La enseñanza invisible

Dice un viejo refrán chino que “los caminos fáciles no llevan lejos”, dicho que nos viene a pelo para hablar de la enseñanza espiritual en estos momentos que abundan tantos métodos fáciles y tantos cursillos milagrosos acelerados que nos hacen perder de vista aquel otro aprendizaje espiritual de la mano del maestro que en la tradición requería años y años de un laborioso esfuerzo.
Podríamos decir a bocajarro que sólo se enseña lo que uno es, como si lo de menos fuera la letra y lo de veras importante fuera la intención que hay detrás que se percibe en la mirada o en el acto por más insignificante que éste sea. Enseñanza a menudo invisible que requiere de la presencia interna tanto del maestro como del discípulo y que los involucra en un proceso vivo que se cuece etapa tras etapa.
En India el maestro es más que un padre, es como un dios al que se le da la total confianza y absoluta entrega. Ahora, en nuestra actualidad, con la distancia que nos separa, las relaciones interpersonales han madurado en igualdad sin por ello perder el respeto hacia el otro, y nuestra relación con los maestros necesariamente ha cambiado.
La cuestión debería ser otra, aparte del cambio evidente de formas, ¿qué confianza habríamos de tener en alguien para atrevernos a dar un salto al vacío, más allá de nuestra ignorancia?. ¿Cuánta fe deberemos tener cuando lo que se nos pide en este camino largo de la autorrealización es dejar las pieles rígidas de seguridades y quedarnos invulnerables ante lo desconocido?.
No es de extrañar que en esta relación entre maestro y discípulo, como entre profesores y alumnos, tengan que haber unas exigencias mínimas por ambas partes para que el resultado tenga éxito, de la misma manera que no nos atrevemos a una relación larga de convivencia con un otro sin saber quién es éste y cómo reacciona ante las dificultades cotidianas.
Nos gustaría en este artículo ponernos en la piel de uno y otro; comprender los procesos y las etapas por las que tiene que pasar aquél; y ver, por último, los errores y las confusiones que curiosamente forman parte del camino.

El discípulo
El discípulo es cualquiera de nosotros que sintiendo que la vida es un impulso hacia delante lo transforma en anhelo de completitud. De la necesidad primordial que todos tenemos de querer mejorar , espera remontarse a un nivel más consciente. En este lance no se vive meramente una curiosidad intelectual, aparece una sed espiritual que nos deja insatisfechos tal vez porque la mitad de nuestra alma no es de este mundo. y añora la serenidad del espíritu.
En parte es uno el que se lanza a la vida deseoso de todas las promesas que nos trae el viento desde el horizonte, las mismas corrientes de pensamientos y de vivencias que cada época arrastran, pero otra parte, es esa misma vida, que nos conforma, que dosifica las lecciones del rosario que hemos de aprender y que se transforma en la verdadera y permanente maestra.
Entre aquel impulso febril y la resitencia de los hechos se crea una fricción que hemos de resolver. Entre la candidez de los primeros pasos y las múltiples incógnitas que se irán desplegando tendrá que aparecer el maestro.
Dicen que cuando el discípulo está preparado no tarda en aparecer aquél pues el maestro verdadero es una guía interna que nos pone en situación de superar pruebas cuando lo necesitamos de veras, y encuentra a las personas adecuadas que favorezcan ese proceso de comprensión.
El discípulo en la tradición india es shishya, el que tiene necesidad de recibir enseñanza. Este periodo consiste en un espíritu de búsqueda lleno de entusiasmo y pasión, única manera de acobardar a los miedos. Ahora bien, nos preguntamos, sin una idealización del camino a recorrer ¿empezaríamos a caminar?; sin el ego adolescente que quiere poder, fuerza, reconocimiento ¿abandonaríamos nuestra guarida infantil o nuestras conquistas ostentosas?. Es posible que sin la ilusión de aquel que quiere verse a sí mismo sin mácula o del que cree que los sueños pueden realizarse algún día no nos arriesgaríamos a las incomodidades del camino.
Y es que tras la lucha encarnizada con el dragón nos espera una bella princesa o tras la espera tediosa de la eternidad tiene que aparecer el príncipe anhelado. Mensajes de los cuentos iniciáticos, verdades del encuentro con nuestra alma, con el ángel olvidado de nuestro inconsciente, pero verdades a medias, pues nunca la princesa será igual de dulce como la soñábamos o el príncipe tan impecable como hubiéramos querido.
Nuestro ego empujado por las limitaciones que siente, y persiguiendo la gloria que le falta, camina. Camina de momento sin orientación.

