Nuestra sexualidad en estos tiempos está en crisis, aunque los indicadores externos gozan de buena salud. Libros, manuales, vídeos, debates televisivos dejan la sexualidad tan al descubierto que parece pecado mantenerla en la misma intimidad en la que nació. Una vez hemos reivindicado el cuerpo como nuestro y la sexualidad una libertad inalienable del individuo, nos hemos alejado del fantasma opresor del pasado pero hemos sucumbido, complacientemente, a los estragos del mercado.
Desde las consultas sexológicas a la enumeración de las patologías sexuales. Desde las encuestas picantes y simplonas a los fenómenos sociales de liberación-represión hemos ido comprobando el triste perfil de nuestra sexualidad que va como en un claroscuro de la erotización a la desgana, de la abulia a la compulsión.
El mercado, ávido, ha querido llenar ese vacío y esa desorientación y ha hecho una apología del sexo. Por un lado, ha marcado, como única vía, una línea recta y ascendente, imagen prepotente del orgasmo masculino, como si fuera también la línea ascendente de beneficios de una empresa modelo o la marcha de un tren imparable. Por otro, ha quitado lastre emocional a la sexualidad volviéndola extremadamente ligera como un refresco con burbujas. La supuesta sexualidad masculina se ha trivializado o se ha plegado a la idea de rendimiento, de efectividad de la misma a la que se está acostumbrado en una sociedad industrial. Se debe ser en la cama un superhombre capaz de infligir varios orgasmos a la partenaire; como en las imágenes de las películas comerciales se ha de penetrar raudo y con la mandíbula prieta golpear la pelvis, sin parar, hasta que estalle el orgasmo femenino. Un orgasmo y una sexualidad femenina que no se ha tenido tiempo de descubrir ni menos de saborear.
Detrás de esta imagen de la sexualidad del hombre que en este artículo intencionalmente mantengo estereotipada hay un vacío de ser. Una carencia en el sentir que se camufla en una pose de fuerza, conquista y falsa seguridad. Al otro lado de esta pretensión masculina aparece irremediablemente el fracaso; fracaso de no ser un superhombre, fracaso en la competencia con otros en apéndices, músculos y resultados, y la caída en picado en la precocidad o la insensibilización. También la jactancia es una forma más de escapismo.
La mujer también ha entrado de lleno en el mercantilismo, bien porque ha sido una forma más de seducir al poder, bien porque es otra forma de capear las desigualdades sociales entre los sexos. Más sensible a su interioridad, ésta sufre la misma incomunicación, a veces negando en la frigidez, otras cómplice del mismo juego.
La sexualidad ha perdido perspectiva paradójicamente cuando tanto y tanto se ha dicho sobre ella. Cuanta más normativa, cuantos más mauales de cómo hacer feliz en la cama a un hombre o a una mujer, más lejos de la propia sexualidad, más lejos del propio instinto espontáneo.
Hay tanto miedo a no ser normal, a no dar la talla, a ser tachada de estrecha o de casquivana, a ser considerado machista o marica que nos sentimos encorsetados justo en un acto, el sexual, donde la prerrogativa es la de ser como tú eres.
En estos momentos la sexualidad es una zanahoria que nos hace buscar cada vez más los estímulos más intensos, azuzados, claro está, por el vértigo del aburrimiento. Y es que buscamos la llave que hemos perdido en el lugar menos indicado pues la promesa de la sexualidad no está propiamente en el sexo y menos en las técnicas sexuales. Querer estrujar los órganos sexuales para sacarle el jugo de la felicidad haciendo todas las permutaciones posibles es avivar el sentido de la perversión pues como dice la palabra, algo perverso, es aquello que ha desviado su centro.
Buscar el centro desde la sexualidad es converger, deseo y amor, instinto y fusión, necesariamente cuerpo y alma. La sexualidad está dentro de la cabeza, es impulsada como un barco por las entrañas y toma su curso en el pecho, pero nunca está en el sexo. La sexualidad es la salsa de la vida y no requiere mas normas de las que le dicta su corazón.
