Meditación para niños

Los adultos, hoy en día, en nuestra sociedad, parece que nos hemos subido a un tiovivo que va a toda velocidad y que somos, la mayoría de las veces, incapaces de frenar. Este tiovivo está lleno de actividades y de responsabilidades, de proyectos con una agenda apretadísima. Bastaría, para salir de esa espiral, sentarse tranquilamente, cerrar los ojos y empezar a respirar con el vientre, saboreando cada sorbo de aire. Entonces el lago agitado de nuestra mente se iría calmando y podríamos ver el fondo. Esto es, en esencia, la meditación, la posibilidad de poder descansar en lo hondo de lo que somos, aquello que ha permanecido a lo largo de toda nuestra biografía incondicionado.

Afortunadamente la mayoría de los niños suben al tiovivo del barrio pero no tienen todavía un tiovivo en su cabeza, están, por así decir, más conectados con su vitalidad, con sus pulsiones, en definitiva con su ser. Pero también es cierto que poco a poco vamos presionando al niño a través de la educación y a través de la cultura de masas a que rinda por encima de sus posibilidades, a que se adapte a nuestras expectativas y que se amolde a una sociedad que busca la productividad y un ocio compensatorio pero que genera frustración e insatisfacción. Vemos, cada vez más, niños hiperactivos, niños malhumorados, niños que van muy cansados del colegio a la actividad extraescolar, y de ésta a casa.

El Yoga y la meditación que hacemos con los niños no se parece en nada al que hace un adulto puesto que esta técnica milenaria intenta adaptarse a cada persona y a cada colectivo según su realidad, necesidades y expectativas. La actividad que tiene que hacer un jardinero no es la misma cuando la semilla está bajo tierra que cuando ha aparecido el primer brote o el arbusto está floreciendo, cada momento requiere un tratamiento adecuado. En este caso, el niño tiene que mejorar su psicomotricidadad, tiene que descubrir su cuerpo, cultivar su conciencia sensorial, y muy importante, relacionarse con los otros niños a través del juego.

No está de más decir que el juego, especialmente para el niño, es el alma de su desarrollo como persona y es, de alguna manera, una representación de la realidad que tarde o temprano tendrá que manejar. A través del juego se relaciona con un otro y encuentra la motivación para avanzar en sus propios límites. Es a través del relato como hilo conductor que introducimos ejercicios para movilizar el cuerpo, para ampliar la respiración y para potenciar la concentración.

Con la meditación aprendemos a parar nuestra mente que se parece, cada vez más, a un mono inquieto o a un caballo desbocado. Pero no basta con decir la palabra mágica stop porque apenas tiene efecto. Tendremos que recurrir a la estrategia, tendremos que torear el toro embravecido de nuestros pensamientos. Buscamos que el niño se dé cuenta que al igual que tenemos un cuerpo y que lo movemos según nuestra voluntad, también tenemos una mente y que ella es un gran instrumento para conocer la realidad pero que es posible que pueda seguir nuestros dictados.

Hay infinitos ejercicios que ayudarán al niño y a la niña a conocer su cuerpo y su mente, y a través de ellos empezará a escuchar con más profundidad lo que ocurre tanto dentro como fuera, no hay mayor placer que escuchar una música con todos los sentidos plenamente concentrados. Veamos algunos de ellos.

Caminar por la sala de trabajo corporal descalzos y en silencio, en todas direcciones, mientras se hacen algunos estiramientos y respiraciones es un buen punto de inicio. Si les pedimos que poco a poco vayan enlenteciendo el paso hasta que sientan cómo se apoya lentamente el talón, la planta, los dedos al dar cada paso. Si les indicamos que levanten cada pie a cámara lenta como si fuera fotograma a fotograma estaremos trabajando la concentración, la respiración y el equilibrio, todo a la vez.

Podemos meditar con ellos si, una vez sentados con la espalda recta, les pedimos que cierren los ojos y que se concentren en el sonido más lejano que puedan, cualquier sonido que venga de más allá de la sala, la escuela, la calle, el barrio o el bosque. Y poco a poco vamos reconociendo los sonidos más y más cercanos hasta que escuchamos los que están en la sala, los que están alrededor nuestro, los que forman parte de nuestro cuerpo, los mismos sonidos de nuestra respiración, corazón o vientre. Con ello aprendemos a focalizar entre un sinfín de estímulos aquéllos que para nosotros son significativos.

En realidad, cada ejercicio de concentración o de meditación, provee una enseñanza de vida. Cuando le pedimos a los niños que cojan un montoncito de piedras pequeñas y que se las pongan a su lado izquierdo cuando estén sentados queremos también que enfoquen lo pequeño, lo pequeño que pasa desapercibido pero que tiene más importancia de lo que nos parece. La vida está hecha de pequeños momentos al igual que los grandes viajes están hechos de pequeños pasos. El ejercicio es muy sencillo, con la mano izquierda cogemos una piedrecita, podemos acompañar el gesto con una inspiración pero no es importante. Entonces enfocamos delante nuestro esa piedrecita y vemos su forma, su color, sus manchitas. Después la cogemos con la mano derecha y la depositamos al lado contrario al espirar, y así con cada piedra hasta agotar el montoncito. En el montoncito todas las piedras parecen iguales pero cuando las enfocamos cada una es original, irrepetible, al igual que cada momento de la vida.

Enfocar lo pequeño es importante para el niño pero enfocar lo grande también. La meditación con las estrellas es extraordinaria. Hay incontables estrellas, millones y millones. Entender, aunque de forma muy elemental, la distancia que nos separan de ellas y el tiempo que viaja la luz a través del espacio hasta llegar a nosotros nos ayuda a entender mejor la fragilidad de la vida, la inmensidad del universo. Tumbados en el suelo bien abrigados intentamos enfocar una estrella y percibimos el color de la estrella, el titilar de su luz imaginando todo el tiempo que ha tardado en llegar hasta nosotros. En realidad un momento especial.

Hay que entender lo pequeño y lo grande, pero también lo mediano. La meditación del corazón es íntima y es cálida. En parejas, uno tumbado boca arriba y el otro acurrucado dejando la oreja en medio del pecho del compañero o compañera. Poco a poco escuchamos el ritmo del corazón, la sístole y la diástole, el sonido que se acelera o se enlentece, la respiración acompasada. Todo corazón tiene su música, parece decirnos algo, incansable, bombea la sabia de la vida que pasa por nuestras arterias y tal vez, nos recuerda, ese otro corazón que escuchamos buena parte de nuestra vida intrauterina.

De alguna manera todos los niños hemos meditado cuando rastreábamos la orilla del mar para conseguir conchas vacías, o nos perdíamos en el bosque otoñal para encontrar hojas grandes y pequeñas, amarillas y rojizas. La naturaleza del niño se puede entretener en la gota que cae desde el tejado experimentando casi en su propio cuerpo las ondas concéntricas que provoca en el charco. Todos hemos jugado con las nubes y sus formas, contando los colores del arcoiris, siguiendo el rastro de hormigas hasta el hormiguero.

Pero no nos confundamos, la meditación en el adulto tiene una función de derribo, de aquellas estructuras del carácter que nos separan de la totalidad y que nos impiden la profundidad de lo que somos. En el niño la meditación es curiosidad y es aprendizaje, es reconstrucción de una estructura que se está solidificando, eso sí, con materiales nuevos, sensibles, casi me atrevería a decir, orgánicos. Es a través de la experimentación que el niño descubre su identidad en concordancia con lo que le rodea y no es extraño que su cuerpo y sus sentidos, el juego con los demás, la interrelación con la naturaleza sean los principales protagonistas.

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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