La humanidad tardó mucho tiempo en darse cuenta que aunque, en su experiencia del día, el sol giraba en torno de la tierra, había otra verdad más objetiva que lo negaba. Y es comprensible la dificultad en hacer esa traslación entre la experiencia subjetiva del mundo y otra más amplia. Nos aferramos a lo más inmediato, a lo que tenemos a mano, vivimos de lo cotidiano para lo cotidiano. Vivimos, por así decir, sumergidos en un agua subjetiva que lo impregna todo, que lo empapa todo sin dejar resquicio para el contraste, la relativización o la reflexión. Somos víctimas de nuestra percepción, somos esclavos de nuestros procesos mentales, de nuestros filtros culturales que nos hacen ver las cosas como si fueran reales cuando son lo que son, diferentes interpretaciones de una misma realidad.
Empezamos a literalizar el mundo literalizándonos nosotros mismos, creemos que somos aquello que pensamos de nosotros mismos, que no es más que una imagen remozada de aquello que los demás piensan de nosotros. Una especie de bucle que se retroalimenta constantemente. Pero nos conformamos con una visión que nos da seguridad sin darnos espacio para investigar donde llega eso que somos.
Nos avenimos con el mundo simple de las apariencias, sólo creemos en lo que se ve, en lo que tocamos, en lo que sentimos, como el niño pequeño que al taparse los ojos cree inocentemente que el mundo ha desaparecido. No hemos buceado en la inmensidad del iceberg de la vida que queda por debajo de la línea de flotación llamada normalidad. Si es normal es bueno, es lo que Dios manda, es según las buenas costumbres, es por tu bien. De lo contrario te significas, te estigmatizas, te marginas, te vas por el camino de la perdición. Aunque hay que decir que todos soñamos en no ser normales, en ser diferentes, únicos.
Inocentemente creemos que todo lo que está escrito en un libro es serio, que todo lo que sale en la tele es real, que la corrupción está sólo en los bajos fondos. Creemos que la noticia urgente y sesgada de un momento es más real que el hecho mismo y todas sus circunstancias que lo rodean, que evidentemente no caben en una noticia de veinte segundos. Sucumbimos al rumor porque es más fácil de manejar que una verdad compleja.
Literalizamos la vida cuando sucumbimos a la urgencia del deseo, creyendo que el deseo y su objeto son una misma cosa. Literalizamos cuando confundimos sexo con genitalidad, importancia personal con fama, riqueza con dinero. Creemos que el coche nuevo nos dará una nueva versión de nosotros mismos, nos va a hacer más libres, más felices, cuando en realidad todo deseo no es más que un eco de eternidad que añora revestirse de mortalidad pero que, en el fondo, nunca puede ser completado. Cuando deseamos lo que deseamos no nos damos cuenta de que el objeto en sí no es más que la metáfora de algo mayor que no puede ser concretado.
Literalizamos la vida cuando creemos que la verdadera seguridad está en una cuenta bancaria, cuando creemos que la fuerza está en los músculos forjados en gimnasios, que la belleza se esconde en el arte del maquillaje, en el frufrú de la moda, o que el paraíso del descanso está en las postales idílicas de las agencias de viajes.
Todos somos literales cuando pasamos por encima sin leer entre líneas, cuando nos quedamos en la superficie de las cosas, embobados por el colorido de las formas. Somos excesivamente literales cuando queremos vivir en un mundo demasiado simple, demasiado plano para estrujarlo a nuestro antojo, cuando el mundo no es plano sino multipolar, no es simple sino complejo, no es manejable como se maneja una máquina.
Somos lamentablemente literales cuando creemos que la enfermedad está en el síntoma y la salud en su disolución, cuando pensamos que las guerras se gestan en una mera disputa de fronteras, cuando confundimos espiritualidad con doctrinas, letanías y postraciones, cuando en definitiva, confundimos el valor que tienen las cosas con el dinero que cuestan.
Escapamos de la profundidad porque fantaseamos que en el pozo oscuro de nuestra alma habitan los demonios, fuerzas amordazadas que es mejor no despertar. Nos defendemos de la profundidad porque en el fondo de lo que somos reina la ambigüedad. Somos una mezcla indisoluble de feminidad y masculinidad, de consciencia e inconsciencia, de individualidad y fusión con el grupo, y en esa ambigüedad no puede vivir un ego que vive maltrecho de certezas y pretende un orden y control obsesivos.
En esa literalidad no cabe un otro. Nos enamoramos efervescentemente, pero en realidad buscamos un espejo donde vernos engrandecidos. Buscamos un cómplice, una muleta, un lecho caliente, pero nos defendemos del otro como tal. Aquél quien no resiste su propia complejidad permanece en un diálogo para sordos donde las anteojeras de la manipulación emocional persiguen como único objetivo que el otro sea como yo quiero que sea. Y punto.Tanta violencia en las propias casas nos lo confirma. El fracaso en la comunicación se da cuando el otro no tiene cabida dentro de uno. No hay sitio para la diferencia. Y por tanto, el discurso es un ataque o una defensa pero no un enriquecimiento.
Lo literal se ceba en una falacia, que todo acaba donde acabo yo, donde ya no veo más. Temíblemente la muerte es un final, y el recién nacido un espacio vacío que hay que llenar. Tal vez hay una pereza en lanzar esos hilos invisibles que comunican las cosas con procesos del alma para darle sentido al hecho de vivir. La vida es un libro que hay que leer, nuestra existencia es un marco de sentido. Vivir la vida que nos han dicho que hay que vivir forma parte de esa literalidad, descubrir, en cambio, qué mensaje nos trae el destino forma parte de una profundidad que nos aleja de un mundo estrecho y plano para alzar el vuelo en todas direcciones posibles.
Julián Peragón