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Cuando parece que el tiempo vuela, se acelera y se desboca sin que lleguemos nunca a controlarlo del todo ni a él ni a nuestros asuntos… frenemos. Sentémonos y aterricemos en el tiempo íntimo y único del momento presente: el tiempo de la meditación, contrapunto de la vida ajetreada. Escribe Julián Peragón.
De tanto mirar nuestros relojes pensamos que el tiempo es algo objetivo; y sin duda hay un tiempo cronológico que medimos a través de la rotación y traslación de la tierra alrededor de nuestro sol. No obstante, el tiempo que vivimos es un tiempo subjetivo y depende de nuestro deseo o de nuestra aversión, de tener prisa o estar sin más deambulando, de nuestro interés o nuestro aburrimiento. Es el tiempo que vivimos, que celebramos o que sufrimos. Es el tiempo que verdaderamente cuenta, el que acompaña nuestra experiencia.
Ahora bien, vivimos en una sociedad donde el tiempo se acelera. Atrás quedó el tiempo cíclico de los agricultores o pastores, el tiempo de la caza o la recolección, el tiempo de la fiesta o el tiempo sagrado. Ahora todo es empuje y aceleración. El tiempo se ha convertido meramente en un medio para alcanzar logros. El individuo no puede llegar a la excelencia sino a través de un racimo de trofeos sociales con un elevado grado de prestigio. Hay que poner la directa y llegar lo antes posible. De alguna manera estamos presos de una cultura del rendimiento y del beneficio. Por eso otras culturas nos parece que van a cámara lenta, y tal vez por eso muchos antropólogos se sorprendían de cómo ciertas tribus tardaban muchos días en construir una simple barca, sin darse cuenta de que lo importante no era meramente la construcción de una herramienta de pesca sino la integración de todo el poblado en un tiempo común de celebración y de ajuste social. Estamos perdiendo, sin duda, el tiempo del saber estar y el tiempo de acompañar los ritmos, personales y colectivos, el tiempo también de integrarse en la naturaleza.
Quizá por todo eso, la meditación es un contrapunto a esta vida ajetreada porque nos hace sentar en quietud y en silencio. Más de uno, en sus inicios como meditador, ha notado el aterrizaje forzoso entre el tiempo loco del mundo y el tiempo lento de la atención consciente, como cuando de niños salíamos del caballito del tiovivo y pisábamos la tierra quieta y todo nos daba vueltas.
Atender en meditación al cuerpo, a las sensaciones o a la respiración implica necesariamente salir del bullicio mental, hacer un poco de silencio y escuchar la vida que fluye en el interior y en el exterior. Al dejar de pisar el acelerador nos damos cuenta que no tiene sentido marcarle el ritmo al corazón, controlar la respiración, empujar mentalmente el segundero. La meditación es flujo, es ritmo, es acompañamiento. Lo primero que vemos en meditación es el exceso de control al que sometemos la vida hasta el punto de sentir ansiedad o angustia, y por eso es urgente aprender a dejar que las cosas sucedan, cultivar el arte del no hacer.
El tiempo de la meditación es un tiempo atemporal, un tiempo que va con nosotros, que se adapta a nuestro quehacer y a nuestro sentir, al igual que el globo aerostático va inserto en la brisa que lo mueve sin sufrir freno o aceleración.
Cada instante se convierte en una nota que fluye con la partitura de la vida. La música tiene un tiempo, es cierto, pero cuando la escuchas eres llevado por ella y se diluye la sensación temporal. No tendría sentido, verdad, escuchar a Chopin al ritmo de un pasodoble, y no tiene sentido meditar con un metrónomo. Lo importante es escuchar y escucharse. Hacer silencio en nuestro interior para que la realidad de la que formamos parte se exprese, digamos, a su ritmo, con su propia naturaleza. Como la ola que va y viene sin ser juzgada por nuestras valoraciones.
Meditar es aterrizar en la presencia, y la presencia no tiene un tiempo concreto porque es apertura donde cabe la infinitud del ser, lo insondable del universo, el espíritu en acción que todo lo interpenetra. Meditar es simple y llanamente estar en el ahora, un eterno y renovado ahora.