La competitividad está a la orden del día por mucha vaselina que queramos ponerle a las relaciones sociales, por mucha sonrisa simulada que destilemos a diario. Día a día hacemos una carrera infatigable no sólo para ganarnos el pan, sino para atesorar prestigio, para acumular privilegios, para destacar por encima de la media. Si quieres superar el listón de la normalidad tienes que luchar, y mucho. Esta lucha es compleja pues no basta con salir a la calle con un garrote y aplacar a todo oponente, hay otras formas, formas que se han aprendido de bien pequeñito, entre juego y juego, película, lección aprendida y chantaje.
En la misma escuela, lo recuerdo bien, los pupitres estaban numerados del uno al cuarenta. Aunque teníamos seis o siete años y apenas sabíamos contar no te podías sentar al lado de tu amiguito (las chicas no existían, debían ser de otro universo), te sentabas donde te tocaba, es decir entre el 19 y el 21 por poner un ejemplo. Y esto no era necesariamente un drama porque con los días y los meses el 19 y el 21, el 18 0 el 22, se podían convertir igualmente en amiguitos, lo que pasa es que jugábamos tempranamente a la ruleta de la vida y esto era cambiante como la misma ídem. Así que un día podías estar en el puesto treintavo (con más frecuencia) o en el décimo si arreciaba la suerte.
Sin saberlo estábamos aprendiendo los mecanismos de la especulación, comprendiendo los misterios bursátiles, las leyes de la compra de valores. El juego “pedagógico” que nos proponía el maestro (¿también lo jugarían las niñas en su universo aparte? ¡investigaré!) era el siguiente: después de tomarte tu bocadillo y una botellita de leche que la beneficencia franquista daba a los niños de entonces, entrabas en silencio sepulcral a clase. Después de decir la consigna sagrada de “no quiero ni oír una mosca” el maestro preguntaba quién quería empezar a preguntar. Quizá el octavo o el onceavo levantaba la mano y le hacía una pregunta al primero de la clase, si éste la sabía, todo quedaba igual, había defendido con honor su puesto, ahora bien, si no lo hacía y el octavo respondía bien, éste pasaba a la primera plaza, y entonces como un efecto dominó que más bien era un efecto demoledor porque el primero pasaba al segundo, y el segundo al tercero y así sucesivamente. Y me pregunto yo ¿qué culpa tienen los demás de que el primero de la clase sea tonto?. Habría que notar el ánimo congelado de cuarenta criaturas, mejor dicho de treinta y nueve porque el último no podía descender más. Visto así, era el más listo de todos porque estaba fuera de juego y por tanto beatíficamente feliz.
A medida que avanzaba la clase se iban sucediendo los movimientos tectónicos, ibas abajo o arriba con tus cachivaches y tus lapiceros. Tal vez nuestra afición al nomadismo venga de aquel juego macabro, nunca se sabe.
Todo sucedió un aciago día que cansado de estar en la medianía del veinteavo, en la doblez de la normalidad se agitó mi ego competitivo, no sabía si en el primer pupitre habría más luz, el asiento sería más cómodo o me sentiría más inteligente, no sabía nada pero mi mirada se decantaba siempre hacia la izquierda de la clase y apenas hacia los perdedores de la derecha. ¿Qué pregunta le haría al primero para usurpar su puesto?. Cansado de cantar la tabla de multiplicar del 2, consulté la del 9 y me aprendí el 9×9 que era, lógicamente la máxima expresión de nuestro conocimiento. Si sabías el 9×9 eras casi Dios, y yo me lo aprendí. Así que le pregunté al tonto del primero de la clase, porque después me di cuenta que hay que ser bien tonto para querer situarse en la cresta de la ola cuando se está tan bien en el fondo calmado del océano, ¿9×9?, y… suspense no respondió (o acaso no era tan tonto y no contestó para salir de ahí) y yo dije triunfante 81, lo dije con todas las letras ochenta y uno. Habría que ver a cámara lenta como recogí mis papeles y mi maleta y avancé pasillo arriba con la mirada estupefacta de mis compañeros hasta el puesto número uno, mientras el primero de la clase cabizbajo me hacía sitio. No había sido tan difícil, pensé.
Curiosamente era cierto, en el pupitre había más luz, tu cuerpo pesaba menos, el rictus risueño de tu rostro estaba clavado en la ingravidez, la mirada húmeda, ni siquiera sentías la mezcla indigesta del bocadillo materno y la leche de la dictadura. No te acordabas del Cara al Sol, ni de la vara de castigo encima de la mesa del don maestro. La imagen grisácea del Generalísimo colgada quedaba difuminada entre los desconchados de una pared sorda.
En los fuegos de artificio del ego no había reparado en algo importante. En mi antigua posición de centrocampista apenas te llegan los balones, nadie le hace preguntas incómodas a un mediastino entre los buenos y los malos de la clase, nadie quiere ser una bisagra entre dos clase sociales (entonces no existía la clase media), existían los ganadores y los perdedores, los ricos y los pobres, los listos y los tontos, y punto. Yo hasta entonces había vivido en el limbo, nunca mejor dicho, había contemplado el ruedo desde el burladero, había toreado los altibajos de la vida, pero ahora estaba en el punto de mira. Me miraba hasta el profesor incrédulo ante mi pregunta tramposa porque se veía claro que no me sabía el tres por cuatro y había hecho una pregunta de erudito, había hecho la exégesis del texto matemático y había hallado la piedra filosofal.
