Un rayo cayó de las alturas, gigantes de cristal se hicieron añicos, torres de Babel cayeron calcinadas sembrando caos, confusión y muerte. Un martes fatídico donde el mundo se puso patas arriba, una mañana de humo que ennegreció repentinamente el día. Desde la distancia, ficción y realidad se daban de la mano, el espejismo de muerte nos decía que los aviones eran en realidad enormes bombas y que los pilotos no eran personas sino ideas enquistadas de rencor y fanatismo. La realidad o la ficción nos dijo que el poderoso tenía los pies de barro, que en la lucha desigual los cuchillos de plástico vencerían a los escudos antimisiles, y unos pocos pobres iluminados se harían inmortales, mártires de una guerra santa.
El imperio se tambaleó, el corazón financiero, militar y político del mundo se colapsó y la primera herida narcisista hizo mella en el orgullo adolescente de un país invencible. La primera reacción esperada fue de pánico, paranoia, hipercontrol, la segunda de patriotismo y satanización. La humareda del cataclismo impide ver claro a todos. La tentación de la superpotencia es la de vengarse pero sin saber exactamente de quién y dónde, con la dificultad añadida de delimitar con precisión la frontera (de cara al castigo) entre el gran enemigo y sus secuaces, los fanáticos y los simpatizantes de los que comparten una misma religión, cultura o creencia.
La estampa es bien curiosa, todos los misiles inteligentes del mundo apuntando a campos de entrenamiento vacíos en medio del desierto, toda la flota de los siete mares acercándose a un país de seres hambrientos y oprimidos, todo el espionaje del mundo conspirando contra un terrorista, un sólo terrorista y sus compinches perdidos en las montañas. ¿Es ficción o es realidad?, nos frotamos los ojos. Después de la venganza, ¿habrá un mundo mejor, más solidario?. Si hacemos una breve revisión histórica, la respuesta es clara.
Todos hemos llorado amargamente por los miles de muertos, por las víctimas inocentes, por el mismo acto inhumano, execrable de la brutal violencia. Nadie ha quedado impasible ante el horror y la barbarie, nadie puede quedar insensible ante semejante drama humano. Sin embargo, más allá de este drama, las torres y los aviones colisionando no son más que dos mundos antagónicos que se ignoran amargamente. Eterno dilema entre modernidad y tradición, entre globalidad y localismo, esencialmente entre opulencia y miseria. A un lado colonialismo, al otro tribalismo, aquí prepotencia, allá integrismo. Dos mundos, sin duda, llamados a colisionar.
Las consecuencias se han hecho patentes a la mañana siguiente; todos los que han vivido al amparo del paraguas protector del imperio americano tuvieron que despertar. Ya no será posible vivir más en un mundo plano, ya no se sostendrá la inocencia ante un mundo multipolar, complejo, enrarecido en su historia, perverso en su política, desigual en los recursos. No va a ser tan fácil legitimar las batallas de los buenos contra los malos sin llegar a preguntarse ¿por qué?. La retórica ingenuamente perversa del presidente Bush con expresiones como “cruzada del bien contra el mal” suena a película de vaqueros y nos hace preguntarnos, ¡dios mío, en manos de quién está el mundo!
Desde ahora hay que cuestionarse si nuestro sistema democrático es realmente democrático, hay que preguntarse si la hegemonía de un país vela por el bienestar del mundo o tan sólo por sus propios intereses y los de los aliados, hay que reflexionar acerca de las consecuencias de las injusticias en todo el mundo que amenazan, como se ha visto, por llevar a un callejón sin salida lo poco que tiene este mundo de civilizado.
Evidentemente hay que atajar cualquier fundamentalismo allí donde lo hubiere, pero también hay que cuestionar nuestro propio fundamentalismo, económico, cultural o político que impone nuestras formas a otros, que desequilibra formas tradicionales o sistemas autóctonos, que agranda la brecha entre ricos y pobres.
