Creo que todos los profesores de yoga nos hemos preguntado acerca de cómo corregir al alumno en una sesión de yoga, hasta dónde y en qué momento, y quizá la mayoría hemos pecado por exceso de celo o por demasiada condescendencia.

Cierto que lo hemos hecho con la mejor intención, en beneficio del alumno, de su aprendizaje y su bienestar, pero a veces los resultados no han sido los esperados.

Empecemos esta reflexión revisando la misma palabra que a veces nos lleva a confusión: correcciónnos recuerda mejoramiento y perfección, pero también este mismo término nos lleva a significados como rectificar, reprender o censurar. El alumno puede sentir tras un gesto de corrección que no lo está haciendo bien, que está equivocado, y puede que la mirada del profesor, real o imaginaria, sea sentida como censuradora.

Si nuestra mirada se convierte en una losa pesada difícilmente el alma del alumno volará en pos de su propia expresión. En este sentido, para que la corrección se convierta en un apoyo solidario con el otro y en una compensación liberadora de tensiones, nosotros mismos, como profesores, hemos de hacer una seria reflexión acerca del modelo que proponemos en nuestras clases, del aire que se respira en ellas, de la exigencia que media en el trato que tenemos con nuestros alumnos.

Como profesores hemos de evitar el gesto prepotente del que ostentosamente le indica al otro lo que está mal. A veces sólo la presencia hace su efecto, otras una mano reposada en una zona de tensión invita a una revisión postural, también una pregunta sobre cómo te sientes hace que el alumno se sienta escuchado y respetado. Al final la mejor corrección es la que permanece invisible pero que va haciendo su efecto progresivamente.

No corregimos únicamente con la manipulación física; corregimos en primer término con las pautas adecuadas que llevan el ritmo general de la sesión y que ponen matices a las tensiones individuales para su mejor autorregulación. Estas pautas deben dirigirse a tres niveles en la realización de las posturas.

Al principio hacemos más hincapié en las pautas de conciencia corporal y respiratorias, en mantener la estabilidad, el enraizamiento, la proyección, simetría, basculación, etc. Pero también, en segundo lugar, hemos de dar pautas sobre el darse cuenta, el transmitir confianza o el abandono, que aflore el sentir de cada uno, cultivando la sensibilidad y potenciando la escucha. Por último, deben de haber pautas sobre la trascendencia dejando espacios para vivir el silencio, para conectar con el ser, para percibir la unidad de lo que nos rodea e integrar las diferentes dimensiones del ser humano sin perder de vista su sacralidad.

A través de estas pautas vamos generando un sustrato de conciencia en el alumno para que él mismo tenga las claves de su propia armonía, del hacer sin esfuerzo. Esta pedagogía inherente en las clases de yoga es la mejor herramienta de corrección; el alumno se autorregula por sí mismo, ayudado de nuestra complicidad. Si, por el contrario, nos damos cuenta que hemos corregido la misma postura una y otra vez al mismo alumno, es que algo ha fracasado. Puede que la misma inseguridad de éste le impida comprender la sutileza de la corrección, o puede que se establezca una cómoda dependencia donde uno ha perdido la atención.

Recordemos, no obstante, que el yoga es un proceso y que el sthira-sukha como proceso dinámico de encontrar la postura firme y confortable necesita tiempo. Por eso hay un primer tiempo para aterrizar en el yoga, para conocer su lenguaje y sus formas sin necesidad de agobiarse por la técnica y otro tiempo para hacer una corrección precisa, para asentar las bases teóricas de la práctica, para recrear la arquitectura de cada âsana. Primero hay que tomar confianza, después ya se irá profundizando.

Esto no quita que el profesor sea muy riguroso y esté muy atento a aquellas posturas que pueden dañar o a aquellos gestos que generan demasiada tensión. Dicho en otras palabras, el profesor de yoga es un cuidador pero que no hiperprotege y tampoco sobreexige. ¿Qué sabemos nosotros de la verdadera necesidad del alumno?

Digamos que cada alumno tiene su ritmo de vivencia y su proceso de aprendizaje que hay que respetar, y la meta tal vez no la debe poner el propio profesor sino, más bien, dejarla que se vaya haciendo en un mutuo diálogo, en una escucha profunda. Recordemos los mismos mensajes del yoga que nos recuerdan que no hemos de identificarnos con los resultados. Nunca deberíamos acusar una frustración porque el alumno no avance al ritmo deseado. Nosotros, como profesores, sólo podemos crear las condiciones adecuadas para que se produzca un mejoramiento, una búsqueda personal o un despertar espiritual.

Y es por ello que hemos de cuestionar un modelo fijo e impotentizador que más que dar alas al alumno se las corta. Y este modelo se llama perfección. ¿Cuántos nos hemos sentido incómodos porque no podíamos hacer la postura planteada, inseguros porque nuestras rodillas no articulaban un loto inmaculado en meditación? ¿Realmente el yoga que se ve, el yoga que plasma la perfección de las posturas es el verdadero yoga, el yoga de la unión?

Ishvara, un megayogui

Si bien es cierto que en todas las personas hay un anhelo de mejora, más negado o más potenciado, la búsqueda de la perfección no forma parte de la sabiduría perenne. La perfección no es un ideal de la vida sino del propio ego, de su propia autovalía. Pensar que hay una verdad absoluta o que hay un modelo ejemplar a seguir es negar la biodiversidad propia del universo. Evidentemente la belleza de cada cosa o ser en el universo es ser lo que es, fiel a sí misma, y no queriendo ser otra cosa.

Podríamos sugerir que el término de iluminación no es intercambiable con el de perfección, incluso podrían ser opuestos pues es la pérdida de la perfección y de su ansiedad la que da paso a una aceptación plena de la realidad.

Para el yoga clásico, Ishvara no es propiamente un dios, un dios creador y omnipotente como lo contemplaríamos aquí en occidente; está al margen de la creación. Patanjali lo incorpora en sus aforismos porque recoge elementos de un yoga místico y puede ser un buen estímulo en la realización del yogui. Por eso podemos entrever que Ishvara en realidad es un megayogui proyectado en el infinito, un arquetipo de realización para llegar al sâmadhi.

Pienso que el yogui no quiere ser realmente Ishvara sino dialogar con él. La presencia de la divinidad nos ayuda a acelerar nuestra mejoría pero no necesariamente a confundir planos de vivencia.

Evidentemente este discurso lo hemos de llevar a la realidad de nuestras vivencias. Detrás del perfeccionismo hay una ira y un resentimiento que se oponen a la vida real, que no aceptan las propias limitaciones, que se rebelan contra el error con frustración cuando todos sabemos que el error forma parte de todo proceso de aprendizaje, y que los límites representan unos sabios consejos de prudencia. Nada es gratuito en nuestras vidas, ni siquiera una tensión.

Cuando enseñamos yoga no es conveniente intervenir demasiado; meramente ser cauce de unas energías que se liberan. Y tampoco hay que invalidar el propio modelo que cada alumno lleva consigo al proponer insistentemente el nuestro, pues no se trata tanto de que nos imiten sino de que se reconozcan y que les entre curiosidad del mismo misterio que aflora en ellos, que como ya sabemos está conectado con el gran misterio.

Por eso si nos aflora una sonrisa interna cuando practicamos yoga es que vamos por buen camino porque estamos saboreando el momento y no nos hemos cegado con la meta. Om Shanti.

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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