantas palabras para definir el Yoga pero muchas caras tiene una montaña y difícilmente podemos dibujar todas ellas en un dibujo plano sobre el papel. Es necesario entender que el Yoga es como una tierra con muchas capas y muchos sedimentos, y para su análisis necesitamos un estudio en profundidad.
El carromato con el que empezamos esta definición está a punto de llegar a la meta, seguramente no tiene nada que ver con lo que imaginábamos al principio, pero el Ser que viajaba en su interior ha vuelto a la fuente, ha regresado a casa. Afianzados en la fuente de lo que somos, nuestra conciencia se expande sin límites, y eso se asemeja a la plenitud, al gozo y al éxtasis. Bienvenidos al Yoga.