Actitudes ante el estrés

Todos, desde el nacimiento, venimos de fábrica dotados de un botón rojo extremadamente sensible al exceso de presión instalado en algún rincón del cuerpo.
Cuando las condiciones exteriores son adversas y se pone en peligro nuestra supervivencia, el botón rojo se dispara provocando una reacción de emergencia. Al instante los mensajes de alarma de nuestro cerebro que controla las emociones los regula el hipotálamo y da sus voces a la hipófisis que a su vez despierta a las glándulas adrenales para reaccionar velozmente a cualquier peligro.

Lamentablemente toda reacción es un poco ciega y reaccionamos con toda la furia química en nuestra sangre tanto si se produce un terremoto como si recibimos meramente un bocinazo a nuestras espaldas.

En realidad toda amenaza externa (o interna) termina convirtiéndose en un tigre agazapado a la vuelta de la esquina, en la oscuridad de la noche o cuando nos quedamos solos a punto de abalanzarse sobre nosotros. Pero ni tan siquiera hace falta ver al tigre entero, basta su sombra, su olor, apenas una uña de su garra para que la reacción de alarma se dispare.

Nuestro sistema de alarma es tan efectivo que si de verdad saliera al paso un enorme tigre, correríamos cien metros lisos en un santiamén y saltaríamos cualquier muro con pasmosa facilidad. Otros, al verse acorralados, podrían darle, al menos de entrada, un buen saco de patadas y puñetazos al dichoso entrometido. Estaríamos prestos para huir o para defendernos.

¿Pero qué ocurre cuando la amenaza se convierte en un jefe autoritario o en un examen difícil, cuando aparecen los celos o se muere un ser querido?. Toda esa tormenta química que bulle en la sangre no encuentra una respuesta allá afuera.
Dentro, se altera el ritmo cardiaco y sube la presión arterial para dar una mayor capacidad de reacción al organismo; se movilizan los azúcares de reserva porque habrá mayor consumo de oxígeno; la tensión muscular aumenta para responder a las condiciones más adversas, mientras el cerebro se pone alerta y vigilante. En cambio fuera, a lo mejor sólo decimos “sí, jefe, a las 5 PM lo tendrá hecho”, o “¡ten cuidado como conduces que casi me matas!”. Dentro no sólo se pone en marcha el sistema simpático que se activa en situaciones de peligro, se inhiben también aquellas funciones vitales que no son urgentes para la supervivencia y que no son tan necesarias para la alta capacidad de respuesta. Por eso, allá fuera, después de la bronca del jefe o del altercado cotidiano, por poner un ejemplo, se nos quita el apetito, baja la líbido, cambia el humor. El ácido del estómago alimenta una posible úlcera, la mandíbula apretada para no morder a nadie y el ceño fruncido con cara de pocos amigos.

Ya no hay tigres sueltos en las ciudades de los que correr ni estamos expuestos a frío o calor intensos, y al menos, en nuestras latitudes a sed y hambre duraderos. No es frecuente ser asaltado, secuestrado, violado. No recibimos a menudo chantajes criminales, no nos torturan ni estamos en guerra como una gran parte de nuestro mundo en las que descubrimos las graves secuelas físicas y psíquicas que padecen esas personas totalmente destrozadas. Vivimos en un mundo “civilizado”.

Pero en este mundo civilizado hay competitividad, ritmo frenético, falta de tiempo, polución, tráfico, ruido, nos movemos en un entorno hipercomplejo lleno de normas y responsabilidades. Día tras día, esta presión crónica va sumiendo al individuo en un delicado equilibrio donde el organismo actúa sobrecargado sin verdadero tiempo para recuperarse.

Ya no es la persona la que lleva las riendas de su propia vida, con el estrés crónico perdemos dominio de las situaciones, estamos irritables, reaccionamos desmesuradamente ante pequeñas situaciones sin importancia y llevamos los pensamientos a cuestas con una gran carga de resentimiento. Cuando los obstáculos se vuelven insalvables sentimos frustración, nos baja la autoestima hasta terminar carcomiéndonos la depresión.