El camino
El camino es largo, lo sabemos, metáfora tal vez de los innumerables obstáculos con los que nuestra inconsciencia tropieza. Pero también el camino es una paradoja pues de hecho no existe como tal. Habríamos de recordar aquella cita del chamán Don Juan cuando le dice a Carlos Castaneda que los caminos no llevan a ningún sitio salvo, acaso, a uno mismo. Y es que el camino es un ciego laberinto que da vueltas y vueltas sobre los mismos recodos hasta que descubrimos que el camino rodeaba un centro, y ese centro no está lejos del corazón, también llamado uno mismo.
Tal vez el camino sea el espejismo del cambio y el maestro un malabarista de ilusiones para hacernos llegar a lo real de una forma consciente.
Así, el camino, aparece como un ardid de la tradición que hay que andar para llegar adonde ya estábamos. Más acertado sería decir junto a Walt Whitman “estoy con mi visión soy un vagabundo en un viaje perpétuo”.

El encuentro
Todo maestro no es nuestro maestro, aunque deberíamos aprender de la piedra, del niño y del loco, de todo aquello que se mantiene fiel a sí mismo lejos de las máscaras. Ahora bien, cuando sentimos que alguien nos impacta de tal manera que hace de catalizador de nuestro proceso interior entonces hemos encontrado al maestro.
Es posible que haya algo que les trascienda a los dos pues formamos parte de una cadena invisible en la cual cada eslabón tira y es tirado del siguiente. También es posible que se dé un periodo de tanteo donde cada uno sienta el temple y el estusiamo en este lance del conocimiento interior. Una vez reconocido las esencias es posible empezar la enseñanza propiamente dicha.
Puede que el encuentro no sea fortuito y tenga razón Herman Hess cuando decía que todo encuentro es una cita.

