El contagio está en el aire. Se extiende como una mancha de aceite invisible y amenazante. No es el contagio de la viruela erradicada definitivamente del cólera o la sarna. No es el contagio del temible sida o de los bondadosos hongos que necesitan de humedades y fluidos. No es la lepra descarnada o la tos de1 tuberculoso. No atañe sólo a los virus y a las bacterias, esos microorganismos silenciosos que rascan y perforan nuestra concepción más estricta de la salud, y que borran la frontera cultural entre lo limpio y lo sucio. No son estos monstruos infernales del inframundo los responsables sino la sospecha que nos corta el aliento ante los infectados, portadores del mal que se vuelven intocables.

No obstante, el contagio del que hablo afecta a todos sin distinción y, aunque evidente, se mantiene inconfesable. Algo intuyen los científicos cuando comprueban como dos amebas separadas armonizan sus latidos en la cercania; o los biólogos ante la precisión mimética del camuflaje de los animales, o ante e1 espectáculo de las bandadas de pájaros en perfecta sincronicidad. Lo perciben también los músicos con sus acordes y arpegios que resuenan de una escala musical a otra sinérgicamente. Lo demuestra hasta la luna que empuja con su presencia las mareas.

Sin embargo es una cosa oculta y bien oculta. Nosotros, sin ir más lejos, estamos todo el día rascándonos, riéndonos o bostezando por contagio. Por contagio nos vestimos o bailamos de una forma determinada. Por contagio también, expresamos nuestras ideas y nuestras más temibles euforias.

Está en el aire y no son las ondas de los massmedia. No es un contagio de causaefecto como el retruque de una bola de billar cuando completa la carambola. Más bien, es una empatía que se da entre los seres naturalmente y que empieza con la primera sonrisa. Es la intersección común de infinitos conjuntos heterogéneos, el rumor de cien mil caracolas bramando a la vez o la fragancia de todo un bosque que se percibe en un sólo aliento.

De hecho este contagio dormía en el inconsciente colectivo mágico donde el correo es instantáneo y sin hilos, y donde los mejores descubrimientos y hasta los chismes más falaces corren como la pólvora. No en vano vivimos en la era de las telecomunicaciones.

En parte este contagio es favorecido por el caos, un ruido humano que se extiende como un vendaval, y por la locura, un sentimiento irregular que no atiende a razones. Entre el caos y la locura del ser humano, tras conductas irreflexivas y errores garrafales, a veces, se ensayan nuevas fórmulas para enderezar un anterior caos invivible, de la misma manera que una nueva cepa vírica se vuelve mas adaptativa a sus enemigos ambientales.
Imaginen un espacio virtual que acumule toda la experiencia humana sedimentada por los siglos. Pero imaginen también disidentes, marginados, excéntricos, soñadores, utópicos, rebeldes, locos de atar e insatisfechos del sistema. Imaginen una balanza sutil en la cual una minoría se vuelve significativa y decanta los platillos hacia otro lado con más posibilidades. Es la ventaja del contagio, no hay que esperar a que todo el mundo crea en un nuevo sistema para que irrumpa las revoluciones.

Por eso el contagio campa a sus anchas y no lo puede frenar el orden establecido, leyes o inquisiciones, puertas blindadas, antibióticos o preservativos. Y es que el contagio somos nosotros mismos, un secreto profundo de nuestra naturaleza, algo inseparable que está en el corazón del átomo y que se filtra por las fisuras más microscópicas de nuestras voluntades y santas intenciones. Es esa música que no puedes dejar de tararear aunque quieras o la inquietud que te deja una mirada sincera. Es el placer al que no puedes renunciar y es ese virus cuestionador que se cuela entre líneas y que se activa secretamente, algún día, después de pasar esta última página, por ejemplo.

Por Julián Peragón

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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