El águila ve nítidamente desde la altura; el pingüino nada velozmente tras el pez; el leopardo salta ágilmente sobre su presa. Sin embargo, el pingüino no puede volar a pesar de ser un ave, el águila no puede correr y el leopardo nada con mucha dificultad. Cada uno es hábil en su medio y torpe en los otros, tal vez porque, evolutivamente ha debido poner todos sus recursos energéticos en una estrategia de supervivencia, descuidando otros. O tienes patas o aletas, o alas o manos pero no todo a la vez porque la vida es economía y no desperdicia recursos.

Para un delfín un nadador es una escoba con gorro de baño, para una gacela el caminar de un pingüino es una payasada. Está claro, tenemos habilidades pero también debilidades. Desde su propia “tigreidad” un tigre es perfecto aunque no pueda leer a Cervantes. Precisamente si pudiera hacer lo que hace un humano perdería su especificidad.

La franja que sostiene la vida en el planeta es tan fina como una película de barniz sobre una esfera. Subiendo hacia las cumbres o bajando a los abismos marinos la vida se detiene, retrocede o desaparece. Hay unos límites que deben ser respetados para que la vida, al menos ésta que conocemos, pueda expandirse.

Es cierto que el ser humano se obsesionó con ampliar sus límites, tal vez en la comprensión que era un ser vulnerable, sin colmillos o garras, sin fuerza ni velocidad sucumbiría en medio de la selva. Cogió un palo y amplió la fuerza de palanca de su brazo, conquistó el fuego y pudo comer alimentos duros. Juntó troncos y pudo navegar y así poco a poco fue conquistando nuevas fronteras, nuevos horizontes terrestres y extraterrestres, culturales y tecnológicos.

El ser humano cree ser el Prometeo que robó el fuego de los dioses, quiere ser un dios con infinitas posibilidades y olvida, a menudo, su naturaleza terrenal. Se olvidó que es un ser desnudo, un mono con suerte, un aprendiz de brujo, olvidando que los límites son necesarios. En la astrología antigua Saturno tenía un carácter sombrío puesto que entonces era el último planeta conocido ya que sin telescopio no se podía divisar Urano, Neptuno y Plutón. Más allá de Saturno nos esperaba lo desconocido, el abismo insondable que podía hacernos desaparecer. Nos recordaba el símbolo que los límites son necesarios como protección a lo insondable.

Hay algo en el dolor que nos recuerda a naturaleza del límite. La función del dolor es la de avisarnos de una disfunción. Sin dolor la vida no se protege porque en su ausencia el instinto se vuelve temerario. Ahora bien, el exceso de dolor no sólo no protege la vida sino que la niega, la degrada, la destruye. Lo mismo le pasa a una sociedad excesivamente conservadora que pone el acento en la seguridad, en las respuestas ancestrales pero que termina por cortar las alas a los individuos y desprecia las iniciativas y la creatividad. Pero, por contra, una sociedad altamente progresista puede olvidar el necesario tiempo de integración de las innovaciones. Puede descuidar la lentitud de los ajustes ante los nuevos cambios reduciendo la tradición a puro folklore y las religiones a simples bagatelas.

Por el cauce navega el río, en la orilla golpea la ola, sobre la dura tierra se abre el fruto caído. En ese límite, en esa colisión existe la chispa de la vida. Buscamos limites segurizantes de pequeños que después, ya mayores, nos dedicamos con ahínco a destrozar, para crear otros nuevos y así sucesivamente. Parece que en su sueño inmortal al ego no le gusta el límite, se frustra ante su inmovilidad puesto que le quita la visión de todo el horizonte. Un anciano no puede subir las escaleras, alguien vive una soledad no deseada, una niña no consigue la bicicleta que ansía, un joven no supera un examen, una persona no puede comprar una casa que necesita. Es cierto, los innumerables límites se cuelan en los recovecos de lo cotidiano.

En primer lugar hay inmadurez cuando negamos el límite que nos encontramos, lo reducimos con nuestra prepotencia o lo ninguneamos con nuestra inconsciencia. Somos capaces de hacer una dura travesía de montaña sin estar preparados o de conducir un coche estado bebido. Forzamos el límite, lo tuteamos y le decimos que a nosotros nadie nos da explicaciones.

Nos pasa a nosotros, pobres mortales, y les pasa a las grandes potencias que provocan una guerra en medio del desierto sin conocer bien el laberinto que pisan, las consecuencias a medio y largo plazo que esa acción conlleva. Le pasa al fumador empedernido que argumenta que su tío Pepe fumó hasta los 90 sin ponerse nunca enfermo. En realidad somos atrevidos cuando iniciamos una relación todavía con los hilos sueltos de la anterior, sin conocer al otro al que fantaseamos y sin haber aprendido de la experiencia. Se muestra inocente delante del límite aquel que no lee la letra pequeña de lo que firma o el que se siente grande con una tarjeta de crédito aunque en realidad no domine las pequeñas matemáticas de su cuenta corriente.

