En su obra Elogio de la locura Erasmo de Rotterdam pone en boca de la Estulticia: “la Naturaleza, madre y artífice del género humano, ha cuidado de que no falte el aderezo de la estulticia o sinrazón. Sin embargo, es incuestionable que uno de los anhelos más arraigado en el ser humano que se manifiesta ininterrumpidamente en toda época es el deseo de conocer”.

Ese deseo de conocer se ha representado en las diosas de Atenea o Minerva que otorgaban un simbolismo a la sabiduría de Occidente. Sin embargo, tal conocimiento ha sido sustituido por el ser humano que, obviando la sabiduría experiencial, ha ido ahondado progresivamente en la constitución del conocimiento formal. Un saber que ha sido delegado al monasterio en el pasado y más recientemente a la universidad. Centros y polos de producción del conocimiento, situados en lugares concretos, y cuyos actores han detentado o detentan la propiedad del saber. Esta forma de conocimiento no es sino la expresión, en donde se fusionan el deseo incansable de ir en pos del dominio y control del mundo físico junto con una forma de conocer basada en el nombre y la forma. Dos aspectos interrelacionados: uno volitivo y otro cognoscitivo que fragmentan y trocean la realidad en innumerables áreas.

Hoy más que nunca el conocimiento se identifica con la información y esta se caracteriza por su ubicuidad. Un hecho que queda de manifiesto debido a la tecnología que expande y trasmite innumerables datos, así como nuevos conocimientos sobre los múltiples aspectos de los objetos físicos o mentales. El fenómeno se intensifica de tal manera que parece que navegamos en un proceloso océano de informaciones infinitas. Sin embargo, como contrapartida cada vez tenemos menos capacidad para profundizar, debido a la saturación de datos que debe gestionar la mente. Una infinidad de datos y actos semejantes a efímeros e ingrávidos personajes de un sueño que no dejan rastro una vez que nos hemos despertado. En otras palabras, es cierto que el conocimiento crece y se expande pero también se degrada, pues la avalancha de información obstaculiza la posibilidad de la reflexión, y en consecuencia de una mayor profundidad de pensamiento. Así, el experto ha sustituido al sabio. A aquel se le supone conocer mucho de algo, o se dice de él estar muy bien informado, razón por la que se valoran como elementos constitutivos de alguien que sabe el ser conocedor de determinadas informaciones o tener información significativa de determinadas cuestiones.

Asimismo, los discursos trasmisores se reproducen desde la infancia. La escuela y la familia priorizan ostensiblemente la percepción empírica, el apego al logro y la necesidad de la metas junto con el sentido de apropiación del conocimiento. Desde esta perspectiva es el individuo quien, según su inteligencia o habilidad, atrapa o conquista un conocimiento cada día más evanescente y transitorio. De esta manera nos identificamos y damos como reales esos universos creados, aceptados y sobreimpuestos, propios de una forma de conocer que en si mismo raramente se cuestiona. Además, buena parte del conocimiento marca su propio límite en tanto que es tratado como medio o intermediario útil para la consecución de algo. Entonces el conocimiento ofertado es dirigido, fundamentalmente, a construir el mundo externo, bien sea para mejorarlo o destruirlo, según las intenciones y los intereses de cada cual. Y, de ese incesante decurso cognoscitivo vamos conformando un mundo cada vez más complejo y escindido.

Pero, al igual que buscamos el amor amando de modos distintos, también las distintas expresiones de conocimiento responden en el fondo a la búsqueda del conocimiento de lo real. Por experiencia sabemos que ese saber no es una cuestión de justicia o fe, ni de creencia o ética, sino que es una cuestión de comprensión. Ahí, donde se disuelve la última frontera cognitiva, donde se deshace el enigma, y la claridad otorga, tal como dicen los sabios, el saber de lo que las cosas son. Es entonces cuando la sabiduría emerge, más allá del logos y la significación del lenguaje, más allá del paradigma dual. El conócete a ti mismo cobra todo su sentido, siendo un reto para el individuo que anhela el saber. Conocer la mente para ir más allá de los límites y poder navegar por los distintos umbrales cognoscitivos que van en pos de lo real.

Alcanzar otros umbrales de saber no es fácil; en definitiva, acaba siendo el saber impedido e ignorado, ya que en los ámbitos formales educativos no se posibilita, por contra se invisibiliza. Y cuando de alguna manera asoma, bien no se le reconoce o se hace oídos sordos. Tal como acontece en el relato de R. E. Raspe, Aventuras del barón Munchhausen en donde se cuenta que “aquel año, el invierno resultó tan inclemente y riguroso en todo el continente europeo… llevaba viajando un día y una noche cuando, avanzando la diligencia por un estrecho sendero, le dije al cochero que hiciera una señal con el cuerno para evitar chocar. Sopló con todas sus fuerzas pero todo fue inútil. No logró hacer salir el menor sonido del instrumento. Llegaron a la próxima posta y el postillón colgó el cuerno y el abrigo en un pivote. Estando sentados junto al fuego, de repente se oyeron sus graves sonidos. Las notas se habían congelado dentro del instrumento y ahora se estaban disolviendo”.

Podemos decir de la misma manera, que al igual que en el relato no es posible escuchar el sonido por las condiciones climatológicas, tampoco podemos prestar atención a un saber diferente debido al arraigo y condicionamiento dados. Asumir la posibilidad de una cognición no habitual, cuando la percepción dominante nos conforma a captar el mundo a través del riguroso e inclemente mundo de los objetos, implica abrirse más allá de la frontera de la forma-nombre. Se trata como comenta Sesha en Vedanta Advaita: “un círculo vicioso… el mundo se define por la mediata experiencia de quienes lo conformamos; sin embargo, la paradoja es que ¡somos definidos a través de aquello que previamente definimos, es decir, por aquello que recordamos!”

Se trata de transitar a un saber que es y por lo tanto está. El primer paso para acceder a él es tomar conciencia de que ha quedado velado por creencias o distintos tipos de fe y que ha terminado siendo compartido colectivamente, convirtiéndose en algo inaccesible e incluso, en la práctica, en un tabú. Tal hecho nos lleva a que nos identifiquemos con lo que nos trasmiten. Pero ello es una forma limitada de percepción, por cuanto procede de una percepción dicotonómica, dual. Así, a partir de esa premisa sucede, como dice Zhuang Zi: “el hombre se conforma a lo prefijado por su mente y lo toma por maestro”. Y, creyéndonos propietarios del conocimiento lo metaforizamos mediante los distintos lenguajes, sobre todo, racionales y científicos. Pero dichas metáforas resultan baldías para explicarnos, entre otras cuestiones, el sentido de la existencia, el asedio del sufrimiento, el asombroso goce o la sed de inmortalidad.

Ante tal encrucijada inquirir sobre la capacidad inherente del ser humano como es la fuerza del saber nos lleva a ir más allá de las creencias, de los sobrios discursos científicos o las perspicaces y geniales metáforas. Un conocer inconjeturable que va más allá del conocimiento sustentado en la actual y limitada visión humana. Es, en definitiva, observar, dejarse atrapar y abandonarse a la inasible e inesperada no-frontera, y conmovidos por lo impredecible, aventurarse a hollar el ignoto mundo cognoscitivo. La búsqueda solo es requerida por quien posee el anhelo del saber, es decir, aquel que profesa el amor por él. Ir más allá de la habitual escisión de sujeto y objeto, en pos del conocimiento sin fronteras, infinito, por donde transita. Entrar en uno mismo, indagar en la mente y convertirse en sima profunda y abierta o como dice Laozi: “ser barranco del mundo”.

Aitxus Iñarra

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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