¿Conocemos a dónde queremos ir y a dónde nos puede llevar el yoga cuando nos apuntamos a practicarlo? La tradición yóguica, antes de proponer ninguna técnica, habla de su sentido, de los objetivos deseables, de las bases de una práctica sólida y de los obstáculos que nos podemos encontrar en el camino.
Escribe esta serie de artículos Julián Peragón. (1–2–3–4)
Purificación
Un largo viaje es complejo y necesitamos llevar en las alforjas otros elementos complementarios, la intensidad es uno de ellos. El Yoga necesita intensidad para lograr sus objetivos, la misma intensidad y el mismo esfuerzo que necesita un montañista para alcanzar una cumbre alta. Podemos simbolizar esa intensidad como un gran fuego que va quemando las impurezas que encuentra a su paso. En la base del Yoga está la purificación de las tensiones del cuerpo y de las resistencias de la mente, purificación de todo lo que impide el paso de la energía y la amplitud de la conciencia. En este sentido nos encontramos con una dimensión terapéutica, casi imprescindible, para avanzar en el camino del Yoga.
El pintor pinta sobre el lienzo blanco y el cocinero cocina sobre ollas limpias, y es seguro que podemos hacer obras de arte sobre el margen de un periódico antiguo y medio roto pero, sin duda, la purificación de nuestras estructuras facilita el trabajo interior. Nos movemos torpemente a causa de nuestras tensiones musculares, resoplamos lo que el volcán de nuestras emociones no puede retener y bailamos al son de nuestros pensamientos inestables. En definitiva, somos prisioneros de nuestros condicionamientos, automatismos corporales y fijaciones mentales. Parte del trabajo que hacemos en Yoga consiste en esta purificación ya sea a través de posturas, respiraciones, ejercicios de concentración, higiene en profundidad y alimentación frugal y saludable. No queda otra que coger la escoba del Yoga y ponerse a barrer.
Intuición
Con el cuerpo y la mente purificados la mirada sobre la realidad se empieza a aclarar. Dicen que la realidad se esconde detrás de numerosos velos pero no es verdad, somos nosotros los que necesitamos revestirla para amortiguar su contundencia y para acomodarla a nuestras idealidades; la realidad está siempre aquí dentro y allá fuera sin pestañear un sólo segundo. Vivimos, no obstante, en la periferia de la realidad y para desentrañarla es preciso apartar las tendencias de nuestro temperamento, los entresijos de nuestro carácter o los dobleces de nuestra personalidad. Y no lo hacemos porque nosotros mismos estamos enmarañados en sus hilos y no nos es fácil escapar.
Querer saber de la realidad no es ninguna veleidad, pues saber lo que existe fuera o dentro es imprescindible para que nuestros actos sean certeros y no dejen rastros indeseables. A nivel práctico lo tenemos claro. Si quieres deleitarte con el paisaje debes limpiar pulcramente el cristal del ventanal. Pero, claro, las adherencias internas de nuestra mente son más difícil de desincrustar que la grasa en el cristal. Aunque nada es imposible si hay clara conciencia de ello.
En primer lugar, para ver nítidamente la realidad, hay que discriminar, hacer lo mismo que hacemos cuando queremos producir harina para nuestro pan, separar el grano de la paja ya sea de forma manual o con instrumentos adecuados antes de llevarlo al molino.
A veces la mente, ya purificada, se convierte en un perfecto bisturí y puede separar los actos aparentemente contingentes de los procesos internos; los soportes de los deseos del impulso que los sostienen; o simplemente, el calidoscopio de las formas de la insondable esencia que encontramos detrás. En todo caso, discriminar requiere de una concentración extrema, de mucha paciencia y de una extraordinaria tranquilidad.
Cualquier elemento puede ser objeto de nuestra discriminación pero, especialmente, aquellos hitos nucleares que van desde la vida a la muerte. Desde el mismo proceso de hominización el ser humano ha quedado consternado ante la muerte de sus congéneres porque aquel cuerpo que había manifestado vitalidad ahora yace inmóvil y sin ninguna expresión. Y ese cuerpo otrora vivito y coleando, ahora empieza a corromperse hasta quedarse en los huesos. ¿Hay algo que trasciende la muerte, algo insustancial que no podemos asir, una esencia que no está contenida en el espacio o encerrada en el tiempo? Discriminar nos permite extraer las esencias para no engañarnos con las formas, siempre cambiantes, raramente simples y a menudo ilusorias.
La vía del conocimiento intuitivo despeja este camino de trampas. Nos dice: observa con detenimiento, mira detrás de la vida los patrones energéticos que se activan, observa como hay una lógica precisa en su interior, detecta el momento sensible donde se producen los cambios y amplía la visión hasta comprender el entramado de la realidad. Sólo entonces podrás fluir con los cambios sin resistencias y activar alguno de ellos para inducir una mayor armonía en la vida. Así de fácil y así de difícil.
Fundamentalmente el Yoga es una manera precisa y pautada de desnudar la realidad, primero purificando nuestro cuerpo y nuestra mente para darle después una estocada a lo ilusorio a través de la discriminación.
Con lo dicho, y siguiendo la metáfora, nos encontramos de viaje con nuestro carromato y con toda seguridad en el camino nos encontraremos con encrucijadas que hay que dilucidar y con obstáculos que hay que sortear. Sólo nuestro anhelo profundo de alcanzar la meta y una buena discriminación nos hará encontrar el camino adecuado. Con otras palabras, el Yoga nos ayuda a desarrollar nuestra intuición, a confiar en nuestra fe, a extremar nuestra atención para reencontrarnos con la realidad y comprenderla en sus más profundos secretos. ¿Pero esta profunda intuición es suficiente?