Cuando estamos enfermos se nos abre un abismo bajo los pies, se nos encoge el alma y hasta se nos vela la mirada. Un frío o calor extraño se mete dentro, en la misma médula. Cuando es una enfermedad de aquellas que alerta buscamos rápidamente al especialista de uno u otro signo para que nos calme. A menudo, más que las medicinas, lo que necesitamos es un diagnóstico tranquilizador, unas palabras científicas inmutables, alguien que nos diga que no pasa nada, que todo está en orden, que hay algunos desarreglos pero que ya podemos irnos a casa.
Sin embargo, la visión objetiva de nuestra enfermedad choca contra nuestra vivencia, enteramente subjetiva. La enfermedad la vivimos como el eslabón de una gran cadena que tira a su vez de Ia incertidumbre, del miedo, que se muestra a través del dolor, en la impaciencia, que nos margina de lo social, de nuestra dinámica, aislándonos de los otros, que nos diluye en una nada y que nos recuerda, por último, la muerte.
Tal vez por eso hubiéramos preferido que nuestros médicos fueran menos científicos y con más comprensión de nuestros mecanismos psicológicos y sociales, menos encumbrados en su tecnología y en su saber y más cercanos como personas. Nos hubiera gustado sentirlos sabios en el arte de vivir, y también en el de morir, que al fin y al cabo forma parte de la misma vida.
En esos aprietos, una voz interna invoca a todas las fuerzas benéficas para que vengan a nuestro socorro. No obstante, el desánimo a veces rastrea en la culpa o exclama un por qué, ¿por qué a mí precisamente?. A menudos nos enzarzamos en la profusión de síntomas y en la retahíla de remedios farmacéuticos y mágicos. Obsesionados con la enfermedad y con la lucha a muerte contra ella nos olvidamos que la lucha es contra nosotros mismos.
Quizá el primer paso en el camino de la sanación sea el de reconocer tranquilamente lo que nos pasa. Los males del cuerpo son en gran medida males del alma, que a su vez acusa los males del mundo. Si el mundo sufre de contaminación, el cuerpo que se nutre de sus alimentos también se envenena. Se envenena también la sangre cuando sentimos odio e intolerancia. Descargamos en el mundo nuestros residuos junto a nuestra inconsciencia. Por eso, si hay alguna culpa, es la de haber puesto fronteras. Escisiones entre nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Barreras entre el mundo y lo que somos.
Pero tampoco podemos irnos al otro extremo y sentirnos responsables absolutos de nuestros males porque nuestros genes actúan silenciosamente, porque gran parte del aire que respiramos, del agua que bebemos y del pan que comemos están contaminados y no los hemos elegidos. No somos responsables directos de muchos males pero tampoco somos ajenos como lo quiere la visión simplista que dice cuerpo como dice cosa que se tiene, se posee o se habita. Cuerpo que se explota, que se descuida, que se reprime. Cuerpo que se sufre, que nos ha tocado en gracia, o en desgracia.
Nuestra cultura encorseta al cuerpo porque no es tan imperecedero como las ideas, porque cambia con los días, porque se enferma, porque envejece y porque tarde o temprano se muere. Se teme al cuerpo porque es el sitio del inconsciente donde se somatizan sus olvidos y registran los traumas, se esquiva al cuerpo porque en él residen las bajas pasiones que el instinto aviva y el placer derrocha. Se oculta al cuerpo porque es un fiel reflejo de lo que somos.
Es ahí donde tendríamos que empezar a leer, en el cuerpo. Ver sus acortamientos y sus asimetrías, sus compensaciones y sus hábitos, sus corazas y sus anillos de tensiones. Leer como hace el topógrafo con la orografía del terreno para saber por dónde fluye el arroyo, nosotros para saber en propia carne por dónde circula la energía y dónde no llega la respiración, dónde se cortó la sensibilidad y dónde arremete el malestar. En definitiva, poder leer directamente en el cuerpo como el que lee entre líneas.
