El Hombre Unidimensional camina por las calles. No se detiene en los escaparates, no bebe en las fuentes. Apenas nota el suelo que pisa. En su cabeza, una nube; afuera, el sol oscuro del invierno. Los pies transitan por los adoquines como cintas transportadoras que desplazan los canales sin alma en un matadero. Su movimiento, intachablemente mecánico, ha conseguido eliminar de su ritmo el sabor de lo humano para sustituirlo por la pulsión de las manecillas que dan sentido a su vida.
El Hombre Unidimensional no ve la calle, no usa sus ojos, no responde a sus sentidos. El camino diario es conocido, seguro, incapaz de ser tomado por la sorpresa. Sol fuera, nube dentro. Temporal incesante de tonos oscuros y recuerdos reptantes, espiral de todo y nada, marea baja palpitante con salobre regusto a derrota, a obligación, a miedo, a pérdida, a vacío lleno de anda, a nada llena de cosas, habitación en la que se amontonan trastos más viejos que el tiempo que lo consume.
El Hombre Unidimensional pesa como un cadáver vivo, como un animal muerto. La tormenta interior que lo mantiene en movimiento dando vueltas alrededor de su vórtice es su alimento y su veneno.
Su reloj dice tic-tac. Su mente dice ruido. Su corazón no dice nada.
El Hombre Unidimensional acarrea en su gabardina de buen paño el peso de la inocencia perdida y del amor desconocido, el color mate de la rueda que lo desolla cíclicamente con su incontrolable giro. Bajo la presión de su vida sin vida, se aletarga en su guarida de carne rígida y sigue la única senda hacia la que le impulsa la masiva gravedad de su negra estrella.
De pronto, un destello pulsante cruza el magma oscuro de su mente embotada. Amarillo, verde, dulce, dolor, recuerdo…
recuerdo…
recuerdo…
El Hombre Unidireccional detiene su marcha de androide y se mira a los pies. Recuerda sus pies. Siente sus pies. Un día noté que un paso era un paso. Un día… De repente, el viento frío de invierno impacta en su cara de cera. Frío, siento frío, siento… El mundo se nota pesado en su espalda. Se quita la gabardina. Tiembla. Recuerdo, perdón, tiempo, mi tiempo, mi… Fogonazo mental, niño querido, amado, verde sobre hojas secas, color de miel pegajosa en la cara, siento, siento. Su piel se resquebraja como la crisálida que deja atrás la cadena angustiosa que lo limita. El tiempo no se me escapa, no es oro, no vuelve ni tampoco va, me aterra sin razón y me corteja en lo alto de su castillo sin puerta.
Explosión. Adelante y atrás, las manecillas se mueven sin sentido. Vive, vive, despierta…
El Hombre Unidimensional corta la cinta que mantiene unidos pasado y presente y de pronto desordena la realidad, que se desmorona como el telón de un viejo teatro. Mira a la pared de enfrente e intuye que el hilo temporal que lo somete es tan falso como su idea del espacio. Un paso, dos pasos, caen los ídolos, se quiebran las máscaras, la marea se lleva la materia y deja en la playa de la conciencia solamente recuerdos desnudos de átomos que siempre estuvieron vacíos. Descubre de nuevo a sus padres, danzando en primavera con los tataranietos aún por nacer, riendo carcajadas sin sonido recubiertas de la loca sensación de comprender.
El Hombre Unidimensional se desdobla, se triplica, se expande más allá del Universo y se siente infinitamente pequeño frente al misterio que lo acuna. Se inflama de sensación y muere por vivir el instante que le queda, el auténtico, el que siempre fue y el que siempre será, el que esquiva todas las leyes humanas y divinas, el que sabe a creación y a caos, el que engulle todo lo que fue, es y será.
El HOMBRE recoge su gabardina. Ahora ya no es tan pesada. Un paso. Dos pasos.
El HOMBRE sigue SU camino…
El HOMBRE sigue…
El HOMBRE…
Gerard Oncins