Durante estos últimos treinta años la práctica del Yoga ha tenido una evolución significativa en nuestra región, y en general en toda Europa. Trayectoria que ha sido desigual con etapas fulgurantes y otras salteadas con períodos de crisis o desorientación.
Los que llevamos muchos años practicando esta ciencia hemos visto como progresivamente el Yoga iba calando en una sociedad que se volvía hacia oriente, especialmente en los primeros tiempos, en busca de nuevas fuentes de espiritualidad, pero también hemos asistido a un descrédito de nuestro hacer dentro del batiburrillo del mercado Nueva Era donde la meditación se mezclaba con la telepatía y los ejercicios con la consecución de resultados fantásticos pero irreales. Este descrédito en parte fue debido a que lo que nos llegaba del lejano oriente llegaba sin filtro, excesivamente ritualista, cargado de hinduismo y mitologías, cuando no de una visión divinizada del maestro en la que se pretendía una sumisión incondicional de sus enseñanzas por parte del discípulo. Agravado todo esto por una sarta de pseudomaestros que en el mejor de los casos estaban sólo a medio cocer.
En el otro lado, no nos hemos de olvidar que occidente siempre ha estado presta a convertir todo en una moda donde lo importante es cambiar por cambiar para combatir el tedio, y también a ciertos modos consumistas donde resulta fácil comprar espiritualidad. Usar y tirar nos ha sido más fácil que profundizar, esforzarnos o implicarnos.
Sin embargo no todo ha sido desconfianza, la misma visión práctica del mundo que se da en nuestras latitudes hizo que el Yoga se divulgara hacia una gimnasia dulce que corregía el sedentarismo propio de nuestra época con un tono relajado para combatir el progresivo estrés de nuestra sociedad. El Yoga ha llegado, y hemos, no obstante, de alegrarnos, a los gimnasios, centros sociales y cívicos, también a las grandes empresas. La profusa edición de libros de Yoga es muestra de ello. Sin embargo desde el Yoga en casa al yoga para ejecutivos hemos notado que esa difusión no siempre iba acompañada de calidad. Lamentablemente se ha producido un reduccionismo del cual es hora de salir.
El primer reduccionismo es creer que todo el Yoga es sólo una de las muchas vías posibles (Hatha Yoga), y dentro de éste focalizar la práctica meramente en posturas (asanas), con el enfoque, nuevamente reduccionista, de que lo importante es tener flexibilidad y de realizar lo más perfectamente posible las técnicas. Afortunadamente son pocos los que suelen confundir contorsionismo y posturas complicadas con la vía de la serenidad que propone el Yoga.
Es momento de aclarar conceptos y dinámicas entre todos y para ello hemos de saber reinterpretar la tradición. Ésta no nos dice nunca que repitamos formas religiosas, no nos dice que imitemos al primer monarca yóguico de la antigüedad ni que nos compremos una piel de tigre y nos retiremos a las montañas en busca del elixir sagrado.
La tradición nos dice que escuchemos, y que escuchando sabremos como adaptar el mensaje de la filosofía perenne a nuestro momento vital, en una cultura determinada dentro de un cauce de creencias. Como antropólogo me doy cuenta que es necesario traducir culturas. Es probable que las necesidades del ser humano sean universales pero las lógicas cambian, también los acentos vitales, las formas de expresión. Por eso creo que el profesor de Yoga tiene que ser un buen traductor y acercar una sabiduría milenaria al eje preciso de comprensión de cada alumno, con mucho respeto. En este sentido, debemos recordar que acharya es el maestro que sabe escuchar el momento del discípulo, y cuando ha interiorizado y ha digerido esa escucha, sabe encontrar el momento oportuno de proponer una enseñanza.
Tradición que siempre es nueva porque habita en un eterno presente, sin nostalgias pero tampoco sin allendismos. Así, el Yoga del nuevo siglo está por reinventar. Un Yoga que será más respetuoso con el cuerpo pues conoceremos mejor nuestra fisiología y nuestra anatomía. Un Yoga que se ajustará mejor a los cambios estacionales para sacar más fuerza de los movimientos vitales y las mareas energéticas. Pero también el Yoga del futuro incorporará más claramente la realidad de la mujer y del hombre, del niño, de la gestante y del anciano. Tendrá en cuenta su alimentación pero también su sexualidad. Hay tantas y tantas posibilidades en este árbol nuevo del Yoga que todos hemos de ir regando y nutriendo.
Nos hemos de acostumbrar a ver el Yoga desde las cualidades que propone y no tanto desde las formas que impone. El Yoga es ante todo presencia, presencia de ánimo y de espíritu. Las posturas físicas son en última instancia un trampolín para hacer una mejor interiorización, para darse cuenta del mismo acto de vivir y su trascendencia. Si la misma postura produce efectos terapéuticos y saludables, bienvenidos, pero el yoga debe ir más allá de la terapia hacia una búsqueda del ser, hacia una vivencia de lo sagrado. En este sentido es importante no confundirse aunque debamos reconocer que hay muchos pasos a dar y muchas fases a transitar dentro de él. Podemos escoger el yoga terapéutico pero no debemos reducir el universo yóguico a la curación.
Junto a la presencia, el Yoga es voluntad de transformación y persistencia como la brújula que mantiene su norte ante el caos que galopa a su alrededor. No es una voluntad férrea sino una curiosidad disciplinada, lo único que hace profundo un camino y que da solidez a la vida creativa. Podríamos hablar también de integración, sensibilidad, enraizamiento del ser, arrobamiento y consciencia. El horizonte del Yoga es muy amplio. Podemos tradicionalmente escoger una vía de acción desinteresada donde cada acto es una entrega a lo más alto, o bien podemos sumergirnos en una vía de alabanza y comunión con lo que nos rodea, o tal vez, elegir la vía de la comprensión del plan divino que nos abarca, también podemos quedarnos en la vía del silencio y la contemplación. Cada vía nos lleva a lo mismo, a dejar nuestra separatividad, a trascender nuestro ego, a percibir lo sublime.
