Si tuviéramos otros ojos nuestro cuerpo aparecería de luz, plantado de pétalos transparentes y espirales que lo atraviesan. Tal vez sería un huevo luminoso de 35.000 filamentos lleno de agujeros o chakras como puertas insondables de dimensiones aún no descubiertas. Como un traje a medida, otros verían 354 puntos de un cosido mágico donde se entrecruza la energía, la piel ya no sería suave o velluda, sino orografía secreta, caminitos que atraviesan capas profundas, meridianos equidistantes que laten.

También dicen que el cuerpo nunca estuvo aislado que las vértebras cervicales comunican misteriosamente con el sol y la luna, con los planetas viejos. Y que las dorsales tienen cada una un signo zodiacal, que las lumbares son de aire y agua, de tierra y fuego, y también de éter. Y que los pies y las manos, los ojos, lengua y orejas tienen escritos en tinta indeleble el mismo mapa completo del cuerpo humano y parte de su destino.

Paradójicamente la nariz percibe las inefables intuiciones, las manos tocan las emociones, los oídos sienten las voces internas de la memoria, los ojos distinguen las ilusiones que nos rodean y la lengua controla los pensamientos que se escapan sin cesar. El cuerpo es un mar  sumergido en un océano, los sentidos las compuertas que lo nutren, la piel un encuentro sensible que nosotros lo hacemos danza o un vulgar chapoteo.

Dicen los sabios más antiguos que el hígado alimenta los músculos; los músculos refuerzan el corazón; el corazón alimenta la sangre; la sangre refuerza el bazo; el bazo alimenta la carne; la carne refuerza los pulmones que a su vez alimentan la piel y los pelos. Éstos refuerzan los riñones; los riñones alimentan los huesos y las médulas que una vez más refuerzan el hígado. Todo en el cuerpo es sincronía y cooperación pues cada parte está atenta al todo el cual vuelve a plasmarse en cada parte.

Cuando dormimos el cerebro primitivo no descansa, está  enormemente receptivo, cada célula hierve de sensibilidad. Y cuando amamos somos llevados por una fuerza de deseo imparable. Cuando vemos después de años un rostro conocido no sabemos cómo lo recordamos aunque esté envejecido y cambiado. Tantas veces  somos extraños en nuestro propio cuerpo.

Porque los ángeles no tienen cuerpo y no perciben ni los colores ni las sensaciones, ni la hinchazón del sexo ni siquiera la turbación del amor, el cuerpo, lo saben, es el templo del universo. Lo más denso, lo que puede degradarse más en su fragilidad, pero también, lo que tiene la máxima potencialidad de cambio y transformación. El cuerpo es la punta de lanza de la evolución, el tentáculo de la vida, nosotros mismos hechos carne y huesos.

Lo dicho quiere señalar las mil maneras de percibir, sentir y describir el cuerpo. Todas las interpretaciones nunca lo agotarán. Todas son válidas en su momento, en su cultura. Asomarnos por debajo de la piel, comprender algo de aquellos mecanismos que recomponen el cuerpo en su movimiento no es fácil. La anatomía sagrada además de familiarizarnos con vainas y fascias, cápsulas y tendones, quiere saber del movimients y los límites del cuerpo. Saber qué encierra una sonrisa muscularmente o cuántos músculos se ponen en acción en un solo paso nos llevaría, probablemente, muchas horas de estudio. Bastaría, de entrada, comprender que el gesto sencillo contiene una complejidad que involucra todo el cuerpo, así como un movimiento de ojos a un lado pone en acción la musculatura del cuello al otro, y como una serpiente, la zona dorsal, lumbares, glúteos, pierna hasta alcanzar un pie.

No se trata de conocer los músculos los músculos uno a uno sino de poner atención y escucha al cuerpo que habitamos. El yoga (o cualquier disciplica que utiliza el cuerpo para la trascendencia) que hacemos no puede ser inocente y mucho menos ciego a las partes puestas en juego pues estamos creando un espacio de salud activo. En el cuerpo no hay nada gratuito, nada que no tenga su razón de ser. Ningún apéndice por pequeño que sea merece ser extirpado, ningún músculo olvidado, descompensación desatendida. Con la anatomía aprendemos a leer en el cuerpo hasta reapropiarnos de su carácter y no quedarnos sólo en la imagen.

Es importantísimo saber qué hacemos en cada âsana, tener en cuenta que el origen de una contractura a veces se encuentra mucho más lejos de la zona tensa, que hay músculos agonistas y antagonistas que merecen ambos darles su tiempo. Pensar la anatomía después de sentirla y comprender que la función hace la forma, que cada tuberosidad y cada aparente capricho de todo hueso responde a un equilibrio preciso de fuerzas entre la gravedad y la mecánica de escapar a ella.

Necesitamos una anatomía para recomponer nuevamente el cuerpo, y con él las sensaciones, los hábitos, el movimiento, a la luz de nuevos datos de interpretación, como si la anatomía, no rígida ni embalsamada, fuera un potente estetoscopio que nos hace percibir los latidos con mayor profundidad.

Por Julián Peragón

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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