En este tránsito del Yoga más externo (que incluye las disciplinas personales, corporales y respiratorias) al interno (que va desde la concentración a la absorción completa de la mente pasando por la meditación) nos encontramos con pratyāharā.
Lo primero que hemos de hacer hacia esa interiorización que reclama el Yoga es una especie de retirada. Pero, ¿retirada de qué? Pues de los sentidos. Mientras los sentidos estén descontrolados y excesivamente polarizados hacia la información sensorial que les llega del exterior, difícilmente podremos concentrarnos. De aquí que pratyahāra signifique: reducir (prati) el alimento (āhara) que nutre nuestros sentidos.
Los sentidos no son ajenos a la mente, de hecho forman una unidad que hemos de abordar conjuntamente, al igual que con la respiración: una mente dispersa se manifestará en una respiración agitada. Como el trabajo sobre lo mental es delicado y difícil, tomamos un atajo: modificar la respiración para que se vuelva profunda y sutil e intentar conseguir, de esta manera, que la mente se vaya calmando. Los estímulos sensoriales nos cautivan porque la psique se siente atraída o apegada por lo que espera encontrar en la realidad. Vemos lo que vemos y oímos lo que oímos porque estamos previamente condicionados a ello. De esta manera, la información sensorial nos aporta una doble información. De un lado, lo que hay en la realidad: el color de la pelota, el sonido de la guitarra clásica, el olor de la iglesia, la textura del abrigo o el sabor de la copa de vino. Y de otro, la indagación del por qué son esos objetos los percibidos y no otros en el caleidoscopio de la vida que tenemos delante.
Pratyāhāra es un elemento importante en el esquema integral de Patañjali porque certifica si los miembros anteriores, desde yama y niyama hasta āsana y prānāyāma, han creado las condiciones estables para el trabajo mental posterior. Lo comprobamos en los aspectos de la vida real: un músico tocando en el escenario nos permite entrever si detrás hay el suficiente dominio del instrumento y también el grado de práctica en la pieza interpretada. Así pues, si los cuatro primeros miembros de este asthānga-yoga han arraigado en nuestra práctica, la inhibición sensorial sobreviene de forma natural. (…)
En realidad, pratyahāra lo hacemos involuntariamente muchas veces a lo largo del día. Cuando en medio de un gentío hablamos con alguien y focalizamos nuestra escucha para seguir la conversación sin interferencias; cada vez que buscamos un taxi en medio del caos del tráfico o también cuando queremos percibir la cantidad de sal de un guiso priorizamos un registro en detrimento de otros.
Con pratyahāra podemos llegar a concentrarnos en un entorno poco amable o intranquilo. En este sentido, hay que remarcar que en la medida en que no queramos escuchar un sonido o pretendamos alejarnos de un olor o cualquier sensación desagradable, podemos estar reforzando precisamente la presencia de esas sensaciones. Pero si no las rechazamos, si las dejamos entrar sin prestarles excesiva atención, entonces ellas marcharán y nos dejarán en paz. (…)
Ahora bien, no siempre lo que vemos, oímos y tocamos es bello. Más de una vez nos tapamos los ojos o los oídos porque lo que percibimos es desagradable. Siempre nos cruzamos con la cara y la cruz de la realidad que tenemos delante. Vivimos en sociedades complejas, a menudo masificadas e hiper-tecnológicas que suponen en la vida cotidiana una gran dosis de presión.
Nuestro organismo está bien diseñado para responder, ante posibles amenazas puntuales, con una reacción de emergencia y dispuesto para la huida o el ataque si es necesario. Una vez ha pasado el sobresalto, el corazón se calma, la respiración se alarga y el estómago deshace el nudo de tensión creado. Evidentemente, no siempre percibimos un peligro del que puede depender nuestra supervivencia, pero sí momentos difíciles que implican cambio, incertidumbre, caos o descontrol. El estrés, el “bueno”, nos ayuda a la adaptación a esas vicisitudes inesperadas. A poco que observemos la vida, veremos que la transitoriedad y la impermanencia son las únicas cosas que no cambian. En todo este proceso, los sentidos están tan implicados que quedamos desbordados, hasta el punto que una situación estresante nos impide ver lo que tenemos enfrente u oír lo que nos dicen. No siempre son fiables nuestros sentidos.