La enseñanza
Desaprender. Empieza el largo proceso de desaprender pues sin quitarnos el viejo vestido de los formalismos sociales que sirvieron en otra época no integraremos fácilmente un nuevo vestido, otra visión de las cosas. Pues la visión del sabio es parecida a la del arcano del colgado en el Tarot que está cabeza abajo, símbolo de que ve al revés de la normalidad de las personas, que puede captar la doblez de la vida, lo que aparentemente está oculto.
Subconsciente. En este proceso de desaprender, el maestro no se enfoca solamente hacia lo consciente pues se necesita educar al subconsciente pues será el suelo fértil de la posterior realización personal.
Diferentes niveles. Habrá que sentir que la repetición es necesaria, habilidad del maestro para proponer la misma enseñanza en diferentes niveles, bajo una perspectiva nueva.
Dificultades. Por eso no es conveniente atajar de frente las dificultades sino más bien rodearlas. Aún más, utilizar el error como fuente de aprendizaje, como camino alternativo para conocerse uno mismo.
Inseguridades. Si, en este proceso, potenciáramos sólo la fuerza y el acierto, estaríamos creando un castillo en el aire de falsas seguridades. Las debilidades es lo primero que hemos de encontrar para reconocer cual es nuestra frontera con el mundo. Las inseguridades también son una fuente de riqueza que mantiene el nivel de atención sin agrandar el ego. Pues el camino interior no es, como se podría pensar al inicio, un camino de perfección, de excelencias humanas, sino un camino de aceptación donde la fuerza y la debilidad, la consciencia y la inconsciencia, en definitiva, nuestra luz y nuestra sombra son partes de un mismo proceso, de una realidad multipolar.
Rutina. Así es necesario romper con la rutina y abrirnos a un universo nuevo a cada instante. Lo que la cultura ha matado o sepultado bajo el asfalto, la mirada nueva encuentra los resquicios para una nueva vida.
De esta forma nos hacemos fuertes, no ante respuestas prefabricadas o enseñanzas fijas que nos da el maestro, sino fuertes ante lo novedoso, hábiles en la improvisación, sutiles en lo desconocido.
Acción esencial. Aprendemos a actuar cuidando los detalles pero sin obsesión, con esa cierta distancia que preserva nuestra libertad.
Diríamos que el sabio es exigente por dentro y tolerante por fuera pues no se deja atrapar por la imediatez del conflicto ya que está referido a un todo mayor del cual todos formamos parte.
Esta será la enseñanza básica del maestro, la conciencia de la acción en el mundo, la comprensión del karma, de las innumerables consecuencias que tienen nuestros actos y de la precaución al querer atesorar los resultados de aquellos.
Por eso el mayor tesoro en el camino interior es la ecuanimidad ante el éxito como ante el fracaso puesto que el camino se hace a base de muchos trompicones.
Sugestión. No es raro que el maestro utilice la sugestión mental tal como se ha representado en el Baghavad Gita entre Krishna y Arjuna, donde la encarnación de la divinidad utiliza todos sus recursos para elevar el desánimo del príncipe guerrero a la batalla.
Guerrero. El discípulo debe convertirse en un guerrero espiritual, debe sentir la vida como una lucha entre la inercia y la conciencia tal como Arjuna debe enfrentarse en la batalla a los cientos de Kauravas, símbolo de las bajas pasiones.
Sentidos. Batalla también a los sentidos, mejor dicho, a la ilusión del mundo que recrean éstos. Dominar los sentidos para captar lo que no tiene voz, lo que no desparrama brillo, lo que se mantiene a la espera de ser escuchado, reconocido. Es el poder de replegar los sentidos para permanencer concentrado, arrobado, extático.
Y es el maestro que sella estos pasos que hace el discípulo, que pone en juego las experiencias que el alumno está preparado a vivir.

La iniciación
La iniciación debería ser un proceso final en ese camino de aprendizaje junto al maestro. Iniciarse es como nacer de nuevo, nacer a una realidad espiritual donde el espíritu tiene más consistencia que la mano que vemos delante de nuestros ojos.
En ese segundo nacimiento el impulso de conquista, el éxito asociado al ego, la búsqueda de placer o beneficio deja paso a una actitud mediadora ante el mundo. No es que uno no tenga que luchar por la subsistencia, es que el iniciado se siente parte del todo y actúa desde unos criterios más amplios que los estríctamente egóticos. Uno renace a un nuevo cuerpo, una nueva mirada, una nueva vida llena de presencia.
Lo que anteriormente se había rechazado, ahora algo tiene que decirnos; a lo que uno estaba enganchado, ahora deja de interesarnos.
Es el momento cuando nos sentimos religados a lo más alto, conseguido ya el camino de la introspección.
Uno no huye del silencio ni de la soledad, me atrevería a decir que no asusta tanto la muerte porque se siente que hay algo en uno que está en todo y que nunca muere.
El nombre a veces cambia, como cambian los hábitos, como cambian las palabras que utilizamos para recordarnos nuestro compromiso con el nuevo despertar.
Lo evidente en toda iniciación en un hondo sentimiento de gratitud ante todo lo recibido, ante la magia del mundo, y por tanto, una gratitud que se transforma en responsabilidad, conscientes de que lo divino se está haciendo a cada instante y que uno forma parte de esta obra.