Como cada mañana suena el despertador y queremos compensar el agotamiento y el cansancio con medicamentos o drogas, con alcohol, tabaco, café que tomados de forma compulsiva agotan aún más al organismo ya de por sí sobrecargado.

El círculo vicioso se potencia, cuanto mayor cansancio más apatía, menos rendimiento, desmoralización que tiende, a la larga, a favorecer la baja laboral. Se puede entrar en esa espiral de somatización en la que uno visceralmente se autoculpa y se agrede. Aparecen los dolores crónicos y las infecciones frecuentes. Se altera la menstruación, se cae en la inapetencia sexual, bien en la impotencia como en la anorgasmia. La ansiedad crónica a veces se compensa con bulimia y anorexia. En todo caso se llega a la cama con todo el cansancio del mundo pero sin poder pegar ojo.
El estrés no se ceba solamente en los que deben rendir al máximo, los que compiten por la cuantificación de los resultados, los que se ven obligados a ser una pieza más en el gigantesco engranaje de una empresa mastodóntica en lucha permanente con otras por hacerse con el mercado en una verdadera guerra económica entre titanes. No es solamente éste el individuo que claudica.

Sufren de estrés también los que viven la soledad de forma impuesta en grandes ciudades donde la gente se ignora y ya nadie conoce al vecino. Sufren de estrés severo los que padecen separaciones con juicios e hijos de por medio, los ancianos que se quedan viudos y no pueden ser atendidos, los que pierden un empleo precario en un mercado de trabajo cambiante de un mundo convulsionado por los cambios tecnológicos que a todos nos hace llevar la lengua fuera formando ya parte natural del paisaje de nuestro rostro.

En estos momentos es elemento de riesgo para sufrir estrés una boda, una jubilación, una hipoteca o un embarazo. Si me permitís la caricatura, te casas a lo grande empeñando hasta el riñón para dar un lujoso banquete y, si además, te quedas preñada puede que tu puesto de trabajo corra peligro porque eso significa que perderás muchos días de trabajo. Si te despiden no podrás pagar la hipoteca que crece como la espuma, y quizá te puedas quedar si casa.

Todas las patologías asociadas al estrés crónico como las crisis coronarias, la fatiga ocular, las crisis asmáticas, las jaquecas, las úlceras, colitis, infecciones o alopecias no son más que la punta del iceberg de un sistema de vida que ha perdido la medida. Nuestro pecado es el de haber roto el ritmo natural, el de ir hacia una hybris fuera de toda norma humana. Nuestro mito es el de Prometeo quien quiso robarle el fuego a los mismos dioses.

El progreso avivado por la ciencia insta al homo economicus a producir para consumir y tener aunque no tenga tiempo de disfrutar y deba tempranamente desechar a fin de hacer hueco a la novedad que no espera. Lo decía muy bien un tal Gauvreay “era ese tipo de persona que se pasa su vida haciendo cosas que detesta para conseguir dinero que no necesita y comprar cosas que no quiere para impresionar a gente que odia”.

Si nuestro mal está causado por una patología del hacer, es obvio que el dejar de hacer puede solucionar parte de la problemática anunciada. Bastaría desconectar, soltar la agenda y el reloj para fluir más con los ritmos de la mañana o de la tarde, conectar con el apetito verdadero y con las ganas de dormir cuando aparece el sueño. Pasear y conectar con la naturaleza, tocar la tierra y el agua del mar, ver –aunque suene bucólico– el horizonte, la lejanía de las montañas, la profundidad del cielo. Y es que la naturaleza nos devuelve a la verdadera medida del ser humano, nos hace reconocer la humildad de nuestras vanas creaciones. La tierra que pisamos nos remite al cuerpo que al igual que la tierra tiene ritmos que han de ser respetados. ¿No sería insensato decir que el invierno no es rentable porque la tierra no produce sin darnos cuenta que en ese aparente reposo natural, las raíces van tejiendo sus sueños que en primavera serán tallos y hojas, flores y frutos?

