“Mucho ha llegado a saber el ser humano / y a mucho de lo divino ha mencionado, / desde que somos diálogo / y podemos oírnos mutuamente” (Hölderlin, Fiesta de la paz ).

Se cuenta de Thomas Münzer que habiendo progresado su profundo soliloquio hasta el desdoblamiento de la personalidad, uno de los discípulos oyó hablar a dos personas en la estancia de aquel; mas comoquiera que de la estancia no saliese más que este, el discípulo le preguntó quién había estado allí con él. Respondióle: “Acababa de preguntar a mi Dios qué debo hacer”. El discípulo le dijo: “¿Y tan rápida ha sido su contestación?”, a lo cual replicó su maestro: “Te digo, en verdad, que mandaría a Dios a los mil diablos y al fuego de los infiernos si no diera contestación a mis preguntas”. En esta anécdota,  recogida en Thomas Münzer, teólogo de la revolución, de E. Bloch, el teólogo solicita a dios, de tú a tú, que le responda, que entre en diálogo con él, que le trasmita su sabiduría acerca de lo que le pregunta. Si no lo hiciera, responde irónicamente, le enviaría al infierno, lugar creado por él mismo como uno de los destinos reservado a los humanos por sus pecados imperdonables. Si dios no responde comete ese tipo de pecado.

La necesidad de saber de los humanos ha venido ancestralmente acompañada por una interpelación. Pero, ¿quién indica, señala o da respuestas a las preguntas sobre la naturaleza íntima del ser humano? Es innegable la necesidad de abordar tal cuestión, y ello debido a que está imbricada en la experiencia de los innumerables acontecimientos cotidianos y universales ante los que nos vemos abocados. Nos referimos a la necesidad de comprender cuestiones vitales que competen al sufrimiento humano como cuando uno sufre por una crisis personal, la pérdida, la soledad, la necesidad de sentido y el encuentro con lo absurdo, la finitud… Aunque ese preguntar, también metafísico, ya nos viene de la infancia, como la pregunta del niño: “¿Quién puso el cielo / y hasta donde llega?”, en el poema  Animula, Vagula, Blandula de Cernuda.

La carencia que se siente por no saber o no poder profundizar en experiencias que inquietan y desasosiegan se suele manifestar en esos momentos en que uno experimenta la fragilidad y la ignorancia. Ante la impotencia de no obtener respuestas debido al escaso conocimiento de nuestra propia naturaleza, es frecuente la creación de la otredad, un destinatario de nuestro discurso, un alguien, al que le atribuimos un saber-poder. Esa otredad ha sido a lo largo de la historia una figura de orden superior, es decir, sobrenatural o trascendental.

Ciertamente en los tiempos de la magia y el mito, el mundo de los sentidos y las interpretaciones sobre la naturaleza humana, la trascendencia, la vida y la muerte o el cosmos, entre otros, emanaban del diálogo que individuos excepcionales (chamanes, hechiceros, brujos y dioses) mantenían con esos entes superiores. Ellos eran los mediadores entre la tierra y el cielo. Y trasmitían a continuación ese saber a las gentes de su pueblo o comunidad. Los proveían de los sentidos acerca de la vida que demandaban. Después de siglos la Iglesia toma la exclusiva de la relación con lo sobrenatural, categorizando nuevas realidades, discursos y comportamientos. Asimismo, junto con la estabilización del discurso eclesiástico, paralelamente se ha ido desarrollando el asentamiento de la conciencia racional, focalizada por la ciencia hacia el mundo exterior. Dos formas de conciencia institucionalizadas frecuentemente antagónicas,  pero el diálogo sobre aquellas cuestiones ha estado y sigue mediatizado, si no protagonizado en gran parte del planeta por la visión e intereses de la religiosidad oficial.