El primer síntoma de este fundamentalismo es el de confundir terrorista con una religión o con unas creencias. Poner a todos en el mismo saco y señalar como culpable al islam y a todos los árabes, hablar de choque de civilizaciones. Por extensión cabe la tentación de pensar que todo lo religioso huele a fundamentalismo y confundir iglesias y doctrinas con las personas que buscan una fe y una creencia.
Y es curioso que religión venga del vocablo latino religare que significa religarse, establecer contacto con lo más alto, con lo que cada persona entiende por trascendente. En la medida que el corazón de cada uno se hace religioso, uno deja de estar aislado pues se siente partícipe de todo lo que le rodea, de la misma creación. Inmerso en el misterio el religioso, el místico se vuelve pacífico, no tanto porque pretenda seguir unas creencias o porque quiera sentirse moralmente bueno sino porque su mirada va más allá de la dualidad y ve la unidad en la multiplicidad.
Sea cristiano, musulmán o budista, la persona sólidamente religiosa sabe que su doctrina sólo es un ropaje, una opción, una determinada óptica para llegar a lo mismo, y su sabiduría le lleva a no discutir, aún menos a odiar al otro por su diferencia.
En el hinduísmo se habla de ahimsa, no dañar. Tratar de no ser violento no es sólo porque sea una de las primeras leyes sagradas sino porque al dañar a un otro nos dañamos simultáneamente a nosotros mismos. Hay un alma entrelazada con todos los seres, que no diferencia entre yo y tú, que se duele y se repliega en toda intolerancia.
Cultivar ahimsa no es meramente dejar de darle puñetazos al otro sino algo mucho más difícil, dejarle ser. Dejar que su otredad nos enriquezca, que su palabra nos resuene porque es en la verdadera comunicación donde hay la única posibilidad de fraternidad con el otro y de crecimiento conjunto.
Ahimsa es regar todo lo que tiende a una vida digna y alimentar las múltiples posibilidades de creatividad hacia un mundo más justo y solidario. Pero me temo que las explosiones tenebrosas que se han producido en Nueva York y Washington no vayan a destapar los oídos sordos de unos y otros para empezar a dialogar que sería lo más prudente antes de castigar a los culpables. La maquinaria bélica está al servicio de una prepotencia que quiere demostrar su poderío y que busca siempre un enemigo, tantas veces sobredimensionado, para justificar un estado policial, un control interesado del mundo, una sumisión incondicional al resto del orbe que en el fondo suena a neurótica. Pero esto no puede funcionar porque a nadie le gusta ser comparsa ni acatar órdenes.
Ghandi decía que si seguimos el ojo por ojo de la ley del Talión, el mundo se quedará ciego. Sordo y ciego el mundo no puede más que estar en crisis.
El mundo se ha parado tras la catástrofe, pues era necesario, sin embargo, tras la masacre de miles de indígenas en las selvas centroamericanas y sudamericanas apenas se ha publicado letra menuda en algunos diarios. En cientos de guerras intestinas que tienen en jaque a media humanidad, silencio y discreción ante las empresas armamentísticas que son fundamentalmente occidentales y que alimentan esos odios tribales. Ante un África infectada de sida, tolerancia ante los precios abusivos de las empresas farmacéuticas que no quieren perder su negocio. ¿Acaso esto no es violencia?.
Desde las grandes alturas de los rascacielos como desde los grandes proyectos de los poderosos, las personas somos como hormiguitas, números y tantos por ciento. Cuanto más alto es una torre o más grande es el poder de una nación, más grande será su sombra. La paradoja es ésta: los grandes enemigos del sistema, las bestias negras como han sido Pinochet, Noriega, Hussein o bin Laden, entre otros, han sido los alumnos aventajados alimentados por la CIA que se han vuelto rebeldes ante una política norteamericana que ha preferido estabilidad en la zona, manteniendo regimenes medievales, dictadores asesinos por miedo a perder poder, intereses estratégicos o invasiones comunistas.
Creo que todos hemos de aprender mucho de lo que ha sucedido, mientras tanto no se me ocurre mejor idea que meditar cada día por la paz ni más solución que la de madurar reflexionando sobre las injusticias que son las verdaderas semillas de la violencia.
Julián Peragón