El maestro
En la díada maestro-discípulo, desde un punto de vista, aquél es el que menos importancia tiene por más deificado que el maestro esté. De la misma manera que entre el dios y el héroe, el protagonista de la historia es siempre el héroe o la heroína pues ponen en juego la misma esencia de la humanidad, que es lo que importa. El dios o el maestro ya están encumbrados y están al servicio de la humanidad que lucha, nada más. Por eso cada bebé en el mundo es adorado por los adultos porque representa las máximas potencialidades de una vida nueva.
Lo anterior sirve para indicar que el maestro bebe de la humildad, que es la vida la que lo pone ahí frente a la enseñanza y no solamente sus propios méritos. Tampoco es la cantidad de conocimientos lo que importa sino la capacidad de paciencia amorosa y la disponibilidad. Ni siquiera podemos valorar a un maestro por su discurso brillante, por la exégesis que hace de los libros sagrados sino por lo que desencadena a nivel consciente entre sus discípulos y por la habilidad de sacar el máximo de provecho de los recursos personales de éstos.
Pero sobre todo el maestro es el que sabe imprimir la validez de una práctica duradera en el discípulo y que ésta sea inteligente, que tenga en cuenta de dónde se parte y adónde se quiere llegar, de cuáles son las estrategias a seguir según las dificultades encontradas.
No obstante, hay que esperar que se establezca un diálogo más allá del cúmulo de técnicas y sutras sagrados, un diálogo silencioso entre el aprendiz que reconoce el conocimiento y la experiencia vivida en el maestro, y de éste que cree profundamente en las potencialidades de su discípulo.

