Te encontrabas al final del Gran Año y no pudistes vencer la tentación de entrar allí. No te censuro, entiendo que hay atracciones fatales como el vértigo del abismo que nos atraen irremisiblemente como un agujero negro que nos hiciera cada vez más densos hasta terminar engulléndonos. Tú sabías lo que se decía de la ferocidad de Asterión y cómo devoraba año tras año el tributo de siete muchachos jóvenes y siete vírgenes, sabías que era insaciable y que tenía el aliento de fuego pero entraste. Y entraste en el laberinto que otros, incluso los mismos demonios, hubieran quedado atrapados una vez que la desorientación y la incertidumbre hubiesen hecho mella en sus corazas de temerarios y valientes. No vieron a nadie en el laberinto, antes el miedo los paralizó hasta sucumbir en la locura o en el suicidio cuando una y otra vez volvían a pisar sus mismas huellas en la arena.

También es cierto que se han contado historias mágicas e increibles. Que en el centro del laberinto dormita el Minotauro junto a la fuente de la eterna juventud y que de rocas lunares salpicadas de amatistas brotan néctares que fecundan la tierra de rosas siempre frescas y lotos en lagos cristalinos. No es seguro que haya vuelto nadie para contarlo, pero ya sabes que en Creta cada sospecha se vuelve rumor y en cada esquina el rumor se vuelve leyenda. También se rumorea que el Minotauro es tu hermanastro y que tu madre amó al feroz toro blanco de Posidón. Los mismos dioses lo consideraron un acto contranatura y al nacer el engendro, salió al revés de toda lógica. Lo inferior ocupó el lugar más alto, la cornamenta instintiva se alzó en un bramido de venganza. Minos, tu padre lo encerró en este laberinto y te prohibió la entrada. ¿Qué buscabas en el laberinto Ariadna?, ¿qué sueño te arrastró por el caos de la vida, por el intestino del inconsciente?, ¿por qué quisiste recorrer esa flor infame que ríe del buen sentido de los hombres y seguir el reguero de muerte y las huellas petrificadas sin hálito de las vírgenes?. Tú que eres tan bella que tu reflejo eclipsa el cielo estrellado.

Si al menos hubieras traído un ovillo de hilos plateados que marcara el camino de ida y vuelta, o hubieras conseguido los favores de tu amado Teseo para que matara al Minotauro en su sueño profundo. Pero no, sólo confiabas en tu belleza y sólo esperabas misericordia del monstruo, sin sospechar siquiera que Asterión el Minotauro es un ser herido de amor, y su peligrosidad es fruto del afecto nunca saciado travestido en deseo de venganza. Y ciertamente se despertará cuando tu aroma –mucho antes que el rastreo de tus pies– le llegue como un insospechado presagio. Piensa Ariadna que el monstruo rugirá y dejará un rastro de baba espesa cuando recorra su laberinto en forma de teleraña. Tú andarás a ciegas, a derecha e izquierda, sin los espejos que te han acompañado toda tu vida, sin las seguridades cándidas que te amamantaron y con la angustia intestinal que encierra todo laberinto.

Un laberinto es peor que una cárcel, Ariadna, siempre promete una salida o el retorno a un centro anhelado, un centro donde la espiral vertiginosa del laberinto queda anulada por un remanso de paz –eso dicen. Corre Ariadna, procura que el pánico no cierre tus ojos. En la persecución no olvides la claridad de las estrellas que te guían, los envites de tu intuición, el fuego que hay en tus venas. Mira hacia atrás bella Ariadna no vaya a ser que estés huyendo de una sombra fantasmagórica, mide bien tus pasos y afina el oído. La estrategia del Minotauro será la de llevarte a un callejón sin salida, en las profundidades del laberinto donde el tributo era cobrado a la luz de la luna llena, donde los ahullidos de la bestia rebotaban infinitamente mezclados con la angustia de las víctimas. No seas inocente Ariadna, quien no ha tenido ningún espejo, quien no ha dialogado con ningún otro, quien no ha recibido una sola caricia, una única imagen completa o idílica de si mismo, habrá de vivir el amor con la compulsión de la antropofagia puesto que los únicos límites del Minotauro son las paredes de su laberinto. Y tú bella cretense, hija de reyes, estás dentro de la piel del monstruo. Corre, deshazte de tus joyas y tus vestidos, corre desnuda hacia el centro, la única salvaguarda. Busca la inmortalidad del alma, el monstruo no te quiere a ti sino el calor de tu carne, de tu sexo, de tus pasiones desbocadas. En cambio en el centro la bestia se duerme como un niño envuelta en efluvios oníricos y podrás jugar con su ferocidad de leche y gruñidos tiernos.
Pero aún estás en el laberinto y si aparece el monstruo, no dudes, mírale a los ojos como tu sabes. No te dejes impresionar por los restos sanguinolentos de su hocico ni por la mirada necia doblegada por un dolor inhumano que le perfora la cabeza. No te apartes de su aliento de azufre ni sientas lástima del apéndice humano que sobrelleva la inflamación monstruosa. Acércate al monstruo Ariadna, deja a un lado la soberbia de la belleza, tus sueños narcisos, tu hedonismo de salón. Abandona los barnices de los sentimientos, las correrías de palacio, las buenas costumbres y acércate a tu hermanastro. Deja de huir de lo informe, de lo grotesco de la vida. Mira la joroba del monstruo y di si no es también tuya Ariadna, la más bella entre las mortales.

Díle a la fiera quién eres, qué rapaz, orgullosa y manipuladora se esconde detrás de tus encantos, y díle al inocente monstruo quién trafica con el amor y el deseo, y quién fuerza al espejo a prostituirse. Anda, acércate y piensa que, si tu gesto no es de verdadero amor, si tu deseo es inseguro y temeroso, ese monstruo de las cavernas, que no sabe de fingimientos, que nunca ha sabido de mentiras piadosas, que no tiene nada que perder, Ariadna, ¡nada que perder!, ese monstruo te destrozará en un acto más de venganza. ¡Qué pena!, una vez más la bestia devora a la bella. Tan cerca del centro sagrado, donde el tiempo no corre y las palabras demoran siglos hasta perder toda ambigüedad, donde los sentimientos nunca más recorren los dédalos sinuosos que todo lo corrompen, tan cerca de ese centro donde el destino se vuelve plano y transparente como la escarcha de la mañana. Ahora Ariadna, que no puedes escapar, que aún mantienes quieto al monstruo con tu mirada, que temes perderlo todo y que no quieres darte cuenta de que esto es peor que un naufragio. Ahora, lánzate inesperadamente en los brazos del infierno, piérdete en la densidad del monstruo, agárrate fuerte y siente como tu corazón se ensancha. Traspasa todo espejismo y sorpréndete detrás de la náusea de esa familiaridad e intimidad nunca antes sospechada. Reconoce esa alegría que brota de tus pies y ese rugido de monstruo que se vuelve suspiro. No te extrañe Ariadna, de las rosas silvestres que os rodean ni de los lotos abiertos que desafían el fango del lago.

Julián Peragón

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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