La vida, para algunos poetas zen, es una rueda que no deja de girar / Y cada día es cada día. O bien: La vida es como la neblina / Que exhala la gruta de una montaña. Pero también es “lila”, el concepto sánscrito que habla de la existencia como juego. Vivimos sin tener la certeza de saber lo que somos o quienes somos. Delimitamos nuestra percepción a lo que nos adscribimos y así nos identificamos con algo, con un grupo de determinados valores y gustos, o bien somos seguidores de determinadas tendencias. Pero realmente no sabiendo lo que somos, lo más inteligente y satisfactorio puede resultar tomarnos la vida como juego.

No es esta, sin embargo, una tarea sencilla. La realidad social y cultural actual apenas deja espacio para el juego en sí mismo, el juego sin finalidad precisa, sin utilidad aparente alguna. Es cierto que existen maneras muy diferentes de entenderlo y que su presencia en la historia es continua, aunque la forma más habitual viene connotada con el sesgo del provecho, la ganancia sobre algo o alguien. El juego entonces es pautado o normativizado, y desde ahí se le agrega diferentes sentidos como socializar, aprender, desarrollar la inteligencia o determinadas aptitudes que se consideran necesarias para vivir en sociedad. Sin embargo, cuando de él no se saca beneficio aparente alguno, sea de tipo crematístico, simbólico o narcisista se considera una pérdida de tiempo, algo sin valor.

Sin embargo “¿Por qué hay que hay que conformarse siempre con esta mísera realidad? ¿no se puede jugar? A veces me pregunto: ¿Está permitido lo que hago?” Esta declaración de M.C. Escher, el artista neerlandés de las metamorfosis, las simetrías y el infinito, nos hace reflexionar sobre el juego y las posibilidades de jugar, de lo lúdico en la vida del individuo.

Lo primero que nos muestra Escher es que el juego comienza con lo imposible. Pero esto, lo imposible es justamente lo que no puede permitirse el adulto. Así, solamente se puede decir que, durante la infancia y para unos pocos adultos, la vida es un juego, o lo que es lo mismo, un gozo sin fin. Los niños, que todavía no han asimilado el mundo de los adultos, son una excepción en el mero hecho de jugar sin otro objeto que el juego mismo, ya que lo lúdico pierde su fuerza presencial según vamos madurando en el proceso de individuación. Una pérdida que no valoramos como quizás tampoco la que, debido a la omnipresente iluminación eléctrica, nos impide hoy contemplar, tal como lo hacían nuestros ancestros, la belleza de una noche estrellada.

Jugar es un proceso espontáneo, un discurrir que alumbra nuevos universos sin reglas prefijadas. Allí, donde se diluyen los límites de lo condicionado y lo establecido, las líneas de tú eres esto o lo otro. Un universo de gozo donde tú y yo somos, ya en realidad, un dinámico entretenimiento construido. El juego es un paisaje sin fronteras, inocencia y olvido. Inocencia porque no hay sentido de yoidad, olvido porque no hay posesión de lo que ya no es. En Así habló Zaratustra, F. Nietzsche refiriéndose a las tres metamorfosis del espíritu: el camello, el león, el niño, dice: “Pero díganme, hermanos mios, ¿qué es capaz de hacer el niño que ni siquiera el león ha podido hacer? ¿Por qué el voraz león tiene que transformarse todavía en niño? Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo inicio, un juego, una rueda que gira por sí misma, un primer movimiento, un sagrado decir “sí”. Sí hermanos mios, para el juego de la creación es necesario un sagrado decir sí: el espíritu quiere ahora su propia voluntad, quien se ha retirado del mundo conquista ahora su mundo”.

El juego, así entendido, pertenece a otra dimensión, al margen de las preocupaciones, los compromisos y la obligatoriedad. Sin meta preestablecida, se desarrolla en el no-tiempo, es decir, en el instante en que no hay carga del tiempo psicológico y todos los tiempos pueden confluir. Entonces resulta ser el ámbito inestimable en donde lo personal se convierte en percepción espontánea.

El juego no es sino el color de la imaginación creando ininterrumpidamente. Hogar de la niñez, la espontaneidad y la viveza. Tutela de la despreocupación y la levedad. Actividad alejada del mundo del deber. Lugar carente de heroísmo y victimismo, nos despoja del yugo de la adusta mirada condicionada. Así, el asombro se genera en el proceso lúdico, lejos de los terrenos del miedo, el dogma o el adoctrinamiento. La interacción y reciprocidad fluyen, inadvertida y espontáneamente, en cercanía, y emergen en conexión íntima el afecto y la risa.

Distintas disciplinas como la psicología, pedagogía, filosofía, antropología y estética se han planteado y estudiado la función y el significado del juego. Obviamente aquí nos referimos a un aspecto muy concreto del mismo. Nos fijamos en el poder dinámico, explorador y creativo del juego en la configuración de un individuo que se va a desarrollar en sociedad. Y nos preocupa el abandono de ese motor vitalista conforme se avanza en la socialización. Porque el juego debiera ser el corazón de toda educación. Ese juego dinámico, vivo e imprevisible. Dador de orden espontáneo y paradojas. El juego que te hace ser sin hábitos, ni rutina. Proceso de percepción que unifica cuerpo y mente, cognición y emoción. Goce, extraño a la pesada carga de la competición, la idea de acumulación, del éxito o el fracaso. Emerge ágil y fluidamente, siendo paradoja pues sencillamente quien juega es sin pretender ser.

Jugar es simple e inocente y, por esta razón es, sin quererlo, transgresor. Algo que intriga y desconcierta a la mente condicionada por los límites de la razón y la lógica. El juego lúdico no se puede formalizar, porque entonces sería otra cosa. En él, no existen roles prefijados. Por eso a los adultos, tan acostumbrados como estamos a la lucha, nos resulta difícil abandonarnos al juego, ya que estamos esclavizados y cautivos psicológicamente al drama del mundo así como a la infinita cadena de causas y efectos. Y una vez atrapados, nos hemos ido olvidando de una capacidad que nos despoja del prejuicio y estereotipo sobre el otro.

El juego es una expresión psicofísica y una capacidad liberadora innata del ser humano. Una actividad solitaria o en acción mutua que nos desvía del desaliento de la fabricada rutina despertando la belleza oculta del proceso lúdico. Solo si somos conscientes de esta pérdida podremos reaprenderlo y abandonarnos a esa actividad fluida, que es la trama en la que jugadores y juego, sin pretensión alguna, dialogan en cada momento siendo simplemente juego.

Aitxus Iñarra
Doctora en Filosofía y Ciencias de la Educación

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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