La confusión del maestro
Juan de la Cruz decía que para ir a donde no se sabe, hay que ir por donde no se sabe. Es incierto el largo camino pues muchos son los que se han desviado o que se han entretenido en un brazo del laberinto. Otros se han quedado a medias pensando que una experiencia cumbre de súbita iluminación ya daba por acabado un proceso que nada más acababa de empezar. Maestros que en su confusión han creado mucha más confusión. No obstante, podemos encontrar ciertos elementos claves en esta confusión.
Las palabras. Las palabras requieren prudencia, hay que medirlas en una balanza y poner en el otro platillo nuestra alma; si el fiel de la balanza se mantiene en su centro, las palabras se deslizan como pétalos de terciopelo y dan luz como luciérnagas en nuestra oscuridad. Pero si hay desequilibrio, si las palabras no responden a nuestra realidad, se articulan como grúas oxidadas que difícilmente se digieren y bien, atontan o adormecen.
En la maestría es peligroso que la fuente de enseñanza sea sólo el discurso, la arenga, la doctrina. Porque según el sentido común, hablar tanto es no decir nada ya que cabe el riesgo de que en la suma y resta secreta que hacen las palabras el saldo sea nulo o negativo. Habría que recordar constantemente satya, la virtud de la sinceridad, y hablar sólo para mostrar lo invisible, para captar las evidencias, para dar paso al corazón, esto es, para compartir.
Si la gran mayoría de maestros han utilizado la parábola, el cuento, los koan, los sutras y los acertijos sería para despojar al conocimiento de tanta palabra innecesaria, para que lo breve y lo conciso diera paso a lo fecundo así como una ola es el anuncio de un mar inconmesurable.
Sabiduría. Otra trampa para maestros listos y discípulos bobos es creer que el maestro tiene siempre una respuesta para todo, como si no fuéramos seres en medio del misterio. Es cierto que el maestro tiene una linterna para alumbrar el camino, luz que nos puede ayudar también a nosotros, pero la oscuridad de la noche no la mitiga ni todas las estrellas juntas del cielo. También lo decía Shakespeare en boca de Hamlet, “entre el cielo y la tierra hay más cosas de las que caben en tu filosofía”.
Vendedores de sueños. Con cien verdades exóticas hilvanadas en un bonito collar y otro tanto de elixires milagrosos, ya estamos preparados para los encantamientos. Es fácil vender sueños, sueños holísticos planetarios aunque en el fondo sean los de uno, pero los sueños hay que encarnarlos porque sino transitan en pesadillas. Los sueños se compran porque los que los compran están un poco desesperados, porque el mundo es duro, porque la carga es pesada, porque la realidad se muestra anodina, en definitiva, porque el amor está ausente. Pero los sueños te suben a los cielos en una pretensión buena de elevarte por encima de los propios límites y, sin previo aviso, te dejan caer poniéndote verdaderamente a prueba. Y es que, hasta para soñar hay que estar preparado de antemano. Por eso vender sueños sin alas ni paracaídas es irresponsable.
No obstante, hay una magia honesta, magia de la transformación, de hacerse a sí mismo por encima de las dificultades. La magia también de regar la semilla de los que seguimos a los maestros para romper la ilusión de lo cotidiano, abriendo ventanas a nuevos horizontes. Pero esa otra magia de la que hemos hablado, que trampea las situaciones, que vende autoridades, que firma en las esquinas de lo divino como si fueran cuadros originales. Esa magia no nos conviene.
Poder. No estaría de más recordar que ni la flauta, ni siquiera el flautista, son la música que suena. Imagen precisa de que en la enseñanza es igual. El maestro es un instrumento a través del cual pasa una vida interna que puede ser mostrada a otros.
Cuando el maestro cree que es el poseedor del conocimiento hace de aquello un tesoro y se convierte en una llave que abre o cierra a su antojo sin darse cuenta que lo que tiene en realidad es la llave de su propia celda de oro.
Es cierto que el chamán, el maestro, juegan en un mundo de poderes de otra realidad pero si no se domina al poder, éste nos coge por el cuello y nos vampiriza. Y es que el poder no es de nadie, tiene que transitar hacia la situación que lo requiera sin mediar el ego, tiene que actuar para un bien mayor y no para nuestro propio interés.
También hay que decir, desde una realidad más psicológica, que en la transferencia de poder que hace el discípulo al maestro, éste debe retomarlo con la condición de devolverlo progresivamente, hacia la total autonomía de aquél, y no, como tanto se ha hecho, como servilismo que mantiene una jerarquía, un poder, unos privilegios.
Modelo. En la vida como en la enseñanza, un buen caminante no deja huella. El peligro que incurre el maestro al colocarse como modelo es que va a hacer una clonación de su persona y a conseguir un séquito de papagayos que repiten las mismas verdades. No hay más modelo que el propio, el de cada alumno o discípulo, ese que está plegadito en el inconsciente, aquello por lo cual nuestra vida puede tener una misión genuína. Pues no se trata de limitar las posibilidades a una sola sino la de enriquecernos con la diferencia. De ahí la escucha necesaria del maestro, la tolerancia con la verdad del otro, la comprensión de los mecanismos de cada uno. Y es que para enseñar deberíamos aprender a aprender, a sabernos poner en la piel del otro con toda la curiosidad del mundo por muchas vueltas que hayamos dado a éste.

La confusión del discípulo
Es la otra cara de la misma moneda. El maestro es el espejismo que nuestra inconsciencia crea. Buscamos en él o ella lo que nos gustaría ser y que nuestro temor bloquea. Por eso buscamos y mantenemos al guru tramposo que satisface nuestra idealidad antes que al maestro verdadero que nos pone frente a nuestras realidades más duras.
Cuando un maestro nos enseña a tomar partido de la inseguridad, del miedo y de la ignorancia es que nos ha enseñado algo esencial. Si en vez de esto, aquel nos muestra con una mano nuestra impotencia mientras con la otra nos señala la luna, es que nos hemos atado a una noria cual limitado asno.
Por eso, hay que estar muy atentos, porque hay maestros tan invisibles que se acercan, y recrean una situación donde hay contenida una importante lección, para marchar sin ser vistos.
Y es que cuando somos capaces de pensar libremente y de tomar las decisiones vitales de nuestra vida, el verdadero maestro se convierte en lo que de verdad ha sido siempre, un amigo.

Julián Peragón

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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