Vivir la sexualidad es claramente tocar el núcleo de lo que uno es, y es, en las mejores condiciones, el gran trampolín donde uno salta por encima de su pequeño o gran ego y se encuentra con la inmensidad. Una inmensidad que dura unos segundos pero que simultáneamente es eterna, teñida con el rostro del amado o amada y que sobeviene de la mano del amor.
Tal vez por eso en tantas tribus y en grandes tradiciones el sexo ha sido sagrado. No sólo por el aspecto reproductivo de éste, clave de la supervivencia de un grupo, sino también porque el espíritu se manifestaba mágicamente en la especie de danza imantada que suelen hacer los amantes.
No olvidemos que el deseo en forma de Eros es un dios porque el ser humano siente su fuerza como algo descomunal, de otro mundo, algo que lo atraviesa y que lo enciende. En ese estado se ilumina, se comunica con lo sensible, se fusiona con el otro como jamás podría hacerlo en una conciencia ordinaria. Es como si, en esta sexualidad el individuo se reconoce dueño y se siente invencible, amoroso y a la vez lúcido. Es harto sabido que los totalitarismos y las doctrinas, los imperios y las iglesias reprimen ese sentir para convertir a un pueblo sumiso o fanático, como si cortándole a la hiedra su raíz difícilmente ésta tomará altura.
La insatisfacción en la sexualidad atiende a sucedáneos, compra imágenes bellas y dulces, muestras con desfachafez lo que ya no está vivo y, sobre todo, consume. Pronto se administrará en aerosol el péptido oxytocin, o en pastillas afrodisiacos hormonales para poder sobrellevar el tedio de la vida o conjugar bien la sexualidad con el trabajo o las relaciones sociales y que no interfieran entre sí.
Afortunadamente nos empezamos a dar cuenta de esta falacia, de la gran mentira del sexo. Las tradiciones pueden dar alguna luz en estos momentos si bien hay que ser extremadamente cautos y prudentes para no intercambiar un modelo por otro habiéndose olvidado una vez más de sí mismo. Pero ellas han ritualizado la sexualidad, no solo para quitarle la compulsión o la inmediatez propias sino para insertar la vivencia en un ritmo más lento, es decir, en un tiempo no lineal sino sagrado. El ritmo lento es un compás con el arco muy grande que nos permite respirar y que nos posibilita observar desde una mayor serenidad. Ahí uno es dueño de su energía y tiene la oportunidad, como se hace en el Tantra o en el Taoísmo, de rescatar algo de esa fuente inagotable e instintiva y llevarla a grados de sutilidad y de despertar de áreas dormidas.
Sublimar la energía sexual o natural en energía espiritual es uno de los objetivos del místico, del iniciado. Instinto y espíritu no son tan extraños, el mismo mito de la Kundalini y las bodas divinas de Shiva y Shakti lo desvelan. Si tuviéramos ahora mismo una experiencia mística sabríamos que el orgasmo es una antesala, rompe cadenas para que el espíritu vuele. Por eso es sagrado el sexo porque sin dominar esa fuerza que anida en la base toda buenaintención santificadora es pura elucubración o mero encubrimiento.
La tradición también dice que el río de la vida hay que saberlo contener. La sexualidad tiene que ser encauzada sin que te lleve la corriente. Controlar el orgasmo no es un juego de niños, mantener el cuerpo sano y fuerte requiere disciplina, no perder la concentración durante horas en el acto amoroso merece muchas horas de meditación. Pero esto son altos vuelos.
En principio hay que tirar a la basura todo lo que sabíamos sobre sexo para confiar más en la propia naturaleza. Hay que hacer del cuerpo un templo que sea acogedor para el deseo. Hay que vencer la rutina y el aburrimiento para que la atención no se disipe y hay que crear las condiciones para que el amor vagabundo anide. Las técnicas son lo de menos, los rituales se crean con la imaginación y con la misma imaginación se trascienden, pero sin amor, sin amor la vida se seca y se empobrece.
Por Julián Peragón