Así, el destinatario, esa otredad a quien se dirige la demanda, varía en función de las creencias y necesidades de quien lo solicita. Sucede entonces que ante tales cuestiones, la búsqueda de ese receptor se plasma habitualmente en demandar más allá del ámbito racional dirigiéndose a la trascendencia. Recogemos un ejemplo del film “El árbol de la vida” de T. Malick.  El apremio del sufrimiento ante lo intolerable: la inesperada muerte del hijo, que acongoja a Mrs O’Brien, y le incita a preguntar a esa trascendencia -el que sabe y puede quitar el dolor y no lo hace-: Te fui desleal / Lo sabías / Señor ¿por qué? ¿Dónde estabas? Ante la no respuesta, la reacción de la mujer es la autoculpabilización, la incertidumbre y el descreimiento.

Es cierto que preguntamos, que interrogamos a un tercero para obtener respuestas a la preguntas universales que nos muestren algo que nos consuele y aliente. Otra cosa es que nos ayude a  comprender. Aunque estimamos que tan importante como a quién, es reflexionar desde dónde se interpela a ese alguien. En este caso, que es el más usual, se hace desde el pensar con su correspondiente carga emocional. Pero ¿es que acaso se puede interpelar desde otro lugar que no sea el dialéctico-emocional? Qué respuestas tan distintas tenían, por ejemplo, sobre el cosmos aquellos antiguos que lo consideraban sagrado frente a las que obtendrían quienes lo consideran un espacio profano. Podemos concluir que desde allí desde donde se pregunta, la respuesta varía ostensiblemente. La naturaleza de las respuestas es distinta con sus diferentes efectos en el modo de conocer y en el comportamiento humano en tanto el punto de partida lleva implícitamente dos visiones, dos naturalezas contrastadas de una misma cuestión.

Cabe apreciar que como seres dotados de lenguaje que somos, cuando elaboramos una pregunta lo hacemos desde una percepción reflexiva. Es decir partiendo de una percepción que sitúa al individuo pensante fuera de los objetos y los sucesos. Como dice Pessoa en Poemas completos de Alberto Caeiro: “Miro y las cosas existen. / Pienso y existo sólo yo”. En este caso pensar convierte la existencia -lo que está ahí fuera- en el mundo: un mundo que contiene las cosas físicas y las ideas. Sin embargo, pensar no es igual que saber, aunque puedan coincidir. Pues hay un saber más allá de la palabra y de la emoción, que es el saber consustancial al acto de comprender.

Pero además, el que pregunta y pide diálogo, puede confundirse con sus propias voces, ya que continuamente uno está en conversaciones con uno mismo, y esos monólogos que no son sino la polifonía de nuestros yoes mentales, narraciones internas que se ajustan las más de las veces a hábitos mentales que emergen como discursos. Y hay quien, incluso, llega a tomar esas voces como provenientes de alguien diferente de uno mismo. Pero antes de la existencia de esas voces, y agazapado bajo el lenguaje se aposenta algo que es natural y universal, algo sobre lo que se ha desarrollado y se sustenta el lenguaje: el silencio, reconocido en las pausas existentes entre las palabras y en el intervalo que se halla entre los pensamientos.

Así pues,  ciertamente el ser humano necesita del diálogo para saber, para conocer y es indudable que esta forma de comunicación está vinculada a la dimensión social: aprendemos de los otros. Además, la misma  existencia humana no puede dejar de ser un movimiento dialógico, participativo entre los más diversos elementos. Ahora bien, las preguntas vitales no llegan a obtener respuesta de ese tipo de diálogo, ya que ni la magia, ni el mito, ni la intermediación de terceros, ni la angustiosa súplica a la otredad trascendental, ni el limitado registro mental racional, han dotado de un conocer capaz de llevar a entender profundamente lo que realmente se necesita sea descubierto.

La avidez humana por saber fuerza a buscar más allá de la ignorancia resignada, impulsa a preguntarse desde una disposición capaz de interpelar más allá del umbral conocido. Ahí, donde emerge la extrañeza del instante y la extinción del discurso, pues más allá del significado intelectual las respuestas inesperadas, inefables e inteligibles, surgen, cuando surgen, del silencio.

Aitxus Iñarra

Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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