Os lo aconsejo muy seriamente, no vayáis nunca al pupitre número uno ni siquiera a pedir la maquina de afilar porque la luz que desprende es cegadora. Es lo que me pasó a mí. Estaba saboreando el paseillo de entrada a la plaza de toros como el matador número uno, era como si hubiera cortado las dos orejas y el rabo de la bestia. Todavía sonaba la música triunfal en mis oídos y no escuché bien la pregunta que me hicieron a continuación, que no pude contestar lógicamente, y sin darme cuenta ya estaba en el segundo puesto, y antes de aterrizar en la nueva realidad en el tercero, y en el cuarto, y así sucesivamente. La vida me fue poniendo donde estaba antes de mi arrebato egoico, me situé en esa medianía complaciente en la que sin tener el ánimo perdedor tampoco estás dispuesto a hacer el sobreesfuerzo de mantener un primer puesto demasiado disputado.
El tiovivo del juego acababa con el silbato de la escuela. La cotidianidad de nuestras casa era dulce hogar comparada con la escuela de la vida. Tu padre siempre era tu padre y tú siempre el pequeño, te pusieras como te pusieras. Podríamos decir que la familia era una inversión en bolsa conservadora, apuesta en valores fijos, inmobiliarios, letras del Tesoro, pagarés del Estado, etc, y no como la política agresiva del querer ser más que nadie y acabar siendo precisamente eso, un don nadie.
Aún hoy tengo problemas con el 6×8, o tengo que pensar cuando multiplico 7×9, pero no tengo ni asomo de duda con el 9×9, y es que las heridas de guerra dejan una huella imborrable.
Aprendí otras cosa útiles en aquellos tiempos. Cosas como las que hacía Jesús según dicen cuando era pequeño. Jugaba a correr con sus amigos y en los últimos metros perdía fuelle y dejaba ganar a otros sin que nadie se diera cuenta. Eso sí que era ganar porque no solo ganaba la carrera sino ganaba también la situación.
Yo le he dado muchas vueltas a esto, a veces pienso que ser un ganador a los ojos de la sociedad es ser un perdedor a los ojos del espíritu, y viceversa, así están las cosas. Aunque el tema a medida que profundizas se vuelve más y más complejo. A lo mejor el niño Jesús había días que corriendo ganaba la carrera para no quedarse estancado en la comprensión anterior. El quedarse en tercer puesto pudiendo ganar es una proeza, pero el ganar claramente sin atraparse ni en los frutos de la gloria pero tampoco en la complacencia de la compasión por el otro es infinitamente superior. Así que un día pierdes ganando y al otro ganas para no perderte en la pérdida. Y esto es el koan que aprendí de bien pequeño, nadie sabe a ciencia cierta si una victoria es tal o una derrota realmente derrota.
No es lo mismo ganar de ida que ganar de vuelta, es bien distinto. Si algún día llego a ser el primero de la clase (Dios no lo quiera), creo que estaré de vuelta. Me sentaré quedo en el pupitre como si estuviera sentado en el último lugar, mi ego lo aplastaré bajo los zapatos y abriré los oídos para escuchar toda pregunta. A lo mejor me quedo en la reverberación de la pregunta íntimamente en mi interior y se me pasa el tiempo y no contesto. Pero no importa, la vida es un andar de paso. Ningún sitio es tan bueno que valga la pena echar raíces, y menos un pupitre con reflejos dorados.
Tanta esclavitud hay en el primero como en el último, de ahí que la única salida sea la de trascender toda polaridad y cuando estás en un extremo sentir con claridad el opuesto. Lo decía con otras palabras un texto hermético “… piensa que aún no has nacido, que estás en el útero, que eres joven, que eres viejo, que has muerto, que estás en el mundo más allá de la tumba; capta en tu pensamiento todo esto a la vez, todos los tiempos y lugares, todas las sustancias y cualidades y magnitudes juntas; entonces puedes aprehender a Dios”.
Sin llegar a tanto a veces me digo cuando veo los numeritos de mi cuenta bancaria que ser rico sería la hostia, pero por otro me digo que con una cuenta abultada no me enfrentaría al toro de cuernos puntiagudos que acecha en la ley de la selva de la supervivencia. Hacerse el listo tiene sus ventajas pero hacerse el tonto es bien listo porque, entre otras, te dejan en paz. Si tuviera tiempo estoy seguro que haría una fortuna y me dedicaría a vivir como un mendigo, sentado en una esquina soleada a ver las caras de la gente que pasa con el alma prieta, o tiraría piedras a un río para entretenerme con los remolinos únicos e irrepetibles que hace el agua. Como no tengo mucho tiempo voy a hacer lo contrario y que tengo más a mano, voy a permanecer como un pobretón de los de hoy (clase media baja, tirando a la baja) y a la vez, fijaros en la jugada, voy a intentar vivir como un verdadero rico, voy a pasear por los bosques como si fueran de mi propiedad, voy a disponer de todo el tiempo que quiera para mi propia recreación, el paseo, la meditación o la tertulia, voy a tomar el desayuno en la cama y voy a tomar el té a las cinco de la tarde. ¿Qué os parece?
Julián Peragón