Al otro lado también hay inmadurez cuando vemos al límite sobredimensionado y nos escondemos bajo su sombra. Asustarse al ver los hocicos de una hipotética resistencia, claudicar ante el primer envite, no soltar las amarras ante la sospecha de una temible tormenta. Igual de preocupante es darle una patada al límite sin miramientos como no poderle mirar cara a cara al sentirse impotentizado ante su presencia. Uno se hace minúsculo cuando el dejar de fumar o el hacer dieta se hace tan cuesta arriba que toma tintes dramáticos. La blandura se cuela hasta los huesos, la inseguridad se lleva hasta la suela de los zapatos, la indecisión se antepone al carácter.

Toda la vida queriendo dejar un trabajo mediocre o una relación conflictiva. Toda la vida siendo un soñador ante la almohada pero ejerciendo de bombero para apagar los rescoldos de esos sueños por la mañana. Somos temerosos ante la contundencia de los límites pero también como colectivo, aquí o al otro lado de los mares, mantenemos dictadores y democracias descafeinadas por no levantarnos de una vez todos a una.

Pero, no obstante, cabe una tercera posibilidad, una mayor comprensión de la realidad para no estrellarnos contra ella, para no sucumbir ante sus garras. Es necesario comprender la naturaleza del límite de la misma manera que el cazador observará los hábitos de su presa para poder acecharla con posibilidades de éxito. Acercarnos al límite con prudencia pero también con inteligencia.

Una vez tenemos clara la naturaleza del límite hay que escucharse para saber cuál es nuestro punto de partida, saber, al menos, qué recursos tenemos, con cuánta fuerza disponemos, si vamos solos o acompañados. Por poner un ejemplo, hay que saber cuánto mide el foso que queremos saltar y cuánta carrera tenemos que coger para saltarlo sin caer por el precipicio.

Pero, a mi entender, lo más difícil, es saber qué pasos, qué etapas debo recorrer para llegar al límite, llegar a mi objetivo, y traspasarlo. Miles de millones de años hasta que apareció la vida, cientos hasta que aparecieron los vertebrados, y unos cuantos más hasta nuestra aparición como homo sapiens. La evolución es lenta, la consecución de fines necesita tiempo, desarrollar un ala efectiva hasta que vuele el primer animal necesitó paciencia y seguramente muchos intentos.

En nuestra dimensión es posible que muchos fracasos ante nuestros objetivos sean falta de paciencia, dificultad de escucha y pobre estrategia.
Hay quien come con la vista y se sirve en el plato lo que después el estómago es incapaz de asumir. Teniendo en cuenta esta anticipación de los sentidos, o la generosidad de nuestra fantasía, o quizá la desmesura de nuestros deseos es conveniente, y hasta imprescindible, servirse de a poco e ir viendo la realidad que se presenta, la digestión de nuestro intestino, por seguir con el ejemplo que proponíamos.

Mover pieza y ver qué reacción se produce, comprometerse a lo que de verdad uno puede atender, ser como la ola que sólo aspira a lamer la piedra pero que el tiempo después certifica su creativa erosión. Uno de nuestros males es la prisa, la precipitación, no sabemos lo que sabe el campesino que las cosechas sólo se cosechan cuando es su tiempo, y también que hay buenas y malas cosechas porque la vida se mueve en una impermanencia eterna.

Llegar frente al límite, ver su dimensión y todo lo que le ata con la totalidad, donde nosotros mismos estamos. Reconocer el límite en nuestro interior y respetarlo porque guarda secretamente tesoros escondidos porque, como decíamos, nos protege de una inmensidad excesiva. Ahora bien, la protección también limita así como los cinturones sujetan pero también aprietan. Cuando se produce una necesidad de crecimiento el límite se vuelve asfixiante y merece todo nuestro empeño y tesón en diluirlo. Ampliar el límite para que se vuelva silencioso sin necesidad de destruirlo, dialogar con él para que nos hable de nuestra parte escondida, recostarnos sobre sus espaldas para que se ablande.

A menudo la impermeabilidad de un límite es debido a un abordaje erróneo como todos sabemos no podemos romper un huevo desde su polo, en cambio sí es posible desde su ecuador. Un límite deja de serlo cuando hemos encontrado una respuesta creativa. Alguien inventó la luz eléctrica entonces la oscuridad se hizo más pequeña.
Julián Peragón

Avatar del usuario

Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

Related Posts

Leave a Reply