En la vida ordinaria hay muchos momentos de presión que sobrellevamos con una cómoda normalidad: un coche que se cruza, el pitido del camión, el autobús que se escapa, el móvil que suena en el momento menos indicado, la cita a la que no llegamos a tiempo… Pequeños desajustes en la vida de cualquiera de nosotros pero que, en definitiva, llegamos a controlar sin mayores descalabros. O quizá no tanto… pues a menudo no es raro comprobar que nuestra reacción ha sido desproporcionada ante el estímulo recibido. Podemos confundir peligro con situaciones de cambio o mezclar situaciones difíciles con la frustración que ellas mismas generan en nosotros. Y eso es así porque estamos demasiado vulnerables, sobrepasados y agotados.
Es necesario recordar que una cierta dosis de estrés, bien gestionada, puede llegar a ser incluso una fuente de estímulos, por ejemplo cuando desarrollamos un proyecto innovador o practicamos un deporte con un grado mayor de riesgo aunque, al fin y al cabo, controlado. El cuerpo se recupera con bastante facilidad de estos contratiempos. Un cambio en nuestra vida, aunque brusco, puede ser una oportunidad de renovación, aprendizaje y creatividad insospechada. Los cambios no son coletazos del destino sin ton ni son. Los vaivenes tienen una lógica que podemos reconocer y para la que podemos estar preparados. La vida animal y la flora están cargadas de estrategias para la vida: las hormigas, por ejemplo, acumulan alimentos durante el verano porque prevén el invierno cercano. Una estrategia adecuada con respecto al estrés debe ayudarnos a convertir la impotencia en capacidad de superación.
Sin embargo, cuando la dosis de esta presión de vida es más intensa y se mantiene constante durante mucho más tiempo, esta reacción de emergencia que comentábamos se desborda. Seguramente, respondemos de forma diferente según el tipo y la intensidad de estrés al que estemos sometidos. (…)
Tenemos muchas papeletas para padecer estrés elevado si sufrimos la muerte de nuestra pareja, de un hijo o de un ser querido; si tenemos una enfermedad grave o una intervención quirúrgica complicada; si nos arruinamos económicamente o nos despiden de nuestro trabajo. Y, en cierta medida, hay una lógica de sentido común en cada uno de los percances que hemos enumerado. Pero, curiosamente, también padecemos un alto grado de estrés en nuestra feliz boda, cuando por fin nos jubilamos, cuando nos mudamos a una casa mejor o cuando afortunadamente nos promocionan profesionalmente. Parece que el estrés no sabe de moral y lo acusamos casi igual ante el éxito como ante el fracaso. El estrés sabe de presión y, aunque la ola se nos antoja suave y amoldable, ejerce una fuerte presión sobre la roca de forma continuada. La vida es parecida a ese oleaje que va y viene, que presiona y afloja, pero que nunca desaparece.
Si el mundo psicológico tiene sus dobleces, el social se convierte en un meandro muy sinuoso. Los horarios, los objetivos, la competitividad, el reconocimiento, las jerarquías, los imprevistos, el estatus social, el ostracismo, la burocracia, el aislamiento, y así cargamos con una lista inacabable. Es evidente que la sociedad es un colchón de seguridad y oportunidad para muchos de nosotros sin el cual difícilmente podríamos sobrevivir pero, para ser realistas, el precio que hemos de pagar por este soporte puede llegar a ser muy alto.
En medio del huracán del estrés el organismo responde de forma parecida tanto si nos persigue un rinoceronte enfurecido como si recibimos una tremenda bronca de nuestro jefe. El corazón se acelera, sube la presión arterial, la musculatura se tensa, la respiración aumenta su frecuencia y nuestra alerta se dispara. Frente a este peligro (real o imaginario) hay funciones fisiológicas que se potencian. Otras, menos urgentes, aunque igualmente importantes para la supervivencia como la digestión, la sexualidad, los procesos de reparación y crecimiento del organismo y la sensibilidad al dolor, se inhiben. Y está claro, que una tormenta hormonal de estas características, que se desata provocando estos cambios corporales de manera sostenida, hace claudicar a cualquiera.
