Imaginemos, por poner una imagen extrema, que cada hora nos tomáramos el pulso desconfiados de que nuestro corazón siga latiendo, o temiéramos dormirnos por si en mitad del sueño dejáramos involuntariamente de respirar. En otro sentido, nadie de nosotros camina por la calle volviéndose una y otra vez para impedir que un posible asesino nos clave una navaja por la espalda, y tampoco analizamos químicamente cada bocado que tomamos en un restaurante por si estuviera envenenado. Simplemente confiamos como la mejor manera de vivir.
Confiamos que el cuerpo hace sus funciones adecuadamente aunque ya sabemos que a veces falla, y confiamos en la gente aunque también sabemos que esa confianza no es muy sólida, pero confiamos. Entrar en una actitud paranoica es una forma de malvivir. Sin entrar en los anteriores ejemplos caricaturizados, la verdad es que vivimos la vida temerosos, con miedo a perder el trabajo, a contraer una enfermedad grave, a ser abandonados por nuestra pareja o acabar arruinados. Muy sutilmente nos tensamos y protegemos, nos armamos de seguros de todo tipo y empezamos a desconfiar.
La meditación sólo se puede abordar desde la confianza. Meditamos porque confiamos que el proyecto humano se despliega en cada uno de nosotros adecuadamente. Cada uno le dará su matiz y su peculiaridad pero todos nos dirigimos hacia la serena luz de la conciencia.
Vale la pena tomar perspectiva. Desde los inicios la vida se ha abierto camino ante grandes dificultades; eras glaciales, incendios colosales, meteoritos gigantescos. Se han producido extinciones masivas de especies y en cada vuelta de tuerca evolutivamente hemos dado un salto. Nuestro cuerpo y nuestra mente incorporan cada etapa evolutiva, una inteligencia labrada entre la adaptación y la creatividad. Qué mejor lección podemos obtener de la vida, una gran maestra que la tenemos en nuestros mismo genes. ¿Por qué entonces tanto miedo? ¿Por qué cuesta tanto entregarnos a la meditación? ¿Será el temor a lo desconocido que habita dentro nuestro?
Una posible respuesta es que nos hemos separado de la vida, hemos confrontado naturaleza y cultura, cuerpo y mente, materia y espíritu, y en esa fractura hemos idealizado un mundo ideal, confortable y tecnológico, paralelo a la realidad.
Lo hemos de decir alto y claro: vivimos con miedo, y el miedo es un no vivir. Llegamos a este mundo con una moneda en la mano; en una cara tenemos la marca del orden, el encuentro, el éxito, el amor, la seguridad, el placer, la paz, entre otros. Es la cara amable de la moneda, la que nos mira de frente. Evidentemente la cruz permanece oculta, pero no por ello desaparece. El fracaso, el desorden, el desamor, el dolor, la inseguridad, el desencuentro y la guerra también existen, también actúan, también forman parte del mundo dual.
El miedo tiene una secreta función, la de protegernos, pero en demasía nos paraliza. El que niega el miedo es un temerario, un insensato, un imprudente, pero el que lo cosifica es un cobarde. La impermanencia de la realidad nos fuerza a comprender que el riesgo es consustancial a la vida, asumirlo es tarea del héroe o heroína que llevamos dentro.
Meditar implica un gran coraje, la gran tarea de desmontar el edificio mental que prometía seguridades y atrevernos a vivir con el torso desnudo sin corazas y escudos.
Meditación Síntesis. Julián Peragón. Editorial Acanto