Pratyāhāra, tal y como hemos visto, ha permitido calmar la mente e iniciar un proceso de introspección. Ahora es el momento de profundizar. Dhāranā es aquello que mantiene sujeta o atada a la mente en un punto, aunque, en realidad, marca un área o cerco alrededor del objeto que hace de soporte a la concentración, de la misma manera que un arquitecto (concentrado en los planos de una vivienda) circula del sótano a la planta baja y de ésta a la azotea, sin dejar de estar atento a la globalidad de su proyecto. Así, esta concentración de la que hablamos en Yoga no es sólo un punto, sino también un área de atención. Hay un cierto movimiento cognitivo necesario para integrar todas las partes de un todo y darle así profundidad. Ese esfuerzo de concentración que hace la mente afianza una barrera para frenar con ella la dispersión. El o la arquitecto, en ese momento, puede recibir una llamada de su teléfono, oír un ruido extraño o ver algo atractivo a través de la ventana, pero la concentración minimiza la posible fuga de la atención sobre los planos del edificio que está diseñando.
La atención es una cualidad innata de la mente, y cuando la perdemos, es que se ha producido algún bloqueo o distorsión que es necesario revisar. Tiene atención el águila que rastrea el matorral en busca de alimento y la serpiente que se camufla entre el follaje a la espera de su presa. Cierto que el ser humano ha desarrollado una capacidad de atención extraordinaria y cualquier persona, en sus quehaceres más básicos, utiliza siempre grados variables de ella. Pero a menudo estamos lejos de utilizar el potencial de esa capacidad asombrosa y nos comportamos como elefantes en el interior de una cacharrería.
La mente, a través de los sentidos, capta los estímulos con los que, procesados adecuadamente, recrea la realidad. Seguramente, aquello que refleja nuestra mente dista mucho de la realidad íntegra que tenemos delante; la mayoría de las veces es una imagen pobre de aquélla, aunque siempre logramos que sea una imagen operativa que nos permita interactuar con ella de forma efectiva. (…)
Muchísimos de los fallos que cometemos tienen su origen en la falta de atención o en una concentración insuficiente. Lo interesante de nuestros errores es que facilitan una especie de autocorrección como cuando colocamos la flecha, tensamos el arco, apuntamos a la diana y disparamos. Si nos alejamos del centro de la diana, modificamos en el siguiente lanzamiento la tensión del arco y su orientación hasta que, poco a poco, ajustamos nuestra intención con el efecto real de cada tiro. (…)
La amenaza, real o imaginaria, extrema nuestros sentidos; lo extraordinario despierta nuestra atención; la necesidad alerta nuestras capacidades. El niño con su juguete preferido, el cazador perseguido por una fiera, el turista ante el paisaje nuevo… Todos ellos están concentrados. Pero si hurgamos en ella veremos que es, en la mayoría de casos, intermitente, reactiva y ajena a la propia voluntad. De alguna manera es una concentración fiduciaria del deseo. El deseo aterriza en el objeto que cree que le puede colmar y, para ello, mantiene la mente en estado de atención, cuando no de pura excitación. (…)
Darle la vuelta al calcetín de la mente no es nada fácil. Para no ser tentados por el calidoscopio del mundo hay que desarrollar el desapego. Nos desprendemos de las cosas y de los seres cuando comprendemos al fin que la base que las sostiene no es del todo real. Muchas veces es ilusoria la estabilidad que promete una relación; es irreal también la salvación que promulga una religión; es ingenua la igualdad que sentencia una constitución. Para leer y comprender el mundo de forma adecuada, primero hay que conocerse a uno mismo y para ello, hay que enfocar la atención hacia adentro.
De entrada parece sencillo llevar la atención hacia uno mismo, aunque bastan unos minutos sentados en quietud para experimentar una especie de tortura si estamos muy agitados. Ya nos advierte la tradición que la mente que va de un tema a otro es como un mono frenético que salta de rama en rama intentando encontrar el mejor manjar o el escondrijo perfecto que nunca halla. Es evidente que para cultivar nuestra atención hemos de contar con mucha paciencia y perseverancia, y técnicas que nos ayuden a dar soporte a la capacidad de concentración. Podríamos decir que el Yoga hace con la mente lo mismo que hace una lupa con los rayos de sol: concentrarlos en un punto. Sólo esa concentración de luz nos permite ver. La mente dispersa no tiene la suficiente fuerza para profundizar en un tema. Es como el que quiere hacer un pozo para conseguir agua y empieza un agujero nuevo, y después otro y otro, porque en los anteriores sólo encontró roca dura.