Sin embargo como hemos aprendido que el tiempo es oro, el tiempo de ocio también tiene que ser rentabilizado. Las vacaciones que nos da el sistema las llenamos de infinitas frustraciones a las que nos vemos sometidos durante todo el año. Desconectar del trabajo se convierte en una lucha feroz contra los elementos, conseguir un billete barato aunque la reserva hotelera sea cara para llegar al punto más alejado del orbe y hacer la excursión más exótica donde tomar la fotografía más idílica después de pelearse con todo el mundo porque los servicios precarios no ofrecían lo que prometía el folleto turístico. ¡Son vacaciones!

En realidad desconectar no es llenar el vacío de nuestras vidas añadiendo riesgo, exotismo y aventura, sino soltar amarras, vagabundear en el pensamiento, desnudarse de roles impuestos, visitar la imaginación y darse tiempo para absolutamente todo.

Cuando por fin decidimos desconectar no caemos en la cuenta de que el botón rojo sí que se dispara automáticamente pero no es tan fácil desactivarlo. La tempestad hormonal del estrés puede continuar aunque estemos días debajo de la sombra de un árbol sin hacer nada. La inercia biológica ha dejado ya un estilo de hacer que es un “ir tirando” aunque con los motores a todo vapor pero con mengua de la energía.

Evidentemente la solución no pasa por crearnos una burbuja en la que la vida sea totalmente armónica y donde no haya ningún tipo de contratiempo. La solución no es la del mundo feliz. La vida es un reto continuo y la presión del medio puede ser un buen estímulo de progreso personal y social. El estrés desgasta pero el deterioro dentro de unos límites forma parte del proceso vital. El problema reside en no saber cuál es nuestro nivel de tolerancia al estrés, y en no dejarnos el tiempo suficiente para que el organismo se recupere de la presión recibida. Hay quien vive bastante bien con un elevado nivel de estrés cuando ha dominado las situaciones que lo provocan.

Aquí se impone una seria toma de conciencia sobre nuestro estilo de vida y el delicado equilibrio entre el tiempo de trabajo, de formación o reciclaje, de ocio, así como el tiempo fundamental con la familia y el de descanso. Nos obliga a organizarnos bien para poder seleccionar entre lo importante y lo superficial, entre lo urgente y lo postergable. Esta conciencia de la medida entre uno, los demás y el mundo, que nos hace saber cuánto puedo y cuánto no, es realista y liberadora. Pero nos obliga a ajustarnos para poder valorar lo esencial de nuestras vidas. Aquí es donde entra la idea de finitud y la conciencia tan sabia de la mortalidad.

Si hiciéramos hipotéticamente la experiencia de tener sólo un mes de vida por delante, tal vez unos pocos días, nos daríamos cuenta de cuánta energía ponemos en cosas intrascendentes, cuántos pactos totalmente prescindibles hemos firmado, quizá cuánto abandono de relaciones realmente nutricias y solidarias hemos perdido.

Manejar bien el estrés significa tener una buena reciprocidad en las relaciones sociales, esas conexiones que amortiguan los estragos de la vida, aunque también es importante el mantenimiento de una buena autonomía personal que nos permita afrontar la soledad de forma creativa y lúcida, ya que la vida social es simultáneamente fuente de estrés pero nos hace de colchón contra él.

Cuidar el cuerpo es otra de las vías importantes a tener en cuenta. El Yoga como otras tantas disciplinas psico-corporales parten en su disciplina de una toma de conciencia postural para sentir el cuerpo, sus apoyos, su verticalidad o su respiración.
Pero en realidad se trata de “bajar” de la cabeza para ir a la sensación e ir sensibilizando todo el cuerpo. Esta sensibilización no es gratuita pues potencia la propia autorregulación del organismo.

