La vida es, al igual que nosotros mismos, una paradoja, vivimos siempre al borde de la incertidumbre con la muerte pisándonos los talones, y hasta en el mismo yo que pronunciamos luminosamente cada día hay agazadapa una duda existencial que nos llena de desasosiego. Somos, por así decir, arrojados al mundo y nos pasamos buena parte de la vida buscando las claves a este por qué. ¿Quién soy yo realmente?, y ¿para qué todo esto que vivo?
La visión que tenemos de las cosas, del mundo que nos rodea apenas es un caduco traje hilvanado por cuyas costuras la vida real se escapa. La vida, a nuestro pesar, es laberíntica, frondosa e incontrolable. Se expande infinitamente hacia arriba de las estrellas y hacia abajo de los átomos, se pierde más allá de los mares, de las montañas y grutas. A la luz de una lupa, un caracol se vuelve extremadamente complejo, de otra manera con el enfoque de un telescopio, una galaxia se vuelve inabarcable desde nuestra tímida y limitada razón. Pero sin necesidad de irnos tan lejos, ¿qué percibimos cuando enfocamos hacia nosotros mismos?
Cuando meditamos lo hacemos para esto, para enfocar nuestro interior. Nos sentamos cómodamente sobre un cojín, hacemos los ajustes necesarios para que las piernas encuentren una base sólida desde donde la columna se yergue en vertical y cerramos los ojos. Es entonces cuando el chicle del tiempo se alarga y nos hace sufrir cada segundo cuando la mente encajonada se resiste queriéndose evadir del presente. ¡Qué difícil es estar, simplemente estar en uno mismo!.
Si pudiéramos calmar ese oleaje de la mente podríamos ver un poco más claro. Si el lago de nuestra mente estuviera calmo podríamos ver el fondo. Por eso decimos que la meditación es la vía de la serenidad porque sin calma ni relajación difícilmente podríamos abordar el conocimiento interno. Y es que la dinámica de la vida se parece al movimiento de una manivela que cuanto más le das más inercia toma. Meditamos para salir de esa espiral estresante y un poco absurda de las acciones.
Nos paramos, no sólo para que los residuos de la mente se sedimenten sino, también para que el cuerpo encuentre un espacio de reequilibrio donde cada parte corporal contagie a su vecina casi por ósmosis. Es entonces cuando la quietud de la postura nos permite darnos cuenta precisamente de todo lo que nos está ocurriendo. Hay cosas que ocurren en la superficie de nuestra vida de las cuales somos más conscientes, pero muchas otras transcurren en las aguas subterráneas de esa vida y pasan desapercibidas. Y sabemos que el mar (de nuestro inconsciente) tarde o temprano lanza a la orilla lo que se ha tragado, lo que ha reprimido. La meditación nos sirve también para eso, para darnos cuenta del pasado irresuelto o del desplazamiento de nuestra vida hacia el futuro alejándonos del presente que tenemos delante. Como un doble espejo, la meditación nos muestra no sólo la cara sino también el trasfondo, y nos muestra si estamos atrapados en el pasado o especulando con el futuro.
Hasta aquí tenemos dos partes fundamentales de la meditación, serenidad y consciencia que van de la mano y se imbrican mutuamente. Dos pilares sólidos para sostener nuestro propio crecimiento personal.
Como la vida es tan ancha y tan alta, como insinuábamos al principio, su ley universal se nos escapa, su sentido rezuma amoralidad, su inteligencia se vuelve desconcertante. Sin embargo la ley humana necesita casar de alguna manera con ese todo, necesita hacerse hueco y reencontrar siquiera con las delgadas huellas que nos deja el espíritu un sentido de vida que dignifique nuestros actos y que inagure la participación que todos hacemos en esta humanidad y en esta época. La meditación es un buen espacio para avivar esa búsqueda que sólo nosotros podemos hacer. Las verdades que otros tienen para nosotros, por muy maestros que sean, deslucen esas piedras esperanzadoras que cada uno encuentra en su camino por sí solo.
Saber templar la mente y poner atención pero para qué Tal vez para hilar los diferentes actos contingentes que vivimos a la desesperada con un fino hilo de luz, ahí donde las cuentas se encuentran unidas en un collar.
Si pudiéramos reunir a todos los sabios y místicos de todas las épocas y tradiciones y les preguntáramos qué hay de bueno en la meditación, seguramente nos dirían, como afirma la filosofía perenne, que la meditación es una ventana para sentir que todo está profundamente interconectado y además es interdependiente. Nos dirían que hay que cerrar los ojos enmarañados del mundo de los hombres para abrir el corazón al mundo del espíritu y así dejar de estar aislados. Gran parte de esa neurosis del individuo medio en nuestras sociedades es debida a esa desconexión con su interior que imposibilita además la relación con lo sutil que nos rodea.
