Mientras nacemos atravesamos un largo túnel al final del cual se hace la luz. No se sabe si lloramos entonces de alegría por habernos liberado de estrecheces o de pena por dejar un refugio tan mullidito y acogedor. Lo que verdaderamente importa es que nacemos, y nacemos con la cara del que no sabe donde está pero que, tampoco le importa mucho. Si algo nos importa, hasta el delirio, es un pezón. Lo demás, los vestiditos de azul o rosa, los mismos cascabeles nos importan bien poco.
En esos momentos cuando somos pura redondez, no somos nada de nada. Apenas, orodondidad, ventosidad, somnolencia y eructo. Nada que merezca la pena poner en un álbum. Naturalmente uno fluye con el todo, aparece el retortijón y uno se alivia sin mediar prohibición o culpa (que para eso están los pañales); aprieta el hambre y se dispara el llanto, aparece la todopoderosa teta y se dilata el estomago, se disipa el hambre y sobreviene el sueño en un todo encadenado, rítmico y secuencial de naturaleza fluida y armónica.
Y probablemente en esa realidad uno sabe perfectamente que es Dios porque los elementos no se oponen a uno sino que son convocados en una magia misteriosa. Todo acontece sin esfuerzo. Todo entra y sale del campo de visión, la mamá, el papá, el osito de peluche, el sol y la luna. Uno, diríamos, es el centro del universo al girar toda la infinitud alrededor nuestro.
El drama (si es necesario poner alguna palabra, aunque serviría por igual cataclismo o hecatombe) sobreviene cuando de ese todo, de ese Todo indiferenciado que somos algo se desgaja y ya estamos perdidos para siempre. Estábamos en una divinidad de sensaciones y escalofríos, de calidez tópica, de sueños ingrávidos, y nos dicen de golpe (nos lo dicen de muchas formas) que tenemos pito y no vulva, o vulva y no pito, o sea, que somos la mitad (o menos) de una totalidad a la que nos habíamos agarrado desde la fusión amniótica. Y de forma definitiva (o casi) seremos hombres o mujeres, nuestro cuerpo se desarrollará de una u otra forma, nos saldrá la barba o tendremos la menstruación porque las hormonas, aunque pequeñas, son bien poderosas.
Y el Dios que somos que era pura inefabilidad, esencialmente sin forma, contenido en el vacio, se tiene que definir apoyados por unos padres maleducados que nos dicen “los niños hacen esto y las niñas aquello”.
Siendo pura potencialidad, recreados en las mil caras de la divinidad entre arrullos de cuna van y nos llaman Juan Ramón o Margarita (o cosas peores). Conociendo como conocemos (ya que somos dioses) el metalenguaje que está encerrado en cada uno de los idiomas humanos y los lenguajes de las plantas y los animales, van y nos hablan en ruso o chino mandarín, aunque hoy en día suele ocurrir que en la guardería te hablan en catalán, el papá te habla en árabe y la madre te canta en polaco. Aunque cuando eres un poco más mayor tienes que hablar en inglés por cojones.
Pues bien, cuando ya chapurreas uno, dos o tres idiomas, manejas el ordenador y sabes escribir tu nombre sin faltas de ortografía, la gente nos mira y no ve el Dios que somos, la chipa divina que arde en nuestras entrañas, lo que ven es que somos altos o bajos, guapos o feos y que tenemos los ojos azules u oscuros. Y el Dios interno sabe que eso es mera circunstancia, cocción de genes en las humedades de cualquier útero, fuegos artificiales de algún fenotipo. Y ellos te intentan convencer (hasta conseguirlo, ¡los muy cabrones!) que tú no eres Eso con mayúsculas, sino que tú eres lo que se ve y punto, que eres de buena familia o un pobretón. Tú que has creado las mismas galaxias tienes que pasar tu vida agradeciendo que tienes una cara agraciada o maldiciendo que tienes una nariz demasiado larga o demasiado chata. Tienes que aguantarte porque has nacido en una casta de intocables o en una familia de diplomáticos.
Llega un día que el niño-dios ofendido dice, ahora veréis quién soy yo. Pero como ya está maleado, como ha tenido muchos espejos alrededor y sabe ruso pero no chino (o viceversa) se enreda con las circunstancias, se entretiene en el laberinto de las formas y confunde su carácter con la esencia. Confunde la armonía con la estrategia, la sensación indescriptible de ser con el reconocimiento adquirido socialmente, la consciencia con la inteligencia, la experiencia con la efectividad en la realización de todo tipo de rituales.
Un día inocentemente se pregunta, ¿y si yo en vez de nacer en Nueva York hubiera nacido en Gaza, si mi piel en vez de ser blanca fuera negra, si en vez de hablar inglés hablara malayo, si en vez de nacer en una ciudad hubiera nacido en el campo entre arrozales?, ¿tendría la misma vida? Es evidente que no, pero ¿sería el mismo que soy, tendría el mismo hueco que la interioridad deja, la misma penetración de la consciencia, la misma sensibilidad para percibir?
¿Quién sabe? Lo único evidente es que aquel dios o diosa que fuimos y del que ya no nos acordamos, fiel a sí mismo, inquebrantable en sus designios, original donde lo hubiera ha tenido que reconvertirse. Se ha tenido que socializar, domesticar, reprimir para ser uno como los demás. Hemos tenido que ser tan modernos y tan democráticos como cualquiera. Nuestro pensamiento multidimensional se ha filtrado en pensamiento único, y hemos conseguido el premio, después de tantos años de escuela, de ser personas normales. La grandiosidad del ser se la hemos vendido a un charlatán de feria (con todos los medios de comunicación a su alcance) por un pedazo de seguridad escondido en una píldora llamada normalidad. Si eres normal no te pasará nada.
Pero sí te pasa, te pasa que tú no eres normal que tú eres algo indescriptible llegado desde la eternidad y para la eternidad y no entiendes de seguros de vida. El precio de haber desmembrado la totalidad que uno es se llama neurosis. Uno lo acusa como insatisfacción, se manifiesta en el insomnio, se huele en el mal humor crónico o en la depresión.
Quizás más tarde, probablemente con más arrugas delante del espejo, percibiendo aún un resto de brillo eterno en la propia mirada, uno se pregunte quién es. Quién habita en las profundidades, quién nos sueña, quién genera la esperanza, quién añora amar por encima de todo, quién es capaz de no venderse por nada del mundo. Y es posible que uno se ponga a buscar en los sedimentos de la memoria, en los recuerdos primerizos aquella eternidad en medio del universo.
Pero atención, en el fragor de la búsqueda, no se sorprendan de que en el interior de la divinidad que somos no exista más que resonancias de un todo mayor, hipervínculos con todo lo que existe, potencialidad inmaculada y vacío. Un enorme e indescriptible vacío. Y es que, en realidad, no somos nada de nada. Nos lo decía nuestro abuelo, chico, no somos nadie.
Julián Peragón