Existe la idea generalizada de que las cosas son eso, simplemente cosas, objetos inanimados que se compran y se poseen en aras de una cierta practicidad y que, después de habernos rodeado un tiempo prudencial, se pierden, se arrinconan, se estropean o se echan a la basura. Lo cierto es que estamos rodeados de cientos y cientos de cosas, y cada una de ellas tiene de uno a mil mecanismos –más cerca de mil que de uno–. Hasta tal punto que cada una de ellas tiene una factura desglosada y una garantía, y cada mecanismo una o varias precauciones a tener en cuenta. Si hacemos las cuentas y si juntamos toda la literatura de folleto comprenderemos lo complicado que es el tema; el bonsai hay que regarlo poco y cortarle las raíces con unas tijeras especiales y en su día, el canal plus hay que descodificarlo, el sistema operativo del ordenador tiene que estar de acuerdo con su configuración y con la memoria ram y los periféricosY a esto hay que añadirle la ley de Murphy que dice que si algo puede ir mal, lo hará. El agua de la lavadora se saldrá, la olla a presión no enroscará bien o el elevalunas eléctrico se quedará a la mitad. Cosas, cosas, cosas que se vuelven imprescindible pero que simultáneamente queremos perder de vista.

Hemos ganado mucho desde que nuestros antepasados los póngidos utilizaban palos para excarvar raíces, esponjas para absorver el agua de las grietas y piedras para romper los frutos duros. Nosotros lo hemos sofisticado todo, de tal manera que tenemos aparatos para calentar el gel de ducha, ionizadores que mantienen el aire respirable, hornos de ondas que calientan el café con leche en un santiamén y muchos mandos a distancia para no levantarnos del sofá tapizado de piel, por citar sólo algunos.

El mercado y su esbirro que es la publicidad están encargadas de ponernos al día. Nuestro ser ideal que aparece entre brumas, en parajes paradisiacos, con sonrisa enigmática y torso desnudo, consume. Nuestra vocación es la de gastar y gastar aunque para ello tengamos que producir el doble de lo que disfrutamos pero es que las cosas son tan bellas y tan necesarias que ¿quién se imagina la vida sin un black triniton, la tostadora automática, el aire acondicionado del coche?. Pues siempre hay una voz que nos dice “no seas modesto y permítete X”, “la gente que sabe apreciar lo bueno tiene Y”, o “que no te le den con queso y cómprate Z”.

Con todo, eslogan a eslogan hemos aprendido a cosificar el mundo. Un mundo donde nuestra aureola personal reside en las docientas válvulas de potencia, en el mármol rosa de la escalera, en la cubertería de diseño o en el vestido de moda. Nuestra alma ya no sabe del lenguaje de los pájaros o de la voz del silencio, ahora entiene del rumrum de la máquinas, los pitidos de alarma, la combinación de colores de la temporada. Entre nosotros y el mundo se ha interpuesto un cinturón de asteroides, objetos todos ellos que reclaman insistentemente nuestra atención y que se mueven , dan la hora, recojen mensajes, escupen café y se encienden y apagan periódicamente. Son como las campanitas de sonidos de los niños que nos distraen del tedio de la vida, o como los algodones de colores que suavizan las heridas del paso de los años.

Afortunadamente hay un rincón en nuestro espíritu que permanece vírgen. Un lugar insondable que no entiende como mil toneladas pueden sobrevolar por encima de las montañas, que un mensaje pueda atravesar a la velocidad de la luz los océanos y que unos hombres con escafandra puedan hollar con su pie la diosa blanca de la noche. Esta simplicidad innata es la que se pone de manifiesto cuando le damos golpes al televisor o le lanzamos improperios al ordenador o al coche, muestras también de que creemos que las cosas tienen una alma, cuadrada o redonda, en forma de microchip o de pila; un alma que tampoco quiere sentirse sola y se obstina en tener personalidad.

Este rincón del espíritu está más vivo en los seres simples que todavía quedan en algunas selvas que creen perder el alma en cada fotografía y que creen endemoniarse al oír su propia voz en un magnetofón. Su relación con el mundo es mágica pues saben que si Dios sueña con comida, fructifica y da de comer, y si sueña con la vida, nace y da nacimiento. Un mundo donde lo importante no sea la lógica de las cosas sino la impronta humana que le da sentido. Y en este sentido es importante reconocer las resistencias que todos tenemos a lo complejo, a cosificar la vida, a permitir que el alma desaparezca de todo cuanto nos rodea porque en el fondo –y a pesar de todo el sistema que nos rodea– no podemos vivir pendientes de un simple botón. ¡Qué cosas!.

Por Julián Peragón

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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