El primer acto en nuestra práctica meditativa es profundamente revolucionario: simplemente sentarse. Desde la visión normativa de la sociedad, meditar implica retirarse, salir de la corriente establecida. En muchos casos, la meditación es vista como una práctica inútil, no productiva, dado que la sociedad pone el acento claramente en el tener. En total contraste a la sociedad, la meditación, que nada tiene que ver con el tener, pone su acento en las distintas modalidades de ser.
La meditación nos conduce radicalmente hacia dentro, a un contexto íntimo, para avivar nuestras luces internas. En este sentido, constituye una experiencia personal e intransferible. Aunque las tradiciones meditativas hayan congregado a sus seguidores en dojos, ashrams o monasterios -espacios comunitarios donde inevitablemente hay un entorno social-, estos espacios estaban claramente pautados para no interferir demasiado en el proceso de introspección.
Meditar es salir del torbellino de ideas, de la catarata de acciones, de la montaña rusa de las relaciones.
No sólo al meditar buscamos una cierta protección; incluso evitamos hablar de la propia experiencia meditativa, más allá del necesario seguimiento por parte de nuestros guías, porque hablar sería “romper” esa intimidad reveladora. La meditación es una delicada flor que hay que proteger de las inclemencias del tiempo.
Sentarse es una forma de decir (a los demás y a uno mismo): “¡Basta!”. Basta de empujar el río, basta de engrasar la maquinaria de la neurosis, basta de ser parte del problema, y -aquí lo realmente importante- basta de sufrir innecesariamente.
Para sentarse hay que ser valiente, pues alejarse de lo establecido genera una cierta angustia. Pero aún es más valiente el levantarse tras la meditación para acometer la propia vida, que ha quedado unos minutos o unas horas en suspenso. Cuando encontramos un obstáculo en el camino, sólo aparentemente estamos dando unos pasos hacia atrás… en realidad lo que estamos haciendo es coger carrerilla para poder saltar más lejos.