Tal vez el mayor impacto de viajar a la India no sea tanto al llegar, como al volver a casa. La experiencia de conocer ese país-continente nos va abriendo la mente, el corazón y las entrañas a un mundo completamente diferente, hasta el punto de que, al aterrizar en el viaje de vuelta, nos cuesta reconocer nuestra realidad cotidiana. Y uno de esos impactos tiene que ver con lo material: después de haber visto, y difícilmente digerido, imágenes de miseria en las calles de cualquier ciudad de la India, al llegar al aeropuerto de Heathrow o de Barajas y ver en los escaparates todo ese despliegue de lujo y opulencia, nos resulta difícil comprender como mundos tan distintos pueden habitar el mismo mundo. Tal vez en el viaje de ida, esperando nuestro avión, nos habíamos parado a mirar esos mismos escaparates. Pero después de conocer la India, algo ha cambiado en nosotros, una espina clavada en algún punto de nuestra conciencia que nos impide aceptar sin más, como partes necesarias del sistema, la injusticia y la desigualdad. Una injusticia y una desigualdad que no se dan solamente en términos Norte-Sur, sino también dentro de cada país. Y, en este sentido, la India es un caso especialmente grave con un sistema de castas que, pese a estar abolido por la Constitución de 1950, todavía determina las relaciones sociales y familiares entre los miembros de los distintos estratos. Dentro de este sistema, o más bien fuera de él porque ni siquiera son considerados dignos de pertenecer a una casta, están los intocables, nombre que responde a la prohibición de tocarlos, ya que este simple acto humano llevaría la impureza a las personas de las castas superiores (y, si por accidente esto ocurriera, deberían someterse a rigurosos rituales de limpieza y purificación). Ellos prefieren llamarse dálit, los oprimidos. La pervivencia de de este sistema hace que los dálit sigan ejerciendo hoy en día aquellos trabajos que todos los demás rechazan, por un sueldo de miseria que les impide el acceso a unas condiciones de vida dignas.

En Anantapur, la «Ciudad del Infinito», Vicente Ferrer lleva desde 1969, junto a su mujer Anne, trabajando por la dignidad de los dálit. En los años 60, tras ser expulsado de la India por su defensa de los más desfavorecidos, se le permitió volver a condición de que fuera a vivir a algún lugar remoto donde su actividad no generara demasiada repercusión. El lugar elegido fue Anantapur, una zona casi desértica en el sur de la India, donde los intocables sobrevivían gracias a las escasas cosechas que les daba la tierra. Actualmente, cerca de dos millones y medio de personas se benefician de los proyectos desarrollados por la Fundación Vicente Ferrer, a través de hospitales, centros de maternidad, escuelas, centros para discapacitados, talleres de formación profesional para mujeres, viviendas para las familias con menos recursos o infraestructuras para el regadío. Una vida dedicada a los más necesitados, aunque Vicente advierte: «Para ayudar a los demás primero debemos ayudarnos a nosotros mismos. Es necesario ese difícil equilibrio entre el amor por los demás y el amor por uno mismo».

Las fotografías que componen la exposición «La mirada de los intocables» son un homenaje a estos seres humanos que, pese a haber sufrido durante años la injusticia de la exclusión y la humillación de ser considerados impuros por naturaleza, han sabido mantener en la mirada la humildad, el agradecimiento sincero y, en definitiva, el valor de la dignidad. Son miradas que no nos dejan indiferentes. Al acercarnos a ellos, de alguna forma no podemos evitar sentirnos miembros de una casta superior, la del primer mundo rico y desarrollado, impelidos por una cierta obligación moral de ayudar al prójimo. Pero la serenidad que transmiten y, sobre todo, su gran riqueza espiritual, hacen que algo se agite en nuestro interior y, desde ahí, tal vez surjan algunas preguntas: «Y ahora, ¿quién es el rico y quién el pobre? ¿Acaso no necesitamos también nosotros su ayuda?».

Estas imágenes pretender ser un viaje de ida y vuelta. La ida nos acerca a la realidad de los intocables, a sus esperanzas, sus miedos e ilusiones, y a la necesidad de seguir trabajando a su lado para que puedan alcanzar una vida digna. La vuelta es un viaje a nuestro interior, a las necesidades del alma y a las materiales, a cuestionarnos qué es para nosotros la riqueza y hasta cuándo queremos seguir mirando hacia otro lado ante la injusticia y la desigualdad.

Contemplar una imagen, volver la mirada hacia nuestro interior… y observar.

CARLOS MATEO RIPOLL

carlos.mateo@ua.es

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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