Todo el despliegue de técnicas y métodos, toda la sabiduría de las tradiciones antiguas no tendrían sentido sino hubiera un espacio de práctica donde “realizar” los objetivos propuestos.
Es cierto que las disciplinas de uno u otro signo nos recuerdan, tal vez por nuestra educación escolar, un sentido del deber , una posición férrea, a veces, un tanto rígida. Y lo cierto es que, sobre ésta, nos hemos rebelado tantas y tantas veces.
Cuando se parte desde fuera, cuando la práctica se convierte en un deber, en una exigencia externa o interna aquélla pierde fuerza. Será imposible superar el atolladero del camino porque en el fondo uno está dividido, hay una práctica pero todavía no es “nuestra” práctica.
Uno puede dominar las técnicas propuestas llegando incluso al virtuosismo pero eso no asegura que nuestra disciplina tenga alma. En cambio, si tuviéramos claro que somos una semilla llena de potencialidad intentaríamos a través de la tierra y la humedad, el sol y el aire convertirnos en ese árbol que somos.
Seríamos agraciados si sintiéramos esa curiosidad por descubrir lo que de nuestras infinitas posibilidades puede ser desplegado. En ese despliegue la vida pone un tanto y nosotros otro tanto porque al otro lado de nuestro impulso descubrimos, ciertamente, una resistencia. De esa resistencia es de la que tenemos que hablar. De los obstáculos con los que nos encontremos en el camino.
Patañjali (siglo II) magistralmente enumera nueve obstáculos que van desde la falta de perseverancia a la duda, desde el exceso de complacencia a la fatiga, la pereza o la enfermedad, entre otras. Obstáculos que seguramente todos nosotros hemos conocido en nuestras carnes.
Es cierto que el cultivo de la voluntad nos ayuda a ir por encima de excusas y contratiempos. La voluntad nos dice “mis raíces son fuertes y cualquier vendaval de las situaciones de la vida no me va a mover de la dirección tomada”. Ahora bien, basar la práctica sólo en la voluntad nos hace fuertes pero rígidos, sólidos pero pesados.
La voluntad abre las puertas pero después es el apasionamiento el que debe hacer el trabajo. La clave está en entender profundamente lo que estás haciendo hasta el punto de amarlo con todo el corazón. Y no hay fuerza tan penetrante como el amor por lo que uno hace. Pero claro, a amar se aprende amando y el amor es algo diferente de la voluntad, no se puede forzar ni programar. Podríamos decir que en parte todas nuestras estrategias en la práctica son una manera de crear unas condiciones adecuadas para que prenda ese apasionamiento.
Este apasionamiento está señalado en la tradición del Yoga como tapas, calor interno, energía intensa que se despierta a raíz de una ascesis. Es ese calor interno bien dirigido que hará de purificador y de desbloqueador de los posibles obstáculos. Se puede decir que necesitamos un plus de energía para iniciar un largo camino de transformación. Por seguir con la imagen de la semilla, un invernadero creará las condiciones de calor, entre otras cosas, donde la semilla crecerá con fuerza.
En realidad el camino que iniciamos tiene un precipicio a cada lado del sendero por lo que hay que caminar con seguridad y atención. A un lado tenemos el meandro de nuestras circunstancias, la complejidad de la demanda social, el ritmo frenético de la modernidad. Un ritmo que no nos deja tiempo para la práctica tranquila y silenciosa, un trabajo que nos obliga a ser competitivos y a producir al máximo, una burocracia que roza lo absurdo y un mundo relacional múltiple pero, simultáneamente, muy frágil.
Al otro lado, el laberinto interno de las inercias internas. Sobre éstas los yogasutra de Patañjali enumeran cinco impedimentos que merece la pena señalar. La ignorancia que nos impide conocer la realidad adecuadamente; el ego prepotente que nos trae confusión de valores; el deseo desmedido que va en busca de una felicidad ilusoria; las aversiones irracionales que nos limitan hasta no dejarnos vivir y las inseguridades ante lo nuevo y desconocido que pueblan nuestro mundo interno de sospechas que no son más que un miedo a la muerte.
Que nadie se llame a engaño, la tradición marca nítidamente un camino largo y difícil. Los obstáculos están claramente delimitados. Para tener éxito nuestra disciplina tiene que encaminarse hacia una práctica sólida en el tiempo, con constancia, sin interrupciones, con actitud positiva, con apasionamiento, y que sea inteligente para sortear los obstáculos de la mejor manera. Cualidades de la práctica que son del sentido común puesto que todos entendemos, por poner otro ejemplo, que un buen músico se hace a golpe de práctica asidua y una enorme entrega a su pasión. Entre todas destacaríamos algo que a veces pasa desapercibida, y es que esa práctica tiene que ser inteligente, así como un barco tiene que tener trazada una ruta si queremos llegar a buen puerto.
Esa inteligencia lo primero que discrimina es que la práctica no es la vida sino la posibilidad de vivirla con más intensidad. No vayamos a hacer una sustitución irreparable. Luego hay que buscar objetivos deseables y nuevamente habrá que diferenciar entre objetivos que colman las expectativas de un ego que quiere, por ejemplo, tener más poder, más control o sentirse superior, de aquellos otros objetivos que reclama la vida interior como pueden ser, una potenciación de nuestros mecanismos de salud, una mayor capacidad de centramiento o una conexión cada vez más nítida con la totalidad que nos envuelve y sostiene. Si los objetivos son del alma habrá verdadera nutrición.
A menudo nos olvidamos de plantear nuestra práctica desde una escucha profunda. ¿Qué necesito en este momento? ¿Qué necesito, por ejemplo, tonificar, flexibilizar o relajar? ¿Qué debo centrar, orientar, comprender? ¿Qué medios tengo para ello, cuánta energía dispongo, si mis circunstancias son adecuadas para esto ahora? Hay que ir progresivamente hacia nuestros objetivos de la misma manera que hace un alpinista, por etapas. Teniendo en cuenta el tiempo atmosférico, estudiando la cara de la montaña por la que se pretende llegar a la cumbre. Esto es, midiendo los esfuerzos sin olvidarnos de un elemento fundamente, el desapego.
Es posible que a pesar del esfuerzo, siguiendo con el ejemplo anterior, tengamos que volver al campamento base. Y es que en nuestra práctica no todo depende de nosotros. No somos un mecanismo de engranajes perfectos. En el misterio en el que nos desenvolvemos la gracia desciende o no, no depende de ti. La práctica es un apoyo pero no es un boleto seguro. Lo único que podemos es sentir que hemos hecho un buen trabajo y que ese trabajo estaba hecho de todo corazón, desde la escucha, sin pretensiones, animados por lo que reclama la vida, por el despliegue de nuestra potencialidad. Y al final, qué cabe decir, no es nuestra voluntad sino otra voluntad la que decide.
Julián Peragón