Ayer escuché una tertulia radiofónica en la que se ponía de manifiesto que en nuestro país se necesita más mano de obra con capacidades técnicas. Personas con las habilidades adecuadas para programar software para móviles. Manejar máquinas herramienta. Conducir camiones. Dirigir empresas. Lo que requiere nuestro sistema es que asimilemos rápidamente todas esas habilidades que nos permitan estar a la par con la tecnología que, indefectiblemente, avanza más rápido que la antigua y falible maquinaria biológica que habitamos y que, en definitiva, somos. Como la locomotora destartalada que condujeron los hermanos Marx reclamando “¡más madera!”, el ciclo vital de nuestros tiempos se convierte en un frenético corre que te pillo, dragón que alimentamos periódicamente con nuestras doncellas y que empieza ya a cansarse de tanta gasa y tanto tul.
Cualquier trabajo, que duda cabe, requiere de unos conocimientos, llamémosles técnicos, para poder ser desempeñado de manera adecuada; el ebanista utiliza las herramientas justas para tornear las patas de la silla y el cocinero aprende la alquimia necesaria para dar vida a una buena paella. Esto, que no deja de ser obvio, puede llevarnos a equívoco; a pensar que la técnica es suficiente, que lo es todo. Cuando nuestro trabajo se convierte en un puro despliegue de conocimientos prácticos, corremos el riesgo de perder aquello que hay de humano en cualquier actividad humana, a convertirnos en robots que repiten maquinalmente los movimientos, los gestos, las actitudes, los convencionalismos. En definitiva, de hacer un remake de “Tiempos Modernos”. Eso sí, a lo digital y con traje y corbata.
El mundo del yoga no escapa a la inercia de nuestros días de 25 horas. De hecho, su auge le debe mucho a la puesta en marcha de los motores a toda máquina que empujan a los superpapás y supermamás a multiplicarse como los Reyes Magos para poder llegar a todo. Tanta exigencia durante el horario laboral deja un mal sabor de boca y la clase de yoga acaba convirtiéndose demasiado a menudo en un oasis en el que refrescar los plomos a punto de fundirse. Un espacio sin móvil. Un paréntesis de siete a ocho y media en el que tengo tiempo para mí, una vez cedida el resto de la existencia a la hoguera de las vanidades, al whatsapp y al Black Friday.
La tarea del profesor de yoga frente a esta situación resulta francamente delicada, peligrosa como caminar al filo de la navaja. Los profesores novatos nos debatimos entre dos frentes, acaso irreconciliables. Por un lado, la extensa, amplia, rigurosa y disciplinada enseñanza del yoga y el deber que sentimos hacia su adecuada transmisión; por otro, la necesidad de satisfacer a nuestros alumnos quienes, muy frecuentemente, tienen motivaciones para practicar que escapan de los cauces tradicionales. ¿Cómo servir a dos señores? ¿Cómo conseguir mezclar el agua y el aceite?
Posiblemente, la fórmula para cuadrar el círculo resida en el yoga mismo. Como profesores, podemos vivir en la fantasía de que nuestros alumnos tienen una vocación y una entrega absoluta hacia la práctica y que las clases que proponemos deben ser de un nivel físico y mental que no está en absoluto en consonancia con la realidad. Esto acaba creando frustración tanto en los alumnos como en el profesor, sintiéndonos todos como el miembro ultrajado de una pareja que se distancia. A veces, aunque sepamos que la entrega de nuestros alumnos es mucho más modesta, insistimos en prácticas complejas que nos colocan en una posición de superioridad, inalcanzable. Creo que detrás de este hecho mostramos una profunda inseguridad y falta de conexión con la clase que suplimos dándonoslas de algo que no somos.
En el laberinto de la enseñanza es muy fácil acabar cayendo, ya sea por A o por B, en una sensación imprecisa y amarga de impostura; esa impostura que aflora lentamente cuando no nos mostramos como somos, cuando intentamos usurpar un papel que no nos corresponde, cuando nos colocamos a nosotros mismos en una posición que solamente podemos mantener con un esfuerzo y un consumo de energía psíquica que nos acaba consumiendo como se consume el cabo de una vela. Cuando ya no queda más cera que la que arde, nos damos cuenta de que nos hemos encajonado en una habitación de paredes invisibles de la que no podemos salir sin quitarnos el disfraz, ya sea de santos, de místicos o de copias imperfectas de algún ídolo o maestro en el que proyectamos lo que queremos ser.
La técnica, en el yoga como en tantas otras disciplinas, ocupa un papel muy importante y es necesario haberla integrado de manera sólida para poder transmitirla a los que la quieran aprender. Sin embargo, hay mucho más cartas para desplegar sobre el tapete; y una de ellas es nuestra actitud. En nuestra vida cotidiana, prácticamente todo se ha convertido en un producto de consumo: compramos y vendemos objetos, pero también compramos y vendemos lealtades, amores, amistades. Sin darnos demasiada cuenta, nosotros mismos hemos acabado siendo algo que vender y mostramos nuestra cara más amable mientras olvidamos todo aquello que nos incomoda. El transcurrir del tiempo nos acaba convirtiendo en perfectos extraños para nosotros mismos y buscamos no sabemos qué no sabemos dónde.
El profesor de yoga siente el peso de su máscara e intenta desenredar la madeja que es su vida. El profesor de yoga practica para conocerse mejor y liberar lo adecuado y lo inadecuado que lo habita. El profesor de yoga siente que sus fuerzas son limitadas y que su visión del mundo es increíblemente parcial y estrecha y se ve una y otra vez en el mismo punto del mapa que quiere recorrer. Y se siente pequeño como un grano de arena cuyas aristas van lamiendo las olas hasta hacerlo desaparecer.
Y quizá eso es lo que podemos ofrecer a nuestros alumnos: la versión más auténtica de nosotros mismos que podamos conseguir. Sonrientes sólo si lo somos, malhumorados si así lo sentimos, pacientes cuando nuestro ser así lo expresa. Porque no sirve de nada aguantar esa bondad si es de manera virtuosa, como no sirve de nada dar limosna cuando lo hacemos porque es necesario cumplir con nuestra buena acción del día como si fuéramos Zipi y Zape. Más vale un desaire auténtico que una caricia fingida. Practicamos para que nuestra cara más natural se muestre sin maquillaje, da igual si es más adecuada o menos en el entorno en el que vivimos. Y cuando esto ocurre, se nota. Porque lo mejor que podemos mostrar a nuestros alumnos es que enseñamos desde lo que somos, diluyéndonos en el sí de la clase para dejar que brille la autenticidad que reside en cada uno y que quizá, sólo quizá, es aquello que buscamos. No sabemos dónde. No sabemos cómo.
Gerard Oncins