La concentración exige un cierto autocontrol, es ella la que nos permite enfocar algo de forma precisa. Implica evidentemente salir del círculo de la dispersión. La concentración extrema nos lleva a samādhi, a la absorción de la mente, de la que hablaremos en capítulos posteriores. Y esta sujeción de las fluctuaciones de la mente es lo que nos traslada hacia la calma y la paz interior.
Sin embargo, de nada serviría añadir más y más concentración al soporte que está delante o en el propio interior, sino desarrolláramos simultáneamente la capacidad de darse cuenta, de observación profunda de la realidad. Lo hermoso del lago en quietud no es sólo el bálsamo de su superficie, sino también la posibilidad de percibir el fondo que, evidentemente, con las aguas encrespadas queda oculto a nuestra mirada. Este darse cuenta desarrolla prajñā, el conocimiento o discernimiento, y nos lleva a la cualidad de lucidez de la mente.
Con nuestra práctica podemos purificar las estructuras corporales y mentales, podemos así mismo intensificar la luz interior, pero esa luz es para ver. No tendría sentido limpiar perfectamente el ventanal para luego retirarnos sin tiempo suficiente para la contemplación nítida del paisaje que tenemos delante.
Es parecido al moverse del pie izquierdo y el derecho que se sincronizan para permitir la marcha. Sólo el estar concentrados nos puede llevar a una calma insulsa que no tiene fuerza alguna para la transformación, o a una obsesión en esa parte concreta, perdiendo la perspectiva global del todo. En cambio, perseguir el darse cuenta sin la suficiente concentración, nos generaría falta de estabilidad debida a la dispersión y a la contaminación de nuestra visión. Otro ejemplo: si encendemos la luz y no nos movemos para investigar que hay más allá, nunca hallaremos lo que buscamos, pero si no encendemos la luz, aunque nos movamos, seguramente tropezaremos y no tendremos libertad de acción para realizar nuestra búsqueda.
En el budismo zen hay una metáfora muy interesante, reflejada en las diez etapas del despertar de la Doma del Buey según el maestro Kakuan Shien, allá por el siglo XII. El campesino, símbolo de nuestra incipiente conciencia, sabe que tiene que atrapar al buey que ha perdido y una vez que haya seguido sus huellas y lo encuentre, tendrá que capturarlo. Pero lo más difícil, una vez conseguido lo anterior, es domarlo. Algo similar sucede con nuestra mente. Cuando nos hemos dado cuenta de su omnipotencia, cuando hemos comprendido que la mente está detrás de cada acto, al inicio de lo que observamos, en medio de cada palabra, por debajo y por encima de nuestras ilusiones y de nuestros miedos, no nos queda otra que asir el látigo y el lazo para iniciar la doma.
El buey tiende a la dispersión, ve una flor y se entretiene, huele la catarata y corre en pos de ella, no tiene una dirección definida. El buey es reactivo y hay que sujetarlo, para ello utilizamos el lazo que simboliza nuestra disciplina. Pero el buey también se cansa y se para en mitad del camino, tiene sueño y se echa a dormir en cualquier recodo. Para despertarlo de su pereza e inmovilidad utilizamos el látigo. El látigo representa nuestra atención, y tiene que ser muy preciso en estimular al buey para que no se duerma.
La mente, como el buey, suele oscilar entre la excitación y el adormecimiento, entre el movimiento y la pasividad. La filosofía del Yoga reconoce que el entramado de la realidad está compuesto por tres cualidades fundamentales que son los gunas. Cuando la mente está en un estado rajásico (rajas es movimiento, dinamismo, pasión) necesitamos utilizar el lazo para sujetar y calmar. Cuando está en un estado tamásico (tamas es inercia, pereza, confusión) necesitamos, en cambio, utilizar el látigo para salir del aletargamiento y despertarnos. De esta manera, la mente queda libre y se dirige a sattva (el tercer guna) que es la cualidad de equilibrio, armonía y claridad.
La naturaleza de la mente es de variabilidad. Es como el viento que puede cambiar de dirección con suma facilidad. Si queremos salir de una mente dispersa tenemos que cambiar de tendencia, aunque es posible que no lo podamos hacer de forma radical. Si vamos en bicicleta, basta con dejar de pedalear para que la bicicleta poco a poco se detenga. La práctica del Yoga, desde āsana, prānāyāma y dhyāna introduce elementos de ese cambio de tendencia. A más concentración, menos dispersión. De ahí la necesidad de que la práctica sea continuada y sólida, pues cuando somos intermitentes, la dispersión empieza a ganar fuerza. Es necesario crear un hábito de concentración e ir, preferiblemente, desde los soportes más burdos a los más sutiles.
La Síntesis del Yoga
Los 8 pasos de la práctica
Julián Peragón
Ilustración: Eva Veleta
Editorial Acanto