Las plazas están abarrotadas de héroes de bronce, literatos de mármol y pensadores de piedra pero no hay ningún monumento al sagrado eufemismo que tantas y tantas ventajas nos procura. El arte de hablar bien, con decoro, evitando las palabras violentas y malsonantes lo empezamos a aprender de bien pequeñitos cuando nos enseñaron a utilizar diminutivos para nombrar cosas feas y apelativos cariñosos o despectivos cuando nos tocábamos nuestras cositas que tanto placer nos daban.

Aprendimos a no decir la verdad descarnada cuando veíamos delante nuestro a un señor que era un farsante o a una señora manipuladora. En el recreo los niños nos insultábamos cruelmente a grito pelao pero en la calle guardábamos las apariencias. La doble moral consistía en decir algo agradable o conveniente de cara y clavar el aguijón de la crítica una vez dábamos la espalda. Y al comprender que todo el mundo participaba de los rumores y difamaciones, aprendimos a tener una doble cara, una doble vida, una moral y otra inmoral, una cívica y otra rebelde, dos personalidades a menudo irreconciliables.

Tenemos la creencia de que sin una pizca de hipocresía y una disposición favorable hacia el otro, el mundo sería invivible, una selva terrorífica de dardos veraces en busca de la primera víctima inocente. Fantaseamos una cruzada terapéutica con el dedo enhiesto dispuesto a meterlo en la llaga abierta. Y puede que no sea para tanto, aunque ciertamente nos merezcamos de entrada una sonrisa aunque seamos calvos, gordos y feos.

De entrada parece que el lenguaje tenga culpa de todo pues decimos lo que decimos en parte porque lo hemos heredado con una carga patriarcal, sexista, racista, supersticiosa, legitimadora del poder entre otras cosas. Así que cuando nombramos algo no sólo lo señalamos, lo evocamos y lo definimos (que en eso radica la función de la lengua) sino que también lo discriminamos o lo estigmatizamos a gusto de nuestra ideología. Un señor que va con muchas mujeres es un mujeriego, y algo de prestigio o admiración provoca semejante hazaña; en cambio una señora que va con muchos hombres es (era) una puta (señorita de vida alegre) con toda la carga de desprecio y repudio que nuestra sociedad le imputa. Así se las gasta el lenguaje que también tiene dos caras y dos raseros para medir un mismo hecho.

Las minorías arremeten contra los abusos del lenguaje y el movimiento politically correct lucha para corregir las discriminaciones que mantiene nuestra cultura dominante. Sin embargo, no por decir persona madura en vez de viejo o persona diferentemente capacitada en vez de minusválido cambia con ella la realidad o la discriminación que sufren estas personas en una sociedad profundamente desigual. Quizá no hace falta decir que soy escaso en melanina cuando soy blanco, de diferente tamaño si soy gordo o de escasos recursos si lo que soy es pobre. Porque antes que las palabras está el pensamiento del individuo del cual aquellas brotan, pero este pensamiento no es nada sin la mentalidad colectiva donde se sostiene. Por eso, fijémonos más en la carga que pone el individuo y los grupos en las palabras y no en las palabras mismas que en última instancia son neutras.

Es cierto que cambiando una palabra por otra cambiamos el acento desvalorizador que aquellas tenían, pero también hemos de tener en cuenta que añadimos a las nuevas los acentos y los intereses del grupo, minoritario o mayoritario que reclama la corrección.
Quizá lo importante no es tanto la voluntad correctora sobre el diccionario sino la actitud deslegitimadora ante el discurso del poderoso y los grupos de presión. Tomar conciencia de la utilización del lenguaje burocrático que tan insidiosamente husmea en nuestra intimidad cuando la administración nos pide datos privados, del lenguaje periodístico que crea noticia donde no la hay, del lenguaje gremial que sofistica una terminología para mantener su poder, del lenguaje científico que margina todo conocimiento que no sigue el método ortodoxo, nos hace poder leer entre líneas y ganar libertad.

El poder suele tener un punto ciego, una voluntad de dominación aunque se rodee de mensajes populares y humanistas, y una de sus mejores armas es el discurso que parece decir algo pero no dice nada. Discurso que confunde porque da la impresión de querer agradar a todos pero, a decir del ojo atento, lo que quiere es atontar para desviar la mirada de lo verdaderamente importante, aquello que evidentemente no se puede destapar.

Nuestros oídos están acostumbrados a esa pátina de irrealidad al que nos tiene acostumbrados el mensaje político, militar y económico, de tal manera que cuando un país hegemónico invade otro país es por el nuevo orden mundial y a favor de la democracia. Si el país poderoso está en guerra es la gran guerra mundial, de lo contrario los otros países participan meramente de conflictos fronterizos de baja intensidad. En el frente de batalla la destrucción se llama daños colaterales y los muertos propios, bajas provocadas por fuego amigo. Si es la policía la que te tortura se tipifica como inapropiado abuso físico, si la empresa te despide debemos decir reajuste de recursos humanos, si tienes un contrato basura de un empleo basura, en verdad, es un plan de promoción del empleo juvenil, si la multinacional echa vertidos ilegales de basura en el mar, no se llamen a engaño, en realidad son emplazamientos en aguas profundas. Los grupos terroristas son fanáticamente terroristas pero el estado apenas utiliza fondos reservados para la seguridad nacional en contra de los extremados terroristas en acciones secretas donde se pasa por alto la normativa de interrogación que cuando se descubre acaba en impunidad. La lista es inacabable.

Cuando leo el periódico o veo la televisión intento leer entre líneas y estar atento para distinguir lo que se dice de lo que realmente se quiere decir y poder adivinar lo que no se dice pero que es lo verdaderamente importante. Por otro lado, cuando hablo o escribo utilizo las mismas palabras que todos utilizamos (de alguna manera nos hemos de entender) pero procuro ver la intención que las mismas palabras embeben o el corazón que late entre ellas.

El tesoro del lenguaje es que nos hace vivir mundos inimaginables y además nos permite comunicarlos, pero el peligro de éste es que nos eleva por encima de la realidad dejándonos ante el abismo que nos separa de ella. El silencio es su terapia y por eso, a veces, recuerdo un dicho sabio de los indios norteamericanos que dice: ¡escucha o tu lengua te volverá loco!.

Julián Peragón

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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