Cuando hay demasiada tensión, como ocurre en el estrés, hay una insensibilización y un entumecimiento de todo el organismo. Es verdad que hay menos dolor porque se inhibe en esos episodios de estrés aunque a costa de una desconexión del lado vital y placentero del propio cuerpo.

Tomar conciencia del cuerpo es salir de la amenaza que ronda la cabeza que neuróticamente se expresa en fobias, obsesiones y manías, y llegar a la sabiduría del cuerpo que nos transmite confianza. Evidentemente se trata de estirar el cuerpo para soltar tensiones y así vencer los sedentarismos de la vida moderna, así como respirar ampliamente para renovar y aumentar la energía vital y, sobre todo, saber relajarse.
En el fondo relajarse no es meramente una aplicación sistemática de unas técnicas de autocontrol sino un recordar lo olvidado para recuperar nuestro propio estado natural de vida que en algún momento tuvimos. Relajarse no es tanto un hacer como un saber no hacer que de tan sencillo parece imposible.

Y es aquí donde hacer Yoga no es solamente hacer posturas de autoperfeccionamiento sino la conquista de ese espacio sagrado que es el cuerpo, que es también la vida profunda de nuestro ser.

Volver a ser religioso de forma instintiva sin dogmas ni doctrinas se vuelve capital para resolver toda problemática vital. Una religiosidad que en realidad es un religarse con lo más alto, aquello que nos rodea por dentro y por fuera y que nos trasciende, eso que el místico o el chamán llaman misterio. Religiosidad porque detrás del estrés, como detrás del individualismo fomentado por la consecución del ideal del hombre burgués que lo tiene todo, hay un ego parapetado que teme perder el control y que paradójicamente se encuentra solo. Ser parte de un todo mayor nos libera, en cambio ser un yo en el centro de control del universo nos esclaviza porque cualquier movimiento en falso, cualquier aproximación de algo diferente nos pone en peligro. Sólo habrá tiempo de afilar las armas o construir las defensas.

Quizá deberíamos decir algo acerca de la inseguridad y de la inexperiencia que son también fuentes de tensión pero que se pueden convertir, si ponemos un cierto coraje, en fuente de curiosidad creativa. De hecho, la seguridad en la vida es una ficción al servicio de una mentalidad débil, más al fondo nos movemos siempre en el plano de las incertidumbres y de las probabilidades. Como nos recuerda el dicho sabio de que sólo poseemos aquello que no podemos perder en un naufragio, es decir, nada, no poseemos ni siquiera nuestra vida.

Intuyo que la felicidad está más relacionada con la lucha vital que con dejar de ponerse retos. El coste, ya lo sabemos, es un racimo de tensiones diarios que si no sabemos desgranarlos acaban con nuestro equilibrio hacia un envejecimiento prematuro.
Volviendo a lo apuntado anteriormente, señalamos que la mejor terapia antiestrés es un enfoque diferente en la vida que tenga en cuenta un espacio de ocio creativo que nos permita desconectar periódicamente, para así conectarnos no sólo con la naturaleza sino con el ritmo natural de nuestro organismo, donde hay mareas energéticas y días óptimos de otros no tan óptimos. Aprender a relajarse no como una nueva imposición sino como una actitud de confianza. Evitar los excitantes tóxicos y adictivos y comer bien, sobriamente y con gusto. Hacer ejercicio adecuado no porque lo digan los profesionales de la salud sino porque el cuerpo mismo lo pide tanto en su expresión como en su mejor autonomía. Crear las condiciones en nuestra casa de silencio, orden y tranquilidad para que el descanso sea profundo y reparador.

Ahora bien, no debemos creer a pies juntillas que la vida es un permanente y agotador camino de obstáculo, pues como seres sociales convivimos con otros y nadie es tan supermán que no necesite pedir apoyo pero tampoco tan miserable que no pueda ayudar en algo a los demás.

En definitiva si tuviera que acentuar esta actitud antiestrés de la que hablo diría de cuidar el espíritu porque manteniendo viva la conexión con nuestro interior queda abierta la posibilidad de toda verdadera sanación.

 Julián Peragón

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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