Si el cuerpo tiene su lenguaje, la enfermedad tiene sus razones, y éstas son el lenguaje que tiene el cuerpo para decirnos sus secretos. Donde nosotros ponemos una frase y un punto, el cuerpo en su comunicación pone una sensación, una erupción de la piel o un territorio mudo. Digamos que el cuerpo no miente, y cuando estamos llenos de ira estancada, cuando no nos dejan espacio en nuestras vidas para expresarnos, cuando nos invade la miopía o el sistema inmunitario se desarma, veremos que alguna relación guardan con nuestra vida y nuestra forma de relacionarnos. Si miramos atentamente veremos todas esas cosas que el cuerpo sabe y todas esas señales que nuestras entrañas de forma única e irrepetible elaboran.
En segundo lugar tendríamos que ampliar nuestro concepto de salud pues alguien sano no es aquel que nunca se pone enfermo. En su primer movimiento, cuando la enfermedad es aguda y es puntual, la enfermedad forma partre del núcleo de la salud ya que el cuerpo tiene sus mecanismos para limpiarse. Son crisis depurativas que intentan reestablecer un nuevo equilibrio y un mejor estado de salud. En cambio, la enfermedad crónica o degenerativa ha perdido, después de múltiples intentos, esa fuerza vital y nos hace claudicar.
Los pequeños transtornos del cuerpo son esfuerzos adaptativos a la nueva estación que entra o a los innumerables desequilibrios que nuestra vida comporta. Ese esfuerzo adaptativo no hay que cortarlo nunca, no hay que reprimir el síntoma o la manifestación de esa enfermedad pues la sintomatología son consejos del cuerpo que nos impelen a no comer, a reposar, a inmovilizarnos cuando hay dolor o a permanecer solos para desconectar. Suprimiendo el síntoma con los poderosos medicamentos que tenemos el cuerpo pierde su rumbo y se desorienta, a fuerza de negarle su reacción natural, nuestros organismo a la postre se insensibiliza. Ahora bien, no se trata de no intervenir pase lo que pase, sino, más bien, ayudar a esa natura medicatrix, a esa crisis depurativa para que sea más efectiva y no bloquee. Todos sabemos que la fiebre es sana si no pasa de una cierta temperatura.
Con todo, la enfermedad en los casos citados, no establece sólo un equilibrio físico-energético, con ella y con el dolor, la inmovilidad, la soledad o la incertidumbre damos verdadero espacio a la escucha y tenemos la comprensión que no podemos empujar el río de la vida. Podemos sentir que las leyes naturales hay que respetarlas para que haya crecimiento y vigor, salud desde nuestros cimientos.
El niño rollizo de mejillas sonrosadas que nos muestran en los productos publicitarios no tiene por qué ser un paradigma de salud. Ésta no es algo tan ostentoso, tan rebosante, tan artificial. Podemos percibirla en un aliento fresco, un cuerpo ágil con amplitud de movimientos. Podemos sentir la salud en un rostro sereno, unas digestiones ligeras, una calidad de descanso en el sueño; en el mantenimiento de la sensibilidad, en la mente calma, en la respiración tranquila o en tantos elementos que no residen en los músculos hipertrofiados o en la elegancia de formas.
En este camino de sanación no sólo la escucha, el reconocimiento, el respeto del ritmo, de la vida y sus leyes son necesarios. Sentir que somos también cuerpo es el primer paso para sacralizar la vida y para confiar en la sabiduría del cuerpo. Pero si uno no conecta con el espíritu no habrá una completa curación. El espíritu, lo sabemos, está por doquier, está dentro y está fuera. Está cuando vemos la puesta de sol y cuando las estrellas nos comunican la inmensidad del cosmos, y por contra, nuestra humilde pequeñez. Hay curación a través del espíritu cuando aprendemos de nuestro destino, cuando nos movemos no sólo por nuestra razón sino también por nuestros sentimientos y por nuestras intuiciones. Nos curamos cuando la fe y la aceptación de lo que existe desbancan a nuestro ego prepotente que es impermeable a los cambios.
Es posible que la enfermedad grave esté relacionada con el sistema de corazas que impiden al individuo expresarse en su ser, y puede ser también que esa enfermedad represente el amor no colmado que arrastramos desde bien pequeños y esa enorme dificultad de querernos a nosotros mismos.
Cuando la enfermedad deja caer las caretas de la ilusión, lo espiritual puede redimirnos en un sacrificio de lo viejo por lo nuevo para volver a conectar con esas aguas subterráneas de la vida y para ello se requiere tener sed, sed de ser y sed de amor.