Si tenemos alguno de estos síntomas tales como: insomnio, irritabilidad, apatía, ansiedad, depresión, disfunciones sexuales, alteraciones de la menstruación, fatiga ocular, inapetencia o dolores anginosos, más vale que nos lo tomemos en serio. Puede ser que, por dentro, empecemos a tener una úlcera gástrica, colitis, arteriosclerosis, cardiopatías, hipertensión arterial o fatiga crónica. Hay muchas enfermedades que son potenciadas por el estrés.
Si hablamos del estrés es porque el Yoga se ha demostrado tremendamente efectivo para contrarrestar sus efectos. No sólo porque actúa en el plano físico sino también en el emocional y el mental. La capacidad de disolver las tensiones innecesarias, conectar con una respiración profunda y calmar la mente, son tres elementos imprescindibles para gestionar el estrés. Patañjali nos recordaba que āsana nos prepara para ser invulnerables ante situaciones extremas. (…)
Las técnicas de relajación constituyen otro gran recurso del Yoga junto con los ejercicios físicos y los ejercicios de respiración de los que ya hemos hablado. Relajarse es prioritario en el Yoga, pues no podemos avanzar hacia los elementos más sutiles de esta práctica si quedan restos de tensión muscular, articular, emocional o mental. Hemos hablado de un tipo de vida en las sociedades modernas que generan mucha presión y de la gestión del estrés con la ayuda del Yoga. Las técnicas de relajación nos ayudan en el laboratorio del Yoga a drenar aún más intensamente la sobrecarga de tensiones, tanto en el cuerpo como en la mente. Esa impronta de relajación a través de la práctica es la que intentamos que permanezca el mayor tiempo posible después en nuestra vida cotidiana.
De entrada, no necesitamos gran número de técnicas para relajarnos, basta tumbarse en el suelo y dejar pasar el tiempo. Lo que un ritmo acelerado genera de tensión, se deshace simplemente con parar. Prestar atención al peso y volumen del cuerpo en el suelo y al ritmo de la respiración, pueden ser suficientes para aligerar gran parte de esa carga tensional. Es el arte del no hacer, sólo sentir el cuerpo, las sensaciones, las imágenes que van y vienen… (…)
La vida diaria está llena de contratiempos y la fricción con el mundo acarrea también un sinfín de tensiones. La relajación, como hemos visto, no implica sólo al cuerpo sino que es al mismo tiempo liberación de la aparente separación o dualidad entre ese cuerpo y la naturaleza, entre el yo y la totalidad en la que está inserto. Esta relajación es necesaria para profundizar en pratyāhāra. No podemos replegar los sentidos si tenemos un exceso de tensiones en nuestro cuerpo y en nuestra mente. Primero hay que acallarlas y las técnicas de relajación son estrategias hábiles para conseguir drenarlas.
Algunos textos antiguos comparan pratyāhāra con una tortuga que tiene la capacidad de replegar sus miembros cuando se siente amenazada. Los sentidos son considerados a menudo como “venenos” que contaminan la mente, pero en realidad se trata de una mente débil que se deja arrastrar por el barullo de la información sensorial que le llega del exterior. (…)
Vyāsa pone el ejemplo de las abejas (los sentidos) que vuelan detrás de la reina (la mente) y descansan cuando ella descansa. Cierto que la clave está en la mente y que todo esfuerzo de concentración acarrea con él un repliegue sensorial, pero tampoco está de más proponerse practicar en un entorno donde los estímulos sensoriales sean mínimos y favorecer de esta manera la concentración.
La Síntesis del Yoga
Los 8 pasos de la práctica
Julián Peragón
Ilustración: Eva Veleta
Editorial Acanto