El soporte de la naturaleza
Sentirse conformado por el sol, la lluvia y el viento; ser como aquel roble asentado en su centro y meditar desde las propias raíces contemplando el cielo. Pasear por el bosque alejado de las voces de la ciudad que nada dicen, lejos de los muros de cemento que frenan la mirada, lejos también de los escaparates que siempre mienten. Y meditar.
Tomar aire fresco, descalzarse para sentir las cosquillas de la tierra, perderse en el horizonte, jugar con el silencio. Están vivas la roca y la nube, siempre presentes desde la eternidad. También mi cuerpo.
Sentarse fue una posibilidad, entre otras, de conjugar dentro y fuera, de no dejar que nos engañe el límite de la piel, la separatividad del ego, el caos galopante del inconsciente. Recorrer la columna arriba y abajo como un sendero sagrado que ocultamos todos los días, o permanecer en el flujo del aliento como el único mar que nos habita. Es lógico el vértigo.
Somos niños que caminan torpemente por un camino desconocido. Hace falta una brújula y un mapa, paciencia y un corazón enorme que destile la alquimia de los nuevos descubrimientos. Sin escucha no se percibe la voz interior que todo lo guarda y sin confianza uno queda paralizado. ¿Hay algo que encontrar?.
Ilusión, risa, desesperanza, dolor, placer, absurdidad, yo, tú, lo divino. Todo está, es cierto, ahí. Pero ¿qué fuerza nos hace identificarnos?. Volver a sentarnos, para descubrirlo, simplemente”.
Por Julián Peragón