Meditamos para constatar que lo Profundo con mayúsculas habita dentro nuestro. Es nuestra chispa de divinidad la que dialoga con el gran Todo. Un tú pequeño como una gota de agua que habla en intimidad con el Tú inmenso como un océano. Y para ello no necesita iglesias ni doctrinas, parafernalias religiosas y rituales complicados. El ser se basta a sí mismo cuando el coraje y la fe lo sostienen.
Cada vez que nos sentamos a meditar morimos un poquito, conscientes de que morimos un poco cada día, conscientes de que la muerte es la única certeza de la que disponemos. Aprender a morir es en el fondo un aprender a vivir plenamente. Sólo aquel que vive intensamente encuentra pleno reposo en la muerte. La muerte es la gran cuestionadora de los grandes artificios que hemos creado, de las vanas dependencias que mantenemos.
Y en este cara a cara con la muerte es el ego el que libra la batalla. El ego expresa ínfulas de eternidad, lleva ropajes reales pero su cuerpo es simiesco. En verdad el ego no es humano pues la mitad de su esencia son corazas defensivas y la otra, armas para atacar al prójimo. Pero en esa batalla no puede morir el ego pues cumple una función precisa, la de llevar el timón del barco, en medio de la inmensidad que nos rodea, el ego es un buen mediador entre los diferentes planos de realidades. Mas bien se trataría de trascenderlo, de tal manera que el ego se pliegue ante el Ser y no lo usurpe como suele hacerlo.
Como diría Nisargadatta, “mi corazón me dice que soy todo, mi mente que no soy nada, entre ambos discurre mi vida”. Meditamos para darnos cuenta de que el amor es la mayor fuerza de transformación que existe, un pegamento universal que anida galaxias y que mantiene en su seno a todos los seres. Pero al mismo tiempo que el amor nos permite abrazarlo todo, la comprensión lúcida de las cosas nos dice que somos menos que un grano de arena, una brizna minúscula en la gran cadena de la vida, nada de lo que merezca la pena enorgullecernos. En el viaje meditativo pasamos del calor del corazón al frío de la mente, pasamos de una Madre inconmensurable que nos lo ofrece todo, a un Padre descarnado que nos lo niega. No nos extrañe que la meditación sea por momentos una cuerda floja donde hemos de mantener el equilibrio y a la vez sea un buen acicate de nuestra consciencia.
En la meditación sobretodo nos damos tiempo, tiempo de sobras, y en ese tiempo dilatado, si apuramos nuestra observación, si profundizamos con nuestra inteligencia y absorvemos con nuestra intuición nos damos cuenta que todo, aún lo más tangible, está rodeado por una neblina ilusoria. Las realidades que percibimos fuera se mantienen por un sistemático sistema de valores internos. Cuestionando este sistema de valores inculcado nos damos cuenta que las cosas no son como hemos creído siempre que eran. El mundo aparece más fugitivo que nunca, todo cambia de un momento a otro, hasta nosotros mismos ya no somos el de ayer, la vida se torna efímera, mutable, transitoria, polimorfa dejando, si cabe, un rastro de belleza. En eso radica la meditación, transitar de la realidad a la Realidad, perder la ingenuidad ante el mundo para recobrar otra Ingenuidad, la de una mirada nueva.
Tal vez por eso, el viaje meditativo sea un tránsito de lo profano, donde cada cosa se aferra a su representación independientemente de todo lo demás, a lo sagrado, donde nada es lo que aparenta y todo se reclama mutuamente.
En esta inmersión en lo sagrado, la meditación consiste en prestar oído a un llamado. Cuanto más sutil es la voz del espíritu, más tenemos que limpiar los oídos de la percepción y pulir los canales de la intuición para poder alcanzarla. En parte el camino espiritual es un camino de purificación y en parte es un camino de servicio desinteresado donde hasta las propias esperanzas de realización necesitan desaparecer para que aparezca la gracia.
En todo esta progresión, comprendemos que la meditación es un viaje y que las técnicas son meramente medios de transporte. El deseo profundo de todo viajero es el de aterrizar, nunca de permanecer en el avión. El destino siempre es el aquí y el ahora, tan eternos que no desaparecen nunca.
Cuando buceamos en este presente eterno encontramos tesoros como la libertad y dejamos lastres como la perfección, nos encontramos con el buen humor del sabio que sabe como desdramatizar la vida para rescatar lo esencial y dejamos de manipular para conseguir cosas y amores porque la Providencia provee más de lo que nuestra inseguridad teme y menos de lo que nuestros deseos quisieran.
Con todo, de poco nos sirve querer tener todas las respuestas. Del Misterio que nos envuelve podemos hacer magia, de la debilidad innata como seres que somos podemos edificar fortalezas, de los males del mundo que nos acosan revisar nuestra alma.
Son éstas las viejas paradojas, tantos caminos recorridos para volver donde ya estábamos; tantos esfuerzos para dejarnos ser simplemente; tener que cerrar los ojos en quietud para descubrir los confines del universo.