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Imagínate una cumbre desde la cual se divisa un horizonte inmenso o un oasis donde las aguas confluyen. Imagínate un lugar donde los caminos se entrecruzan, una cueva donde el silencio es tan espeso como el alma, un árbol cuyas ramas se empeñan en alcanzar el cielo. Imagina que hay lugares especiales que marcan un acento en nuestro entorno y que, por tanto, se vuelven significativos. No sabemos si el universo es grande o pequeño, infinito o curvado como las alas de una mariposa. No sabemos como las líneas del tiempo y del espacio se anudan en el devenir de la eternidad. No importa, sabemos que nuestro mundo es curvo y pequeño y nuestra orografía caprichosa. Pero aunque viviéramos en un desierto sin límites sabríamos, como humanos, poner una piedra, bautizarla y desde ahí, establecer las cuatro direcciones del mundo.

Sin saberlo, por intuición, habríamos hecho un primer acto creativo. Convertir el caos, lo informe y el sinsentido en un orden. Desde ese punto podríamos medir los equinocios y los eclipses, ver salir el sol, confeccionar un calendario, desplegar incursiones, aventuras y cazerías y volver con triunfos que se añadiran a esa piedra que simboliza el centro del mundo, aquel pilar que sostiene todo el universo humano. Sobre esa piedra blanca o negra daríamos siete vueltas cada nuevo año, escribiríamos nuestras verdades, enterraríamos a nuestros muertos, oraríamos en su dirección. Nos descazaríamos ante su presencia, haríamos genuflexiones y guardaríamos silencio. Es posible que sobre esa piedra construyéramos un templo de devociones y que ofreciéramos las canciones más bella, los perfumes más sutiles. Imagínalos. Sería la Casa de Dios, la Emanación de la Diosa, el Lugar de la Energía. Los artistas harían las representaciones más sublimes y los sabios los rituales más catárticos.

Con todo, ese complejo universo sería llamado sagrado en contraste con todo lo demás, con lo cotidiano, con el quehacer, con la voragine de los hombres, sus trifulcas, sus frivolidades, sus errores y sus miserias, esto es, lo profano. Y los hombres y las mujeres, de tanto en tanto, irian al lugar santo a recomponerse de todo lo vivido, a sincerarse de todos sus pecados, a comulgar con lo que está dentro, con los que están al lado y con lo que está arriba y abajo y en todos sitios. Imagínate la reververación del templo, su luz ténue, sus símbolos de elevación, imagínate oyendo hablar al corazón, temblar al cuerpo, extasiar la mente. Con las generaciones esa piedra, ese templo, cueva o árbol sagrado se irían cargando de significación y de energía. Sería un lugar de Poder, donde el Ser se manifiesta en toda su plenitud, donde la Divinidad es sentida como una elevación de lo que uno es. Ese lugar sería el centro del mundo y ese momento de vivencia sería el centro del tiempo, un tiempo mítico, eterno, inacabable, como un eterno Presente. Un tiempo vivencial de éxtasis que se aleja del ritmo frenético de los hombres para encontrar un ritmo más pausado, más consciente.

Ahora bien, sabemos, nos lo cuentan las viejas historias, que los hombres y las mujeres confundieron la piedra, el templo o el árbol con lo verdaderamente sagrado sin darse cuenta que la piedra es sólo una piedra y que el templo un gesto de ostentación ante lo divino. Algunos, muy pocos, comprendieron que el centro del mundo anida en el corazón, lugar a medio camino entre la cabeza y los instintos, entre la fuerza y la sensibilidad. Y que ese lugar es el único que puede abrazar a la vez los pensamientos, las sensaciones, la intuición y los sentimientos. El único lugar que puede disolver a uno con el otro, el único templo donde se oye el latido de la vida y donde se puede repetir el nombre invisible de Dios. Ese punto de encuentro fue llamado Quintaesencia, Tao, Nirvana, Extasis, Budeidad, Amor y tantos otros que no sabemos.

Cuando el sabio o la sacerdotisa volvieron quisieron recordar lo vivido y compusieron una mesa, un altar, un tótem, un jeroglífico. Imagínatelos. Tal vez hicieran un círculo para recordar que el universo se mueve circularmente, así como la energía; para recordar la eternidad pues el círculo no tiene principio ni final, para indicar que toda nuestra experiencia se graba en ese círculo de vida y que cada punto está a la misma distancia del centro, ese eje de observación donde anida el espíritu. Es probable que los sabios orientaran su centro de poder en las direcciones del mundo y que recordaran el reino mineral, el vegetal, el animal, el humano y los reinos invisibles que nos rodean. Recordarían también la tierra que nos sostiene, el agua que nos nutre, el aire que disuelve todas las fragancias y el fuego que ilumina, así como el eter que todo lo penetra. Seguro que colocarían bolas de cristal, diagramas concéntricos, símbolos geométricos para no perder la concentración en sus meditaciones y plegarias. Héroes e Iluminados antepasados para recordar que la Sabiduría es una trasmisión así como ellos, nosotros y los hijos de nuestros hijos seremos transmisores. Aún así colocarán algo personal e intransferible, un anillo, un collar de perlas, un saquito de simientes, una piedra de colores. Algo que simbolice el encuentro con uno mismo, la total transformación, el segundo nacimiento, el compromiso con el espíritu, el verdadero nombre. Imagina.
Unos bailarán una danza de poder, otros cantarán con toda la entrega, y otros, tal vez, se concentrarán en un abrazo de misericordia a nuestro planeta azul. Cada uno generará su cosmogonía, y entenderá que efectivamente ese lugar está cargado de Presencia, una presencia que imanta sus vidas, que centrifuga el caos, que remite a la serenidad, a la paz del mental, a la incursión en lo mágico o a la irrupción de lo creativo. Aún así, muchos otros quedaron atrapados en una nueva confusión. Imagínatela.

Julián Peragón

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Antropólogo. Escritor y Formador de profesores de Yoga y Meditación de la escuela Yoga Síntesis.

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