Hablar del deseo es como hablar de la lluvia que tarde o temprano viene como una sombra anunciada desde el horizonte. Y cae, más fuerte o más liviana pero cae. Te puede pillar de improviso o desprevenido pero siempre moja porque esa es su naturaleza.

El deseo es a la vida lo que el latido al corazón, esto es, un impulso que se alimenta del reposo, un flujo que necesita el reflujo, en definitiva, un ir para poder volver. El deseo pujante, intrépito, compulsivo y urgente recuerda la otredad del vacío, la nada y la eternidad de la muerte. Es un grito que libera el silencio de la noche o la luz que ilumina las oscuridades del alma.

No en vano Eros y Thanatos mantienen un diálogo eterno donde el discurso de uno es la salvación del otro, y los éxitos y triunfos de uno de ellos colman, secretamente, los anhelos del otro en este reloj interminable del tiempo vivido.

De la nada surge una estrella que más tarde explotará como una supernova, de la cáscara vacía surgirá un brote tierno y del fango una miríada de vida. Por algo el deseo eriza el pavo real y mantiene erguido o terso el sexo.

¿Quizá el deseo es un fuego que destruye todo lo viejo, una quemazón que disuelve las falsas verdades, una hinchazón que pone en jaque las buenas costumbres o un atrevimiento que eclipsa las mediocridades y las sonrisas dominicales?. Porque el deseo no se vende en el Rastro ni está oculto en los más bellos escaparates, ni sabe de trapicheos clandestinos. El deseo es como la llama que no se mezcla como el agua en el barro, que no atiende a razones, que no sabe de fronteras ni de límites aconsejables. Se desea y punto.

Se desea y se desea. Se desea hasta que pasa la tormenta, hasta que amaina el temporal, hasta que los dramas se representan y lo reprimido se exorcisa. Hasta que nos lanzamos al abismo sin fondo, hasta quedar ahítos, saciados, exultantes, desgarrados. Deseamos hasta morir para que lo gastado dé paso a lo nuevo, y los colores vuelvan a lucir como colores y las sensaciones recobren la intensidad que les corresponden, hasta que el cielo azul brille con la intensidad que otrora se había vuelto opresiva. Se desea hasta que el cometa haya desplegado toda su estela plateada y los fuegos artificiales den las últimas tres salvas, hasta que los grillos vuelvan a su rutina y el otoño, cabizbajo, atesore sus recuerdos estivales. Se desea porque se desea, y punto.

El deseo es turgente pero también esquivo, aparece y desaparece por antojo, por azar o tal vez por destino. Y el destino que todo lo trama, que hace los guiones más desesperados, prepara los encuentros. Y a lo mejor, nos pone a ti y a mí frente a frente y nos ata en el roce de una mano o en una mirada furtiva. Después pone el reloj en hora y se va a sus aposentos a urdir nuevas escaramuzas tras cálculos astronómicos con las estrellas y la eclíptica, con los husos horarios y las almas descarriadas que quieren ser fecundas. Cálculos que están en el aire que respiramos, en las hojas dormidas de las novelas, en las esquinas de todos los cruces por donde pasamos como si tal cosa.

El deseo es así, informal, travieso e insaciable. Y cuando uno y otro no aceptan su juego se va a otra parte. Por eso el deseo nunca es propio, pasa como pasa la vida, como corre el río. Y nosotros, pobres mortales, sólo podemos verlo correr, acaso zambullirnos en él, jugar breves momentos de eternidad con el juguete de los dioses que quema pero también ilumina. Pero cuidado, al deseo no se le puede exigir ni más ni menos, forzarlo en una dirección u otra, de la misma manera que ningún niño puede contener el ancho mar con una muralla de arena. El deseo es, y punto.

Y nosotros dos, con entrada de platea o anfiteatro, de ocho a diez de la noche, podremos, tal vez, ver la función. Quizá con nuestras mejores galas, con ritos de amor complicados o en un acceso de pasión detrás de la puerta. Incluso podremos poner el cartel de no molesten, gracias, y ensayar la cara de bobos o de cómplices. Podremos hacer química con las sensaciones, comer pasteles de nata, iluminarse con la redondez de la luna, gestar historias interminables y hacer poesía con el croissant con leche, pero el deseo viene o no viene y no le importa que el champán ya no esté frío.

Con todo, avisados por el recuerdo, sabemos que el deseo no mueve al mundo, antes lo renueva. Y quizá, seamos conscientes de que el deseo, como todo, pasa, y no seremos nosotros los que le digamos adiós, al contrario, es él el que nos despide con un ramo de flores y una tarjeta que dice: “Lo real pervive en el corazón de cada uno, el deseo es un pez que se muerde la cola. Hasta pronto”

Y uno y otro, frente a frente, con el desayuno frío, extenuados del esfuerzo realizado, lánguidos y pensativos ante la noticia, sentiremos el vacío insalvable que hay entre estrella y estrella. Aunque puede que intuyamos que gracias a la cola del pez, éste se mueve y por eso está vivito y coleando. Puede que en la refriega pasional, casi sin darnos cuenta, hayamos subido un buen trecho de la cumbre desde la cual el horizonte aparece inmenso y los problemas cotidianos, allá abajo, pequeños e insignificantes, tal como son en realidad. Puede que la sonrisa aparezca en el semblante y en el corazón mil agradecimientos porque si bien, el deseo es un dios arrogante, un Dionisios ebrio de placer, nosotros somos los únicos que podemos darle vida, que podemos representar la comedia o el drama aún con nuestras imperfecciones e inseguridades.

Aunque no te lo creas el deseo sin nosotros es un mero arquero sin diana, un niño con la pelota colgada, un río sin desembocadura, un ocaso sin horizonte, en fin, un fuego fatuo.

Por Julián Peragón

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Antropólogo. Profesor de Meditación y Formador de profesores de la escuela Yoga Síntesis.

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