Pero, sobre todo, es hora de hablar de nuestra bella profesión. Los profesores de Yoga tenemos que ser conscientes que las clases que impartimos son espacios de salud activos donde la persona gesta las condiciones de vida saludable. En contraste con los roles de paciente a que nos tienen habituados las distintas terapéuticas, el Yoga nos recuerda que la salud es una actualización de nuestros potenciales. Hacemos Yoga, en un primer término, para tomar conciencia de nuestro cuerpo. Las tensiones que sentimos son el acicate para encontrar una mejor postura vital. Tenemos en cuenta nuestros apoyos y nuestro eje, coordinación y respiración. Se trata de encontrar el tono justo en el que vivir, la amplitud y la elegancia de movimientos. El arte del no esfuerzo.
Pero también las clases de Yoga son espacios de crecimiento personal pues uno se enfrenta con un reto. En primer lugar la escucha y la aceptación de los propios límites, la inmersión en el cuerpo real y no el cuerpo imagen que tenemos introyectados, y el enfrentamiento con el mundo interior, con el silencio, con la angustia y la desazón de lo desconocido. A través del Yoga uno elabora un sentir más profundo, cultiva una sensibilidad más amplia y se pregunta acerca de quién es. Svadyaya es este estudio de sí mismo, esta autoindagación presente.
Por último tenemos que dejar espacio en las clases para la dimensión espiritual. Partimos de que en todos anida un anhelo de trascendencia y de búsqueda de un sentido en la vida. Las pistas que nos han dejado los sabios son que el ser está en danza continua con lo que le rodea y que forma parte de un todo de la misma manera que un átomo forma parte de una molécula, ésta de un órgano y así hasta llegar a un ser viviente. La comprensión de que en verdad no estamos separados es lo que nos rescata de la neurosis del vivir. Debemos como profesores encontrar las pautas adecuadas para despertar esa dimensión dormida.
Al final lo propio del Yoga no es tanto el salir bien de la sesión, relajados en cuerpo y mente, sino en la posibilidad de una elevación de la conciencia, que obviamente lo anterior prepara. Aquí es donde los formadores somos responsables de que los profesores que acaban su formación sepan distinguir estos tres niveles y tengan recursos para ello. Lo importante para un buen profesor no es tanto el dominio de técnicas como una buena pedagogía, no es tanto el saber al dedillo los sutras como el saber encontrar en las situaciones cotidianas que todos vivimos excusas para elaborar una sabiduría del vivir. Finalmente lo que va a ayudar al profesor en su labor es el vínculo de confianza que ha establecido con sus formadores y con sus colegas para poder hacerlo también con sus alumnos en una cadena orgánica.
Ahora bien, creo que debemos hacer entre todos una seria reflexión. Deberíamos hacer honor al sentido profundo del Yoga que como bien sabemos significa unión. Para transmitir esa esencia nosotros mismos tenemos que estar en paz, tenemos que haber hecho carne la experiencia espiritual. El Yoga que vivimos está cojo, lo veo en mí y en mis compañeros, queremos ir a lo transpersonal sin haber pasado previamente por lo personal y eso es peligroso. Deberíamos haber visitado nuestra alma y leído en nuestros corazones para ver cuáles son nuestras verdaderas motivaciones dentro de nuestro camino espiritual. Si descubrimos un orgullo espiritual o un complejo de superioridad, si encontramos una gula por experiencias nuevas o una voluntad de poder, si en el fondo hay un cálculo vital o un deseo inconfesable de demostrar que somos importantes, entonces vamos por buen camino porque ya sabremos cuáles son las piedras a sortear en ese camino. Iremos más derechos hacia la humildad. Pero si no conocemos nuestra alma, si nos instalamos fácilmente en la pureza o la perfección, si clavamos el culo en el pedestal y nos hacemos impermeables a los cambios internos o externos, entonces nuestro camino es una impostura que tarde o temprano se descubre. Por eso creo que el mundo que hemos creado en torno al Yoga tiene dos asignaturas pendientes, una es esa revisión personal, otra, nuestra colaboración con el maltrecho mundo que nos rodea. Pero esto es otra historia.
En cambio, la historia de esta carta es la de hacer una invitación a los profesores y especialmente a los formadores, una invitación de diálogo. Desde aquella humildad es necesario entre todos limar diferencias y acercarnos más a todo lo que nos une que a lo que nos separa. No es posible que nuestro mundo supuestamente espiritual esté tan lleno de rencillas, de viejas disputas donde los egos batallan entre verdades absolutas. O que reine la distancia y la incomunicación. Por eso la dificultad del verdadero Yoga no reside tanto en hacer una asana complicada sino en ser mediadores entre diferentes realidades del Yoga sin perder la calma. Sólo si hay unión y diálogo podremos subir el nivel de calidad de nuestros profesores, podremos unificar medios, mediar efectivamente con la administración, crear asociaciones que generen espacios de encuentros, colaborar con otros colectivos, promover congresos o editar publicaciones sobre el tema.
El mundo gira muy rápido, las realidades sociales cambian vertiginosamente. Pero también es cierto que todos hemos madurado, que nuevas generaciones se han sumado al carro con energía renovada y que es momento de sentarnos a hablar, a proyectar y a volver a soñar, pero lo que es más importante, a hacer realidades. Om Shanti.
Julián Peragón